En general, la filosofía es una disciplina que maneja sus propios tiempos y los beneficios o “utilidades” no son en el corto plazo, como es el caso de otras disciplinas, sino en el largo (y a veces muy largo) plazo. Por ejemplo, la “inutilidad” de los experimentos de Faraday fueron el fundamento de los radios y las telecomunicaciones modernas. O por otro lado, el ocio y el pensamiento no concreto se convierte en creatividad, la cual encuentra nuevas y efectivas formas de resolver problemas. Todo eso es verdad y valioso, no hay duda, pero aún así está presente cierto tufillo economicista.
Con el capitalismo, y más específicamente con la crisis del Estado de Bienestar, la lógica económica ha invadido esferas de la vida social que antes eran independientes. El Estado, la educación, la salud deben regirse por una serie de criterios maximizadores de la ganancia; el crecimiento económico es hoy religión incuestionada. En esa nueva lógica toda actividad humana debe responder a alguna utilidad que redunde en el aumento del crecimiento económico y la ganancia. Hoy el arte mismo debe responder a esta lógica: un artista produce para un mercado y su producción debe responder a las dinámicas de la oferta y la demanda, así como a las estrategias de mercadotecnia.
La filosofía tampoco es ajena a esta dinámica. Siendo una actividad que no produce cosas para vender, o al menos no de una manera tan directa, siente la presión por justificarse a la lógica económica dominante. Responder a la pregunta de “¿para qué la filosofía?” es seguir el juego a la tiranía que la ganancia impone a la sociedad. En su lugar, debemos proponer una contrapregunta: “¿Por qué debería la filosofía tener alguna utilidad?”. Y esta pregunta nos obliga a escalar aún más: “¿Por qué las cosas deberían tener utilidad?”.
Algo es “útil” en la medida en que sirve para algo. Decimos que el agua es útil en la medida en que sirve para quitarnos la sed, o sirve para bañarnos, estar limpios y un sin fin de utilidades. La utilidad se refiere al medio para alcanzar un fin. Diremos, por ejemplo, que una roca en Plutón es inútil en la medida en que no sirve a ninguno de nuestro propósitos. ¿Para qué trabajar? Para pagar el alquiler, comer, vestirnos, tener seguro médico… Pero, ¿y eso para qué? Sin comida, ni techo, ni seguridad social vivimos en la indigencia o simplemente morimos.
Entonces: ¿para qué vivir? Para nada. Irremediablemente somos seres finitos que moriremos algún día. En cinco mil millones de años el sol se tragará la Tierra y toda forma de vida; en un billón de años la estructura misma del Universo se desgarrará… Vivir no tiene ninguna utilidad. ¿Pero afirmar que la vida no tiene utilidad es lo mismo que decir que la vida no tiene sentido o valor? Yo pienso que no.
La vida es valiosa y tiene sentido, pero no porque sea útil para otra cosa sino que es valiosa en sí y por sí misma. Una hormiga es un organismo muy “simple” (débil, prescindible de su comunidad y de vida breve), pero aún así se esfuerza por perseverar, por ser. La vida es fuerza.
En este punto es probable que empecemos a entender la “utilidad” como algo relativo. Siguiendo a Aristóteles, habría un encadenamiento finito de medios y fines, llegando a un fin que es válido por sí mismo y que no es medio de ninguna otra cosa. Ese fin último lo denominó eudomonía, que mal traducido se entiende como “felicidad”, pero que podemos entender como “buen vivir”. Si asumimos que el “buen vivir” es el máximo de los bienes, lo cual me parece bastante plausible, diremos que todo bien es a su vez un medio para este fin. Toda actividad humana, a la final, tiende a satisfacer o alcanzar este objetivo. Así, lo útil es un mero medio para el buen vivir (no el fin), para desplegar todo el potencial de nuestra vida.
El único fundamento sobre el cual podemos comprender nuestra existencia es el deseo. A la final, todo lo que hacemos es por deseo, nada es útil en sentido absoluto sino que siempre referido como medio a algo más. La filosofía, el arte, el amor son en ese sentido una expresión del deseo. Y es obvio que necesitamos trabajar para comer y sobrevivir, pero todo eso lo hacemos gracias al deseo que siempre nos pone en movimiento.
Para concluir, a la pregunta de por qué o para qué la filosofía respondo: por que quiero, puedo y no me da miedo; ¡por que se me da la gana¡
Con el capitalismo, y más específicamente con la crisis del Estado de Bienestar, la lógica económica ha invadido esferas de la vida social que antes eran independientes. El Estado, la educación, la salud deben regirse por una serie de criterios maximizadores de la ganancia; el crecimiento económico es hoy religión incuestionada. En esa nueva lógica toda actividad humana debe responder a alguna utilidad que redunde en el aumento del crecimiento económico y la ganancia. Hoy el arte mismo debe responder a esta lógica: un artista produce para un mercado y su producción debe responder a las dinámicas de la oferta y la demanda, así como a las estrategias de mercadotecnia.
La filosofía tampoco es ajena a esta dinámica. Siendo una actividad que no produce cosas para vender, o al menos no de una manera tan directa, siente la presión por justificarse a la lógica económica dominante. Responder a la pregunta de “¿para qué la filosofía?” es seguir el juego a la tiranía que la ganancia impone a la sociedad. En su lugar, debemos proponer una contrapregunta: “¿Por qué debería la filosofía tener alguna utilidad?”. Y esta pregunta nos obliga a escalar aún más: “¿Por qué las cosas deberían tener utilidad?”.
Algo es “útil” en la medida en que sirve para algo. Decimos que el agua es útil en la medida en que sirve para quitarnos la sed, o sirve para bañarnos, estar limpios y un sin fin de utilidades. La utilidad se refiere al medio para alcanzar un fin. Diremos, por ejemplo, que una roca en Plutón es inútil en la medida en que no sirve a ninguno de nuestro propósitos. ¿Para qué trabajar? Para pagar el alquiler, comer, vestirnos, tener seguro médico… Pero, ¿y eso para qué? Sin comida, ni techo, ni seguridad social vivimos en la indigencia o simplemente morimos.
Entonces: ¿para qué vivir? Para nada. Irremediablemente somos seres finitos que moriremos algún día. En cinco mil millones de años el sol se tragará la Tierra y toda forma de vida; en un billón de años la estructura misma del Universo se desgarrará… Vivir no tiene ninguna utilidad. ¿Pero afirmar que la vida no tiene utilidad es lo mismo que decir que la vida no tiene sentido o valor? Yo pienso que no.
La vida es valiosa y tiene sentido, pero no porque sea útil para otra cosa sino que es valiosa en sí y por sí misma. Una hormiga es un organismo muy “simple” (débil, prescindible de su comunidad y de vida breve), pero aún así se esfuerza por perseverar, por ser. La vida es fuerza.
En este punto es probable que empecemos a entender la “utilidad” como algo relativo. Siguiendo a Aristóteles, habría un encadenamiento finito de medios y fines, llegando a un fin que es válido por sí mismo y que no es medio de ninguna otra cosa. Ese fin último lo denominó eudomonía, que mal traducido se entiende como “felicidad”, pero que podemos entender como “buen vivir”. Si asumimos que el “buen vivir” es el máximo de los bienes, lo cual me parece bastante plausible, diremos que todo bien es a su vez un medio para este fin. Toda actividad humana, a la final, tiende a satisfacer o alcanzar este objetivo. Así, lo útil es un mero medio para el buen vivir (no el fin), para desplegar todo el potencial de nuestra vida.
El único fundamento sobre el cual podemos comprender nuestra existencia es el deseo. A la final, todo lo que hacemos es por deseo, nada es útil en sentido absoluto sino que siempre referido como medio a algo más. La filosofía, el arte, el amor son en ese sentido una expresión del deseo. Y es obvio que necesitamos trabajar para comer y sobrevivir, pero todo eso lo hacemos gracias al deseo que siempre nos pone en movimiento.
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