Para quién no sepa nada de él, Alejandro Dolina es un cuentista y poeta argentino de marcada sutileza, su pluma marcada por la melancolía y las ausencias.
Este es un cuento suyo que me gusta especialmente:
Casi todos los Hombres Sensibles de Flores conocían a Luciano, el volador. Sabía atender un puesto de diarios en la esquina de Boyacá y la avenida. Sus apologistas pretenden que levantaba quiniela, hecho que no le consta para nada al compilador de estas historias. Por lo demás, a través de todos los mitos de Flores, parece constante el afán de enaltecer el recuerdo de los héroes, atribuyéndoles actividades relacionadas con el juego. Si es verdad lo que se cuenta, Luciano volaba. Sus escasas fotografías nos lo muestran liviano y magro, aunque carente de alas. Una de ellas, que suele utilizarse como prueba de su don, lo registra al costado derecho de un grupo numeroso y sus pies aparecen en el aire, a una cuarta escasa del suelo. Los escépticos atribuyen este efecto a un truco fotográfico o bien a un pequeño salto oportuno.
Sin embargo, la tradición oral de Flores insiste en recordar los vuelos de Luciano. Los más viejos aseguran que, cuando niño, descolgaba los barriletes que se enredaban en los árboles y recobraba las pelotas que caían en los techos del vecindario. Ya mayor, prefirió siempre los vuelos nocturnos. Parece que el cielo sostiene mejor de noche y no se corre el riesgo de llamar la atención de los papanatas.
Excepción hecha de los días de lluvia o de granizo, Luciano prescindía de los colectivos y taxímetros. Un viajecito al centro le insumía apenas diez minutos. Solía aterrizar en las terrazas solitarias y bajar por los ascensores para evitar el escándalo. Siendo volador, Luciano era discreto. Conoció -eso cuentan- el secreto de todos los campanarios de Flores, se cruzó mil veces con las brujas desnudas que sobrevuelan Belgrano y se saludó con los ángeles ociosos que se dejan llevar por los vientos.
Sus enemigos lo acusaban de robar higos y triciclos, para no hablar de las lamparitas del alumbrado público. Los aviones le producían terror, desde un día en que paseando por El Palomar, un pardo Avro Lincoln casi le arranca la cabeza. Manuel Mandeb ha sido el principal proveedor de anécdotas de Luciano. El pensador árabe cuenta -por ejemplo- las desagradables consecuencias que padeció a causa de su ignorancia del uso de la brújula y la posición de los astros. Así nos refiere que una noche que volaba hacia el estadio de Vélez Sársfield con la ladina intención de colarse, equivocó el camino y descubrió las fuentes mismas del río Matanza. Encontró allí -sostiene Mandeb- grandes poblaciones lacustres, semejantes a las que cundieron en Suiza hace milenios. Tomándolo por un dios, los inocentes pobladores lo agasajaron, le dieron a beber hidromiel, le cedieron a una joven más o menos doncella y le obsequiaron una yunta de gallinas y un florero, único de estos objetos que aún se conserva.
Estos cuentos son muy sospechosos. Sospechosa también es la historia que ubica a Luciano siguiendo una bandada de golondrinas hasta los trópicos o aquella que hace referencia a la lucha con un cóndor bataraz. Cuando comenzaron las calamidades en el barrio de Flores, Luciano decidió partir. Las palomas azules con sus plumas de acero coparon el cielo de la barriada y el volador sintió miedo.
Manuel Mandeb insiste en que antes de irse para siempre, Luciano le contó el secreto de su increíble destreza. Dice Mandeb que un mago extranjero le concedió el don del vuelo, pero le hizo la siguiente prevención: "Volarás, Luciano, pero cuida que quienes lo sepan no escriban nunca tu historia. Cuando alguien la lea, tu poder cesará definitivamente". Esto explica que las hazañas de Luciano sólo se hayan transmitido en forma oral. Ninguno de los literatos de Luciano lo menciona jamás. Gracias a ello Luciano habrá seguido volando hasta el día de hoy, lector impío, en que tus ojos curiosos acaban de desbarrancarlo para siempre.
Este es un cuento suyo que me gusta especialmente:
Casi todos los Hombres Sensibles de Flores conocían a Luciano, el volador. Sabía atender un puesto de diarios en la esquina de Boyacá y la avenida. Sus apologistas pretenden que levantaba quiniela, hecho que no le consta para nada al compilador de estas historias. Por lo demás, a través de todos los mitos de Flores, parece constante el afán de enaltecer el recuerdo de los héroes, atribuyéndoles actividades relacionadas con el juego. Si es verdad lo que se cuenta, Luciano volaba. Sus escasas fotografías nos lo muestran liviano y magro, aunque carente de alas. Una de ellas, que suele utilizarse como prueba de su don, lo registra al costado derecho de un grupo numeroso y sus pies aparecen en el aire, a una cuarta escasa del suelo. Los escépticos atribuyen este efecto a un truco fotográfico o bien a un pequeño salto oportuno.
Sin embargo, la tradición oral de Flores insiste en recordar los vuelos de Luciano. Los más viejos aseguran que, cuando niño, descolgaba los barriletes que se enredaban en los árboles y recobraba las pelotas que caían en los techos del vecindario. Ya mayor, prefirió siempre los vuelos nocturnos. Parece que el cielo sostiene mejor de noche y no se corre el riesgo de llamar la atención de los papanatas.
Excepción hecha de los días de lluvia o de granizo, Luciano prescindía de los colectivos y taxímetros. Un viajecito al centro le insumía apenas diez minutos. Solía aterrizar en las terrazas solitarias y bajar por los ascensores para evitar el escándalo. Siendo volador, Luciano era discreto. Conoció -eso cuentan- el secreto de todos los campanarios de Flores, se cruzó mil veces con las brujas desnudas que sobrevuelan Belgrano y se saludó con los ángeles ociosos que se dejan llevar por los vientos.
Sus enemigos lo acusaban de robar higos y triciclos, para no hablar de las lamparitas del alumbrado público. Los aviones le producían terror, desde un día en que paseando por El Palomar, un pardo Avro Lincoln casi le arranca la cabeza. Manuel Mandeb ha sido el principal proveedor de anécdotas de Luciano. El pensador árabe cuenta -por ejemplo- las desagradables consecuencias que padeció a causa de su ignorancia del uso de la brújula y la posición de los astros. Así nos refiere que una noche que volaba hacia el estadio de Vélez Sársfield con la ladina intención de colarse, equivocó el camino y descubrió las fuentes mismas del río Matanza. Encontró allí -sostiene Mandeb- grandes poblaciones lacustres, semejantes a las que cundieron en Suiza hace milenios. Tomándolo por un dios, los inocentes pobladores lo agasajaron, le dieron a beber hidromiel, le cedieron a una joven más o menos doncella y le obsequiaron una yunta de gallinas y un florero, único de estos objetos que aún se conserva.
Estos cuentos son muy sospechosos. Sospechosa también es la historia que ubica a Luciano siguiendo una bandada de golondrinas hasta los trópicos o aquella que hace referencia a la lucha con un cóndor bataraz. Cuando comenzaron las calamidades en el barrio de Flores, Luciano decidió partir. Las palomas azules con sus plumas de acero coparon el cielo de la barriada y el volador sintió miedo.
Manuel Mandeb insiste en que antes de irse para siempre, Luciano le contó el secreto de su increíble destreza. Dice Mandeb que un mago extranjero le concedió el don del vuelo, pero le hizo la siguiente prevención: "Volarás, Luciano, pero cuida que quienes lo sepan no escriban nunca tu historia. Cuando alguien la lea, tu poder cesará definitivamente". Esto explica que las hazañas de Luciano sólo se hayan transmitido en forma oral. Ninguno de los literatos de Luciano lo menciona jamás. Gracias a ello Luciano habrá seguido volando hasta el día de hoy, lector impío, en que tus ojos curiosos acaban de desbarrancarlo para siempre.
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