¿No os asalta en ocasiones la impresión de estar moviéndoos como a cámara lenta, a la manera de una de esas películas en las que de repente todo se ralentiza y la escena avanza mediante movimientos parsimoniosos y rígidos? Es una sensación extraña, como de no acabar de despertar del todo y seguir con las legañas pegadas a los ojos y la visión todavía velada por los restos de sueño. En cierto modo vendría a ser una especie de vivir a través del espejo, de un espejo insondable que apenas si proyecta una visión inconexa y fugaz de nosotros mismos. En tales casos hasta los sonidos se antojan irreales, murmullos y bisbiseos deslavazados, voces internas que se confunden con los discordantes rumores que desde el exterior nos asaltan como ventosos silbidos.
Y luego, súbitamente, como si una lágrima ácida diluyese la niebla que se había adosado a la retina, despertamos y todo retorna a la normalidad, el mundo recupera ante nuestros ojos su ritmo habitual y las escenas comienzan a tener de nuevo una cadencia de movimientos acorde a lo que de ellas se espera. Nos percatamos entonces de que la fuga se ha circunscrito únicamente a nosotros, que durante el tiempo (a veces minutos, a veces días, a veces años) que anduvimos en esa especie de universo ralentizado, el mundo, ajeno a nuestro brumoso desdoblamiento astral, había continuado desplazándose como si nada, proseguido la vida su curso con sus miserias y sus apogeos, encadenadas las estaciones una detrás de la otra, como siempre, continuado el caer de las hojas en otoño y su renacimiento en primavera, incesante el despliegue de aromas y colores con que las flores acostumbran a obsequiar a nuestros sentidos, sucedido la habitual alternancia de frío y calor... El eclipse había sido, pues, sólo nuestro.
Se trata en definitiva de eso, de un despertar, porque el mundo no duerme por mucho que nosotros podamos hacerlo, y al volver a él luego de nuestro circunstancial letargo, nos topamos de nuevo con una realidad que, aunque sea cierto que en ocasiones resulte áspera, no lo es menos que a menudo hace también vibrar nuestra piel con el grato hormigueo que provocan los pequeños gestos: un beso furtivo, un pícaro guiño de ojos, una sonrisa tímida que, como el sutil aleteo de una mariposa, viene a insinuarse en la comisura de unos labios rosados, la risa franca de un muchacho, la tibieza de una caricia suave o el sensual recorrido de unas manos que a su paso hacen estremecer la piel de quien las acoge. Gestos en definitiva que nos hacen renacer y ser conscientes de que habíamos estado viviendo a cámara lenta.
Y luego, súbitamente, como si una lágrima ácida diluyese la niebla que se había adosado a la retina, despertamos y todo retorna a la normalidad, el mundo recupera ante nuestros ojos su ritmo habitual y las escenas comienzan a tener de nuevo una cadencia de movimientos acorde a lo que de ellas se espera. Nos percatamos entonces de que la fuga se ha circunscrito únicamente a nosotros, que durante el tiempo (a veces minutos, a veces días, a veces años) que anduvimos en esa especie de universo ralentizado, el mundo, ajeno a nuestro brumoso desdoblamiento astral, había continuado desplazándose como si nada, proseguido la vida su curso con sus miserias y sus apogeos, encadenadas las estaciones una detrás de la otra, como siempre, continuado el caer de las hojas en otoño y su renacimiento en primavera, incesante el despliegue de aromas y colores con que las flores acostumbran a obsequiar a nuestros sentidos, sucedido la habitual alternancia de frío y calor... El eclipse había sido, pues, sólo nuestro.
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