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    Estado de Guerra permanente y razon cinica

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    Estado  de Guerra permanente y razon cinica  Empty Estado de Guerra permanente y razon cinica

    Mensaje por Rhhevoltaire Jue Ene 22, 2015 5:39 am

    "Estado de guerra" permanente y razón cínica

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    http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-21/estado-de-guerra-permanente-y-razon-cinica

    Autor(es): Dussel, Enrique

    Dussel, Enrique. Filósofo Argentino, exiliado tras sufrir un atentado en 1977 y radicado desde entonces en México, donde es catedrático de Etica en la Universidad Autónoma de México y en la Universidad Autónoma Metropolitana-Itzapalapa. Impulsor de la denominada Filosofía de la Liberación, su creativo y productivo encuentro con la obra de Marx está jalonado por libros como La producción teórica de Marx. Un comentario a los Grundrisse (Siglo XXI editores, 1985), Hacia un Marx desconocido. Un comentario de los Manuscritos del 61-63 (Siglo XXI editores, 1988), El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana (Siglo XXI editores, 1990). En 1998, la Editorial Trotta, la UNAM y la UAM-I, conjuntamente, posibilitaron la publicación de Etica de la Liberación en la edad de la Globalización y la Exclusión.


    En ocasión del ix Seminario de Diálogo filosófico Norte-Sur, con la presencia de mis colegas Karl-Otto Apel, Franz Hinkelammert, Georges Labica y tantos otros amigos, desearía presentar a la discusión algunas tesis que se me imponen ante la gravedad de la situación mundial, que nos interpela como filósofos, y en especial en el nivel de la ética y filosofía política.

    Algo de geopolítica después del 1989
    Desde el “derrumbe de la Unión Soviética” la humanidad, como un todo, vive una experiencia geopolítica de la que los filósofos parecieran no haber comprendido su importancia estratégica, teórica, ética. Por primera vez en la historia mundial sensu strictu, y aún más, por primera vez desde que la especie homo adoptó la forma erecta hace millones de años, el globo terráqueo, nuestro pequeño planeta Tierra, se encuentra bajo el poder militar de una sola potencia. Su hegemonía no es cultural ni política, y aun en la economía su poder va proporcionalmente en declive, pero militarmente, desde 1989, tiene una indiscutida primacía, que se ha manifestado en tres guerras situadas en el Tercer Mundo, ya que Europa Oriental se ha “tercermundizado”. Los Estados Unidos tienen, después de esa fecha, clara intención de constituir al mundo cuasi periférico socialista de la ex Unión Soviética en su propia periferia capitalista.
    En la guerra del Afganistán (y su secuela en Israel contra inocentes palestinos) que contemplamos atónitos y apesadumbrados diariamente, el intelectual militarista Samuel Huntington quisiera hacernos creer que se trata de El choque de civilizaciones, como de una reconfiguración del orden mundial [1] ; siendo en realidad algo más simple y claro, pero cuyo sentido se encuentra encubierto por una maraña de argumentos y declaraciones puramente aparentes. Henry Kissinger enseñó que la geopolítica no se inspira en “buenas intenciones”, sino en la defensa de los “propios intereses”. Se nos inculca a diestra y siniestra que se trata de una “cruzada contra el terrorismo”, como si los servicios de inteligencia del imperio no fueran los maestros del terrorismo en África (contra Angola y Mozambique, por ejemplo); en América Latina, incentivado desde 1954 (desde el golpe de estado contra Jacobo Arbenz), pasando por la invasión de Bahía de los Cochinos en Cuba, por los contras (terroristas contra el gobierno sandinista democrático de Nicaragua, luego de la destitución del tirano Somoza educado en las escuelas militares del Norte), y en la actual “Guerra de Colombia”; en Medio Oriente (desde la caída de Nasser en 1954); en Asia (desde el golpe contra Sukarno en el mismo año), hasta el presente. Como si los terroristas, hoy perseguidos en el Afganistán, no fueran los disciplinados “aprendices de mago” de esa misma escuela (es decir, discípulos que pasan de los “servicios de inteligencia” de un bando a otro, como Noriega en Panamá o como los grupos armados de los fundamentalistas islamistas contra la ex URSS en el Afganistán, para después ser perseguidos, encarcelarlos o destruirlos como terroristas cuando ya nos sirven a “nuestros intereses”). “Terrorista” es, según la definición hoy vigente, el que atenta contra “nuestros intereses”. Los terroristas de hoy se “equivocan” entonces, porque no saben que “nuestros intereses” han cambiado, y permanecen tercamente sosteniendo “nuestras enseñanzas” contra nuestros “enemigos” de ayer, o, aun peor, cuando pretenden descubrir ellos mismos a sus nuevos “enemigos” (sus maestros de terrorismo de ayer).
    En las últimas tres guerras ha habido una escalada. El imperio, durante la Guerra Fría –así llamada por los productores de armas, no por los pueblos de Viet Nam, Mozambique, Nicaragua o el Afganistán, que debieron usarlas contra sus hermanos–, fue el baluarte del derecho internacional, desde la ONU y otros organismos, para oponerse a la URSS. Desde 1989 ya no es más necesaria esa política. Peter Spiro [2] muestra cómo los Estados Unidos se retiran de hecho de todos los organismos internacionales y aun se oponen a ellos (no pagaban las cuotas a la ONU, no apoyan el Tribunal penal internacional, no firman el protocolo de Kyoto, no dejan redefinir los objetivos estratégicos del Banco Mundial y del FMI, se oponen a una efectiva fuerza internacional de paz de la ONU, no aprueban la Convención del Mar, ni la Convención de Diversidad Biológica, etc.). El mismo millonario filantrópico George Soros [3] , sugiere la necesidad constituir instituciones internacionales para implantar una paz duradera y evitar la futura gran crisis global financiera que anuncia, pero que encuentra a las elites del poder en los Estados Unidos hoy como el enemigo principal de tales medidas e instituciones políticas globales. Soros llama a la doctrina de los grupos norteamericanos aislacionistas el nuevo “fundamentalismo de mercado” (market fundamentalism) [4] , al que pertenece el equipo de Bush. Propone, en oposición a la política actual exterior norteamericana, una “alianza de los estados democráticos” de toda la tierra. Debo reconocer que, paradójicamente, la obra de Soros es mucho más interesante, progresista y realista que la visión postmoderna de Hardt-Negri [5] .
    En efecto, si consideramos aunque sea superficialmente los últimos tres conflictos armados, podemos ver que hay un creciente “aislacionismo”, o un aumento de autonomía en el obrar del país del Norte. En la Guerra del Golfo contó con el apoyo de la ONU, de la OTAN, de los países árabes y de muchos otros del Tercer Mundo. En la Guerra de Kosovo, sólo con la OTAN. En la Guerra del Afganistán se decidió y operó solo. No hubo necesidad de ninguna colaboración efectiva de nadie fuera del ejército norteamericano (la intervención de Blair, con los soldados ingleses o de los alemanes, etc., fue puramente simbólica). Pueden, entonces, confirmarse una vez más las hipótesis de la política de los new sovereigntists de Spiro y del “fundamentalismo de mercado” de Soros.
    Pero, al final y estratégicamente, ¿qué se ha intentado en estas tres guerras? Siempre un mismo objetivo: la expansión global de la presencia militar –como garantía de la expansión del mercado global con especial referencia a la fuente principal de energía: el petróleo–. La Guerra del Golfo permitió a los Estados Unidos imponer su presencia en Arabia Saudita (la Tierra Santa del Islam) y en Kuwait (en el centro del Medio Oriente petrolero). La Guerra de Kosovo, no dirigida por petroleros, situó en un lugar secundario a Rusia post URSS (que ya no pudo ayudar a su aliado eslavo, serbio y ortodoxo) y movió a su voluntad a Europa con la OTAN. En la Guerra del Afganistán, la potencia hegemónica ha instalado bases militares en el norte de ese país; y sea cual sea el nuevo gobierno y su orientación le deberá al Pentágono el haber destruido al Talibán; es decir, le será dependiente y le permitirá pasar el gas y el petróleo de sus vecinos por su territorio, a más de otros servicios eventuales en el futuro. Además instala bases militares en las antiguas repúblicas soviéticas islámicas del Sur, y se encuentra ahora como “vecino” de China, Rusia y la India, los tres poderes asiáticos por excelencia.
    Esta geopolítica militar manifiesta no sólo una “voluntad de poder” omnímoda y que no acepta compartir la hegemonía con nadie (menos aún con una Europa alejándose geopolíticamente del equipo de Bush), sino también, y principalmente para el filósofo, manifiesta una racionalidad política que puede ser analizada éticamente, y que determina el horizonte interpretativo de la filosofía política a comienzos del siglo xxi –filosofía con alguna pretensión de pensar “lo real” y no meras piezas arqueológicas–.


    “Estado de guerra” y la “razón tautológica” del imperio
    El mundo anglosajón, que inicia su hegemonía con el imperio inglés, como es sabido, nace ante todo gracias a la piratería. Francis Drake y muchos otros, entre 1585 a 1603, cuentan hasta con 183 barcos que realizan 74 ataques mayores. La explotación del azúcar en Barbados da la oportunidad para comenzar la trata de esclavos –con 50 individuos– [6] . John Selden, en su obra Mare Clausum (1653) justifica el comercio con un mundo colonial. Jeremy Taylor, con su Ductor Dubitandium (Londres, 1660) demuestra que es de derecho natural y fundado en el Antiguo Testamento el ocupar las nuevas tierras descubiertas, y “therefore to save my own life, I can kill another or twenty, or a hundred, or take from his hands to please myself” [7] . John Vaughan o Thomas Hobbes opinarán de la misma manera.
    Después de la “Glorious Revolution”, la visión tradicional del pensamiento liberal queda expresada en la posición, el primero entre sus pares [8] , de un John Locke (1632-1704) [9] . Lo tratamos aquí porque constituye un capítulo abierto y que no se cerrará, de una u otra manera, hasta el presente, porque aun en nuestro tiempo se siguen esgrimiendo argumentos filosóficos políticos dentro de la “lógica” que expone sobre el tema Locke, en especial en el ámbito de la política global y en los foros internacionales [10] . Se trata de una aplicación particular de la “lógica de la totalidad” [11] , pero con una coherencia tautológica ejemplar, que permite justificar, dentro del espíritu de la revolución inglesa del 1688, la trata de esclavos (y la esclavitud como institución), business en el que Locke privadamente tenía invertido alguno de sus haberes, pero también el mundo colonial, a partir de los mismos argumentos. En el segundo de los Two Treatises on Civil Government, publicado en 1690, se ocupa frecuentemente de estos temas. Opuesto a la iglesia anglicana y al absolutismo monárquico del partido tory, expresó de manera secularizada y agresiva la nueva posición burguesa de los whigs. La trata de esclavos era un comercio en auge, lo mismo que el establecimiento de colonias en América, donde Inglaterra competía con Portugal y España, e igualmente con Holanda.
    Todo se inicia con una declaración universal sobre la igualdad:
    [El estado natural] es también un estado de igualdad [...] en el que nadie tiene más que otro [...]; nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la naturaleza [...]; siendo también iguales entre ellos, sin subordinación ni sometimiento. [12]
    Ante tal declaración sería de esperar la imposibilidad de la esclavitud y de un mundo colonial. Pero no es así. ¿Cómo se las arregla Locke para poder justificar la esclavitud y un mundo colonial? Su argumentación parte de la exigencia de la conservación de la vida propia y de los demás [13] en el “estado de naturaleza”, de donde se deduce que no puede negarse el derecho de castigar a los que no cumplen con la ley natural, y por ello “tiene cualquiera el derecho de castigar a los transgresores de esa ley [... Este] defiende de ese modo a los inocentes poniendo un obstáculo a los culpables” [14] . El trasgresor, por el hecho de no cumplir con la ley, “viene a manifestar que con él no rige la ley de la razón y la equidad común [...] Al hacerlo se convierte en un peligro para el género humano” [15] .
    La pregunta obvia sería: ¿Quién y cómo puede determinar el crimen del culpable? ¿Cómo se puede elegir al juez que pueda “defender a la especie humana en general” [16] ? La respuesta de Locke, suponiendo que estamos en el “estado de naturaleza”, pareciera simple y evidente: “cualquier hombre tiene el derecho de castigar al culpable” [17] . El culpable, por haberse opuesto a la ley natural [18] , queda desprovisto de derechos, ya que “no rige con él la razón”. Pero, para poder atacar al culpable es necesario pasar del mero “estado de naturaleza” al “estado de guerra”, que para Hobbes se daban simultáneamente. Para Locke, por el contrario, el estado de naturaleza no es el estado de guerra. Se entra en el “estado de guerra” cuando hay alguien que se opone a la ley natural o nos odia sin motivo justo:
    Se puede destruir a un hombre [...] que ha manifestado odio contra nosotros [19] , por la misma razón que podemos matar a un lobo o a un león. Esa clase de hombres no se somete a los lazos de la ley común de la razón; por ello pueden ser tratados como fieras. [20] Quien trata de esclavizarme se coloca a sí mismo en estado de guerra conmigo [...] La libertad es la base de todo. [21]
    En el “estado de guerra” no impera ya el “estado de naturaleza”, pero tampoco el “estado civil” o político. Es justamente para superar el estado de naturaleza y evitar el estado de guerra, es decir, para poder tener un juez con derecho, con legitimidad, que nace la “sociedad civil” o política (el “estado civil”). Pero un juez civil o político tiene sólo autoridad intraestatal. Las relaciones entre estados, entre naciones, en cambio, pasan a un “estado de guerra”, porque les “falta un juez común con autoridad” [22] , y en ese caso “soy yo el único juez dentro de mi propia conciencia” [23] . Como la esclavitud y las relaciones coloniales se establecen en una referencia externa a los estados o las naciones (por ejemplo, de Inglaterra con las comunidades africanas o americanas) no hay autoridad supranacional política para dilucidar el conflicto, sino que sólo impera el estado de guerra, cuando una nación ofende a otra nación o cuando se ve exigida a lanzar una “guerra justa”. El “estado de guerra” es sin embargo un “estado de excepción”, a la Carl Schmitt, en la que el Otro, la dignidad de la Alteridad es aniquilada. Esta negación de todo derecho del Otro, que, como veremos queda nuevamente reafirmada en el concepto de “poder despótico”, es lo que Locke debía probar, pero darlo como un supuesto, torna tautológico todo su argumento.
    Levinas comprendió muy bien este argumento tautológico, totalitario, fundamento mismo de la modernidad (y de la concepción de los derechos humanos ad extra entre los liberales de Los Estados Unidos –no hablemos de los conservadores fundamentalistas–, desde el tiempo de la Constitución hasta la “guerra del Afganistán” [24] ) cuando escribe en el Prefacio de Totalidad e Infinito:
    El estado de guerra [25] suspende la moral; despoja a las instituciones y a las obligaciones eternas de su eternidad y, desde entonces, anula en lo provisorio los imperativos incondicionales [...] La guerra no se sitúa solamente como la mayor entre las interpelaciones de la moral. Ella la torna ridícula. El arte de prever y de ganar por todos los medios la guerra [...] se impone desde entonces como el ejercicio mismo de la razón. [26]
    En la ética levinasiana –y en la Ética de la Liberación– el Otro nunca puede perder sus derechos, su dignidad, y jamás podrá ser objeto de un “poder despótico”, tal como Locke pretende. Es decir, si una comunidad juzga (ya que “cualquiera” tiene este derecho natural ante Dios –según Locke–), que el africano, el indio o el mexicano ha negado la ley natural, o se ha levantado en armas injustamente, o simplemente “me odia”, a partir de tal “juicio” dicho extraño pierde de inmediato todo derecho, y queda determinado como enemigo (el inimicus y no el hostis de Schmitt) al que se le puede declarar una “guerra justa”. Si es vencido –y ahora todo depende de la tecnología militar, puro efecto de la “razón instrumental”– será definido “justamente” como esclavo o como súbdito colonial. Analicemos paso a paso el proceso argumentativo en el capítulo iv “De la esclavitud” y en el capítulo xvi “De la conquista”, entre otros parágrafos referidos a estos temas.
    Locke sabe que Inglaterra comienza sus riquezas gracias a los piratas. Por ello, comienza por desautorizarlos, partiendo de una premisa mayor o principio universal, cuando afirma:
    Quienes no creen que los ladrones y los piratas poseen dominio legal sobre aquellos a quienes han logrado vencer por la fuerza [...] no otorgarán jamás derecho sobre los vencidos en una guerra injusta de esa clase. [27]
    Hecha esta declaración para todos aceptable, pasa a exponer la posibilidad de una “guerra justa”. Veamos primero el caso de la esclavitud. Continúa su argumento enunciando otro principio universal, que intentará acotar para poder justificar la esclavitud. Su estrategia argumentativa es entonces enunciar positivamente lo que intenta negar como excepción:
    El hombre, que no tiene poder sobre su propia vida, no puede hacerse esclavo de otro por contrato o por su propio consentimiento [...] Quien no dispone del poder de acabar con su propia vida no puede dar a otra persona poder para hacerlo. [28]
    Pero, de inmediato se introduce una excepción a la regla, partiendo del cautivo de una “guerra justa”:
    Sin duda alguna que quien ha perdido, por su propia culpa [29] y mediante algún acto merecedor de la pena de muerte [30] , el derecho a su propia vida [31] , puede encontrarse con que aquel que puede disponer de esa vida [32] retrase, por algún tiempo, el quitársela cuando ya lo tiene en poder suyo [33] , sirviéndose de él para su propia conveniencia, y con ello no le causa prejuicio alguno. Si alguna vez cree que las penalidades de su esclavitud pesan más que el valor de su vida, puede atraer sobre sí la muerte que desea [34] con sólo que se niegue a obedecer las voluntades de su señor. [35]
    Y concluye:
    Tal es la auténtica condición de la esclavitud; ésta no es sino la prolongación de un estado de guerra entre un vencedor y un cautivo. [36]
    De la misma manera se argumenta la posibilidad de un mundo colonial o contra el indígena americano. Primero la afirmación general para generar “buena conciencia”: “Dios ha dado el mundo a los hombres en común” [37] . Y ahora la excepción:
    Pueden, a pesar de todo, encontrarse aún grandes extensiones de tierras cuyos habitantes no se unieron al resto del género humano [léase: el liberal burgués inglés] en el acuerdo para el empleo del dinero común y que permanecen incultas. [38] Allí donde existen más tierras que las poseídas por sus habitantes y que éstos son capaces de cultivar [39] , allí puede cualquiera aprovecharse de las no cultivadas. [40]
    El ocupar esas tierras, entonces, no es usurpar el derecho de nadie, ya que estaban “vacías”, incultivadas, mal empleadas. Por supuesto que el criterio de la buena ocupación y empleo de las tierras es el de Locke (occidental, capitalista mercantil, colonialista, racistas, machista, etc.).
    Pero cuando no hay juez humano (porque se trata de la relación entre estados, y no habiendo un Estado internacional), “quien apela al Cielo deberá estar seguro de que tiene el derecho de su parte” [41] , siendo sin embargo e inevitablemente él mismo su último juez empírico:
    Pero suponiendo que la victoria favorezca al bando que tiene de su parte el derecho, pasemos a estudiar la situación del que triunfa en una guerra justa, y veamos el poder que le da la victoria, y contra quién se lo da [...] En mi entender, se trata de un poder totalmente despótico. [42] El conquistador detenta un poder absoluto sobre la vida de quienes, por haber hecho una guerra injusta, han perdido su derecho a la vida. [43]
    Y como al conquistador se le deberá “indemnizar de los daños que ha sufrido en la guerra” [44] , podrá apropiarse de los bienes de los conquistados “como gastos de guerra”.
    Si repasamos el argumento, podemos comprender que se ha dado una conclusión tautológica, que además se inmuniza de toda crítica. El propio actor define quién es el enemigo y da la razón de la “justicia” de su guerra contra el dicho enemigo. De hecho, se ha ejercido el poder del más fuerte, del mejor equipado técnicamente en el arte y la estrategia militar. En realidad, la modernidad se impuso siempre sobre los amerindios y los africanos (desde el siglo xvi) simplemente y en última instancia por la violencia de las armas. Pero esto no puede aceptarse en la “civilización” como una razón suficiente. A esta acción ilegítima hay que darle una “apariencia” moral. Locke intenta entonces encontrar esas “razones” dentro de la tradición.
    En efecto, se inspira en Aristóteles cuando distingue entre un “poder despótico” (despoteía) y un “poder político” [45] . Aplica así la conocida distinción, entre el poder en el “estado de naturaleza” o en el “estado político”, del ejercicio del poder en el “estado de guerra”, e invierte los hechos (ya que los africanos o los indígenas americanos son los atacados injustamente y se los describe como agresores). Repitamos su argumento:
    Poder despótico es el absoluto y arbitrario [poder] que permite a un hombre atentar contra la vida de otro cuando así le agrade [46] [...] El agresor se ha salido de la ley de la razón que Dios [47] estableció como regla para las relaciones entre los hombres y de los recursos pacíficos que esa regla enseña [48] , recurriendo a la fuerza para imponer sus pretensiones injustas y carentes de derecho [...] Por esa razón, los prisioneros capturados en una guerra justa y legítima, y solamente ellos se encuentran sometidos a un poder despótico [...] que es en el fondo una prolongación del estado de guerra. [49] El poder que un conquistador adquiere sobre aquellos a quienes vence en una guerra justa es totalmente despótico. [50]
    Para Locke, como en el caso de las relaciones entre estados, no se retorna simplemente al “estado de naturaleza” (como para Hobbes o posteriormente para Hegel), sino que se accede a un “estado de guerra” permanente. Y, como hemos citado ya en Levinas “el estado de guerra suspende la moral”.
    La esclavitud y el colonialismo son hechos injustificables para la moral, pero se puede probar su legitimidad dentro de otra lógica, la del “estado de guerra”, “lógica totalitaria” de la modernidad cuyo silogismo autorreferente (y que se inmuniza de toda discusión) resumido es aproximadamente el siguiente: a) En el estado de naturaleza todos son iguales y libres; b) Si alguien deja de cumplir la ley natural se transforma en un “fuera de la ley”, en el “enemigo” que puede ser muerto como las fieras salvajes, por ser peligroso para la comunidad. No se le atribuye ya igualdad y libertad. Se actúa entonces en el horizonte del estado de guerra; c) El juez con autoridad sólo existe en el estado civil o político. En la relación entre los Estados, y más con respecto al mundo colonial objeto de conquista, no hay autoridad suprema (porque no hay un Estado mundial). Nos encontramos igualmente en un estado de guerra; d) Cuando un Estado cualquiera juzga que otro lo haya agredido, o lo haya tratado con injusticia, o simplemente lo odia, juzga a dicho Estado o nación como el agresor y por ello lo define como el enemigo fuera de la ley y del derecho, contra el que puede declarase una guerra justa. Sólo Dios puede juzgar la falsedad de este juicio práctico, y e) El vencedor (evidentemente el más fuerte, el mejor armado) puede entonces esclavizar al vencido, constituirlo como esclavo o como colonia conquistada, porque estando fuera de la ley y del derecho se tiene sobre él poder despótico, como poder justo y legítimo. Además, los bienes de los vencidos resarcen las pérdidas de la guerra justa.
    Como puede observarse, esta argumentación produce una completa inversión de lo que acontece en la realidad y, además, es puramente tautológica, autorreferente en su sentido ético y político. Primero, porque al inocente campesino africano, indígena americano o comunidad colonial se lo ha definido como un violento agresor (inversión de los hechos empíricos). Segundo, porque el “juez” (en el cuarto momento de la argumentación), aunque no tiene autoridad o poder político por no estar en condiciones de ser miembros de un inexistente Estado mundial, se encuentra en un inevitable estado de guerra. Si en este “estado” resulta vencedor, y teniendo a solo Dios por juez, posee sobre los vencidos legítimamente poder despótico. Con estas razones todo Estado puede juzgar a cualquier otro como “fuera de la ley”, simplemente por no cumplir con su interpretación “cultural” o etnocéntrica de la ley natural o de lo que Dios [el nuestro] estableció como regla. Se trata de una tautología autorreferente radical, sin ningún criterio objetivo o en relación con una empírica intersubjetiva suficiente. Es lo puramente subjetivo, arbitrario, intracultural, dogmático, totalitario. Este argumento, sin embargo, expresa la racionalidad misma de la “Razón moderna” esclavista y colonial. Este tipo de argumento fundamentó (aparentemente) el comportamiento de las metrópolis europeas hacia el mundo colonial y hacia la esclavitud en la modernidad hasta el presente. Se trata de una exclusión radical de la dignidad de la Alteridad, del derecho de la Identidad propia del africano esclavizado, del indígena americano, del mundo colonial, contra toda razón universal, no meramente etnocéntrica, eurocéntrica.
    Sin embargo, cuando leemos en los diarios o escuchamos en la televisión que el secretario de Estado (el general Colin Powell) anuncia que se deberá continuar la guerra contra los “terroristas” aunque se quedasen solos –ante la negativa europea, rusa o china de seguir la guerra contra el Iraq o Irán (habiendo, sin embargo, ya comenzado la de “Guerra de Colombia”), se repite una vez más el argumento de Locke: en el “estado de guerra” el Estado hegemónico se afirma como juez para decidir quién es su enemigo (en este caso los “terroristas” [51] ), y en referencia última, tomar como testigo de su propio juicio a Dios mismo [52] .
    La “doble moral” o el cinismo político: Democracia ad intra y despotismo ad extra
    Las potencias metropolitanas durante toda la modernidad, y hasta el presente ante el mundo postcolonial, han ejercido una “doble moral”. Hacia adentro (ad intra) han propuesto un “principio democrático” como participación simétrica de los afectados en la creación de instituciones que organicen la procedimentalidad legítima, pero excluyendo de dicha participación a los esclavos, a los indios, a los pueblos coloniales durante la época colonialista, y a muchos otros. Posteriormente, nunca los pueblos postcoloniales pudieron acceder a una soberanía popular real, sino que siguieron ejerciéndose sobre ellos presiones, opresiones o exclusiones políticas, económicas, culturales, religiosas y militares.
    El gran país del Norte, bajo el gobierno del grupo de Bush, es hoy la última expresión de ese “estado de guerra” permanente como horizonte argumentativo para negar a todos los demás pueblos o estados un derecho de igualdad internacional. Este grupo del Estado hegemónico niega la existencia de todo un orden internacional supraestatal que pudiera limitar su hegemonía militar omnipresente (por sus naves que navegan en todos los océanos), omnipotente (por el poder destructor de su aviación), omnisciente (por sus satélites espías y sus servicios de inteligencia).
    Inesperadamente, mi argumentación filosófica ante la ética del discurso de hace algunos años se torna ahora más clara que nunca [53] . La “razón cínica”, dije en otro trabajo, es la razón del que tiene el poder y no está decidido a compartirlo. Por ello no acepta argumentos, ni entra en debates ni discusiones que puedan poner en cuestión su poder. Por el contrario, intenta desarrollar un argumento que lo inmuniza de entrar en toda argumentación ajena a la propia. Este argumento tautológica, etnocéntrico intenta fundamentar su (“aparente”) pretensión democrática (ad intra), y ocultar su política despótica (ad extra). El tipo de argumento de Locke, enunciado más arriba, permite adecuadamente aportar esa “apariencia” de fundamentación racional, no siendo sino una pseudoargumentación tautológica, autoinmunizante, que permite no “entrar” en ninguna discusión racional con otros estados o pueblos. Cuando alguno de ellos opina lo contrario, el Estado hegemónico puede declararlo como su enemigo, “terrorista”, ya que se ha puesto por propia culpa fuera de la ley y de las razones dadas por Dios (evidentemente de las leyes y del Dios propios). Declarados a priori sin derechos humanos (como los prisioneros afganos en Guantánamo) [54] , toda guerra contra ellos (sea la del Iraq, en Kosovo o el Afganistán) es “guerra justa”. El argumento es tautológico, y digo tautológico porque el agente de la acción es el único juez que emite la razón que se propone para fundamentar su propia acción: el círculo se cierra en la pura identidad de la subjetividad autista, esquizoide, dogmática, fundamentalista, totalitaria. El imperio define lo que es un terrorista, y declara deductiva y hermenéuticamente a partir de su definición quiénes son en concreto terroristas (sin ningún otro juez humano que pueda invalidar su decisión; falta todo criterio intersubjetivo, objetivo, exterior, internacional, que dé algún viso de justicia y equidad a su decisión). Este juicio tautológico autoriza “legítimamente” (para el propio juez y el heroico ejecutor militar de la sentencia) la total destrucción del “terrorista”. Se ha llegado a la total irracionalidad. La Totalidad totalizada emite un juicio desde su propio fundamento. El Otro ha sido aniquilado como otro.
    Por todo ello podrá ahora comprenderse que se parte del supuesto sobre el que se ejerce la “razón cínica”. La “razón cínica” usa siempre un pseudoargumento tautológico: es la razón que se da a sí mismo el que ostenta el poder, y por la que no necesita “entrar” jamás en una auténtica discusión (la de la “razón discursiva”), porque no está dispuesta, desde el punto de partida, a dejarse juzgar por ningún otro poder. La decisión de no compartir el poder, y de ejercerlo omnímoda y despóticamente sobre toda la humanidad, le impide “entrar” auténticamente en alguna discusión con “pretensión” de verdad, y de validez [55] . El imperio no necesita tener ninguna “pretensión” de verdad, tiene la verdad, y solo exige su aceptación, es el pseudoargumento que justifica la “guerra santa” [56] , otra denominación de la “guerra justa” de John Locke. Un cierto “fundamentalismo de mercado” –como expresaba Soros– se encuentra detrás como actitud ética originaria.
    Por ello, aunque se declara ser un poder “democrático” con respecto a su propio pueblo (ad intra), sin embargo, su cinismo con respecto al Otro, a la Alteridad, al resto externo de la humanidad (ad extra), impide el ejercicio honesto y serio del principio democrático con sentido normativo. ¿Cómo puede darse éticamente el reconocimiento de la igualdad humana a todos los miembros de la propia comunidad política, cuando se le atribuye a esa misma comunidad el derecho de declarar “inhumano” al resto de la humanidad? ¿Cómo puede un demócrata, que conciba la democracia no meramente como un procedimiento político etnocéntrico sino al mismo tiempo con exigencias normativas, ser despótico con los Otros, con los débiles, con los vencidos, con los postcoloniales...? El que mata a los otros insensiblemente termina por suicidarse en el “sin sentido” de un orden inmoral.
    La “doble moral” de las empresas trasnacionales, que cumplen con las exigencias normativas ad intra, en el propio Estado metropolitano, y corrompen, simulan, roban, extraen ganancias excesivas ad extra, termina por corroer a toda la estructura normativa. La inmoralidad ad extra termina por imponerse también ad intra. Es el caso de la trasnacional Enron que con su doble contabilidad y política financiera engañó primero a los otros estados y al final al propio “home State” (y hoy se tiene sospecha que la costumbre se ha generalizado, dándose ya otros ejemplos dudosos como en el caso de la IBM, la Coca Cola, el City Bank ligado al “blanqueo de dinero” de la droga, etc.).


    “Razón material” y “razón crítica”: responsabilidad consensual de la comunidad de las víctimas
    Al “argumento de Locke”, a la “razón cínica”, debe oponérsele: a) no sólo una argumentación material y crítica (que es necesaria, porque crea el fundamente del consenso crítico de los oprimidos), que se enfrenta a la imposibilidad del poder hegemónico de aceptar un argumento contrario (y que por ello no puede “entrar” en la discusión, porque simplemente tiene el poder de evitar dicha discusión contra los débiles), sino también, b) una organización política del poder material y crítico de los oprimidos, de los excluidos, de los que reciben en su corporalidad los efectos negativos de las decisiones tautológicas del “argumento de Locke”. Tales Nuevos Movimientos Sociales se hicieron visibles en los grupos reunidos, entre otras manifestaciones recientes (como las de Seattle, Cancún, Génova, Barcelona, etc.), en especial en el ii Foro de Porto Alegre. A este último evento asistieron unos sesenta mil participantes, entre intelectuales orgánicos y militantes, que convivieron desde fines de febrero hasta comienzos de marzo de 2002. Se testimonió el hecho de que los “excluidos” constituyen entre sí “comunidades consensuales”, descubriendo argumentos, comunicándose y viviendo experiencias que permitan ir lentamente rompiendo la “moral” del poder del imperio y la pseudoargumentación lockeana. No es del dominador el que tiene el derecho de “juzgar” al Otro, su víctima, es de la comunidad consensual y crítica, por ser y exponer las razones de las víctimas, la que tiene deber de juzgar al poder dominador despótico –usando la denominación lockeana–. Son los africanos esclavos, los indios conquistados, las comunidades coloniales y postcoloniales, las feministas, los antirracistas, los obreros y campesinos y tantos otros, los que deben mostrar que las pretendidas “guerras justas” fueron en realidad algunas de las más injustas y perversas que puedan imaginarse en toda la historia mundial. Los 13 millones de africanos esclavizados y los 15 millones de indígenas muertos en el proceso de la conquista y la colonización muestran dos inmensos genocidios moderno europeos que el “argumento de Locke” tornó invisibles. Los esclavizados, conquistados y colonizados no eran humanos; eran bestias; hoy son los “terroristas” [57] . Para los imperios de turno, no morían seres humanos; perecían “cosas” que habían sido destituidas de su humanidad previamente por el “argumento de Locke”.
    Llegamos así al problema filosófico de fondo [58] . A la razón estratégica del cínico, que se funda en el poder para proferir un pseudoargumento tautológico (el “argumento de Locke”), no puede oponérsele una mera razón discursiva, porque el cínico no “entra” en dicha discusión. La filosofía de la liberación sabe, en cambio, enfrentar estratégica y teóricamente la situación, pero lo hace abriendo otros frentes.
    En primer lugar, muestra la tautología que inmuniza el pretendido argumento autorreferente. En segundo lugar, enfrenta al poder hegemónico desde el contra poder antihegemónico de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, afirmación de las culturas negadas por el colonialismo, liberación de las naciones periféricas postcoloniales, de las clases dominadas, de las etnias excluidas, de la tercera edad, de los niños, de las generaciones futuras a través del problema ecológico, etc., cuyas “redes” se fortalecieron mundialmente en el ii Foro de Porto Alegre). En tercer lugar, la fundamentación antiescéptica (del escepticismo de la razón hegemónica, subproducto cómplice de la dominación, como en el caso de un Richard Rorty o de algunos ejemplos del movimiento postmoderno) no se dirige a una mera afirmación de la razón en general, sino hacia un dar argumentos racionales a las indicadas comunidades de liberación de los nuevos movimientos sociales, a fin de legitimar a la “razón crítica”: a) tanto por sus contenidos (la razón práctico material crítica que justifica no sólo la producción y la reproducción de la vida humana en comunidad con pretensión de universalidad, sino su desarrollo desde la afirmación de las víctimas [59] ); b) como por su validez (la razón discursiva crítica, desde el consenso de los excluidos contra el consenso hegemónico que profiere autorreferentemente el “argumento de Locke”) [60] , y c) por su factibilidad crítica (la praxis propia de la liberación, que supone la toma de conciencia y la organización de las víctimas “negadas” en su alteridad por el poder hegemónico) [61] .
    Por ello, si es verdad que todo régimen democrático debe “poner límites” [62] y por ello hay inevitables exclusiones –al menos de los ciudadanos de otros estados, aun reconocidos como tales–, lo que deseamos recalcar es que algunas filosofías políticas de los Estados Unidos y Europa no vislumbran la diferencia entre: a) la situación de “estado de derecho” en el “centro” del sistema mundo actual (el Grupo de los Siete, siendo seis de ellos semiperiféricos de la superpotencia hegemónica), y b) la situación política de los estados postcoloniales periféricos (en África, Asia y América Latina), como “fuera del derecho” y reducidos a la miseria por cinco siglos de economía colonial. Dicha diferencia es un efecto negativo de un “estado de guerra” permanente que se originó con la modernidad, con la conquista de América a partir de 1492 como sistema colonial, con el capitalismo como acumulación originaria de los metales preciosos americanos y con la trata de esclavos, acumulación acrecentada siglo por siglo y aumentada de manera nunca observada desde finales de la llamada Segunda Guerra Mundial (1945) y en especial desde 1989. Los pueblos y sus estados periféricos postcoloniales siguen sufriendo una imposibilidad estructural de alcanzar un grado de desarrollo y autonomía mínima, aceptable para poder establecer sistemas políticos democráticos, donde pudiera ejercerse la soberanía de los pueblos. Hablar de un sistema democrático en estos estados postcoloniales, supondría el dejar de sufrir el constante acoso de las potencias centrales, que agobian permanentemente sus explotadas economías en un grado tal, que los pueblos miserables terminan por expresar su desesperación como aun lo hacen las clases pequeño burguesas (para no hablar de las marginales) de la Argentina en los recientes sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001. Este hecho manifiesta un “malestar” creciente entre los pueblos, que indica que la democracia debe ser redefinida, para no inscribirla exclusivamente dentro de un procedentalismo que ya no se sostiene (siendo sólo el momento de pura legitimidad formal de la política) cuando la reproducción misma de la vida de la población es puesta en cuestión (el momento político ecológico económico o material de la vida). Las masas hambrientas gritan: “Pan y trabajo” [63] , como momento constitutivo de la política, y como condición del consenso que funda la legitimidad formal. No hay representación o consenso sin “ciudadanos vivos”, y en el mundo periférico postcolonial esto no está garantizado de ninguna manera, dado el inmenso grado de transferencia de plusvalor que, procedente de los países explotados, sigue fluyendo hacia el “centro”, privilegio de los países centrales, no sólo los Estados Unidos sino también Europa, el Japón y otros. Democracia y reproducción aceptable de la vida de los ciudadanos son dos aspectos del bien común; es la justa articulación del aspecto formal de legitimidad discursiva y el aspecto material de satisfacción reproductiva de la vida.
    En último término, el “argumento de Locke” ocultaba que el Estado metropolitano justificaba la negación de la vida del Otro, del esclavo, del indígena, del colono periférico, de todos los excluidos actuales del mercado. El cínico pretende justificar éticamente la negación de la vida del Otro; el escéptico pretende justificar moralmente la negación de la razón; el conservador pretende justificar la negación de la posibilidad de la utopía del poder vivir, que imposibilita el consenso crítico antihegemónico del desear una “vida mejor” (no sólo una “vida buena”). Tres negaciones que hacen de la política una praxis antidemocrática, bajo la apariencia de cumplir ad intra con las exigencias liberales de la democracia.
    Ante lo que acontece debemos expresar, para concluir, que al proyecto utópico de Kant manifestado en su obra sobre la “Paz perpetua” ha dejado lugar en el presente, y en el orden de la realidad geopolítica y militar, a un proyecto de una “Guerra perpetua”. No es ya que “la guerra es el origen de todo” como para Heráclito de Efeso, sino que “el estado de guerra es el ser mismo permanente de todo”. ¡Se trata de una ontología de la muerte!
    México, 13 de marzo de 2002

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