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Pusiesque Tontonete, Shuquía, Chero Cuilio, Manguegato, Loconusco y la Pirringa estaban jugando de entierro en el garach. Como la Pirringa era la muerta, la pusieron en el suelo, en medio del garach, tendida sobre unos papelones y con cuatro cabos de candela.
—¡Ahí estate! ¡Si respiras o abrís un ojo te vamos a zampar una ganchada! —le dijeron.
—Yo no sé estarme sin respirar, porque no sé nadar! —dijo la Pirringa y, como no aguantaba, se sentó.
—Respirá, pero no abrás la boca, ni el ojo, ni meniés las orejas, ni los dientes.
Y entonces se puso la Pirringa acostada boca arriba y la taparon con un costal.
—¡Ay, ay, ay, ay, mi muchachita linda! ¡Qué tan buena que era, y se fue y me dejó! —dijeron todos, como si lloraban.
—¡Mirá qué bonita se ha puesto! ¡Parece una muñeca de china! —dijo Chero Cuilio. Entonces levantó la cara la Pirringa, con una lagrimota en el cachete y dijo:
—Préstenme un espejito para verme.
—¡Pues no, pues no! —dijeron todos. Entonces la Pirringa se volvió a acostar bien tiesa y fueron a invitar a dos chuchos al entierro. Blanco y Fiel llegaron de blanco y de parchado, porque no tenían luto y se sentaron al fin de tanto doblarles las patas de atrás con las manos. Fiel dio tres ladridos con saliva y le dijo Laconusco:
—¡Chó! ¿No ves que vas a despertar a la muerta, so animal?
Y al buen rato, entre todos, metieron a la Pirringa en un cajón, de esos donde vienen cosas de almacén y dijeron:
—¡Esta muerta no sirve, porque no hiede! —y fueron a buscar qué echarle para que hediera.
—Echémosle el cajón de basura —dijo Manguegato.
—No, porque la va a dar frío y se va a meniar. Mejor, el aceita de bacalao —dijo Chero Cuilio. Y fueron a traer el aceite y la creolina y le echaron por todas partes.
—¡Ufa, ahora sí…! —dijeron.
Le pusieron la tabla al cajón y la Pirringa empezó a dar gritos.
—¡No revivas, no seas tonta! —le gritaron.
—¡Sáquenme que hiede mucho y le voy a decir a mi papá! —gritaba ella.
A los gritos llegó la criada.
—¡Van a ver, groseros, ya le voy a decir a don José! —les dijo.
Todos salieron corriendo y los chuchos contentos detrás. La criada sacó a la muerta llorona, hedionda, toda chueca. Y Siacabuche.
Pusiesque Tontonete, Shuquía, Chero Cuilio, Manguegato, Loconusco y la Pirringa estaban jugando de entierro en el garach. Como la Pirringa era la muerta, la pusieron en el suelo, en medio del garach, tendida sobre unos papelones y con cuatro cabos de candela.
—¡Ahí estate! ¡Si respiras o abrís un ojo te vamos a zampar una ganchada! —le dijeron.
—Yo no sé estarme sin respirar, porque no sé nadar! —dijo la Pirringa y, como no aguantaba, se sentó.
—Respirá, pero no abrás la boca, ni el ojo, ni meniés las orejas, ni los dientes.
Y entonces se puso la Pirringa acostada boca arriba y la taparon con un costal.
—¡Ay, ay, ay, ay, mi muchachita linda! ¡Qué tan buena que era, y se fue y me dejó! —dijeron todos, como si lloraban.
—¡Mirá qué bonita se ha puesto! ¡Parece una muñeca de china! —dijo Chero Cuilio. Entonces levantó la cara la Pirringa, con una lagrimota en el cachete y dijo:
—Préstenme un espejito para verme.
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