Como si fuera Amy Winehouse, David Cameron ha dicho no, no y no. “No queremos
estar en la moneda única, no queremos estar en la zona libre de fronteras
[Schengen] y no queremos estar en este nuevo tratado”. Y, a diferencia de la
película de James Bond, Never say never again, Nunca digas nunca
jamás, ha pronunciado la fatídica palabra. El Reino Unido “nunca” se
incorporará al euro, ha declarado al rechazar el acuerdo alcanzado en Bruselas
para un pacto fiscal y salvar el euro.
Visto desde el continente, esta postura aísla al Reino Unido del resto de
Europa y debilita su influencia en la Unión como, efectivamente, así es. Visto
desde el otro lado del Canal de la Mancha, Londres finalmente ha ganado una gran
batalla que había sido aplazada en el tiempo.
Con la rotunda negativa británica a suscribir la reforma del Tratado de la
UE, y la también rotunda negativa de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy a ceder
ante ninguna de las condiciones planteadas por Cameron, el primer ministro ha
podido regresar al Reino Unido como un héroe. Encima podrá ahorrarse el desgaste
político que le acarrearía la convocatoria de un referéndum sobre la pertenencia
de su país a la UE, referéndum en el que habían insistido los euroescépticos que
son muchos, y más todavía en el partido conservador, en el caso en que se
reformara el actual tratado.
Margaret Thatcher también ganó una gran batalla en Bruselas. “Quiero que
me
devuelvan mi dinero”, era un mantra que la dama de hierro repetía
incansablemente, allá por los años 80, hasta que al final consiguió que le
devolvieran el llamado cheque británico, un reintegro de parte de las
aportaciones que hacía, y sigue haciendo, Londres. Era una época en que gran
parte del presupuesto comunitario se la llevaba la política agrícola común
(básicamente, el campo francés). En el Reino Unido el peso de la agricultura era
menor y por tanto se beneficiaba en menor medida de aquella política.
Las relaciones de la isla con el continente, por usar el vocabulario
euroescéptico radical, siempre han sido tormentosas. Lo fueron desde los
inicios, cuando Londres se negó a firmar el Tratado de Paris (1951) por el que
se creaba la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), embrión de la
Unión Europea. Y lo han seguido siendo pese a la incorporación del Reino Unido
(1973) a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). La permanencia de
Londres en la UE ha sido la historia de una anormalidad hecha de numerosas
excepciones.
La victoria de Cameron es grande, pero puede ser de corta duración. La
convivencia de conservadores y liberaldemócratas en el Gobierno puede sufrir
tensiones ya que, contrariamente al partido de Cameron, el de Nick Clegg es
mayoritariamente pro-europeo. Y si ahora a Cameron se le compara con Margaret
Thatcher por haberse plantado ante Bruselas dando carnaza al euroescepticismo
rampante, no está de más recordar que a la dama de hierro la apuñalaron por la
espalda sus propios correligionarios tories, precisamente por su total
inflexibilidad con Europa.
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estar en la moneda única, no queremos estar en la zona libre de fronteras
[Schengen] y no queremos estar en este nuevo tratado”. Y, a diferencia de la
película de James Bond, Never say never again, Nunca digas nunca
jamás, ha pronunciado la fatídica palabra. El Reino Unido “nunca” se
incorporará al euro, ha declarado al rechazar el acuerdo alcanzado en Bruselas
para un pacto fiscal y salvar el euro.
Visto desde el continente, esta postura aísla al Reino Unido del resto de
Europa y debilita su influencia en la Unión como, efectivamente, así es. Visto
desde el otro lado del Canal de la Mancha, Londres finalmente ha ganado una gran
batalla que había sido aplazada en el tiempo.
Con la rotunda negativa británica a suscribir la reforma del Tratado de la
UE, y la también rotunda negativa de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy a ceder
ante ninguna de las condiciones planteadas por Cameron, el primer ministro ha
podido regresar al Reino Unido como un héroe. Encima podrá ahorrarse el desgaste
político que le acarrearía la convocatoria de un referéndum sobre la pertenencia
de su país a la UE, referéndum en el que habían insistido los euroescépticos que
son muchos, y más todavía en el partido conservador, en el caso en que se
reformara el actual tratado.
Margaret Thatcher también ganó una gran batalla en Bruselas. “Quiero que
me
devuelvan mi dinero”, era un mantra que la dama de hierro repetía
incansablemente, allá por los años 80, hasta que al final consiguió que le
devolvieran el llamado cheque británico, un reintegro de parte de las
aportaciones que hacía, y sigue haciendo, Londres. Era una época en que gran
parte del presupuesto comunitario se la llevaba la política agrícola común
(básicamente, el campo francés). En el Reino Unido el peso de la agricultura era
menor y por tanto se beneficiaba en menor medida de aquella política.
Las relaciones de la isla con el continente, por usar el vocabulario
euroescéptico radical, siempre han sido tormentosas. Lo fueron desde los
inicios, cuando Londres se negó a firmar el Tratado de Paris (1951) por el que
se creaba la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), embrión de la
Unión Europea. Y lo han seguido siendo pese a la incorporación del Reino Unido
(1973) a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). La permanencia de
Londres en la UE ha sido la historia de una anormalidad hecha de numerosas
excepciones.
La victoria de Cameron es grande, pero puede ser de corta duración. La
convivencia de conservadores y liberaldemócratas en el Gobierno puede sufrir
tensiones ya que, contrariamente al partido de Cameron, el de Nick Clegg es
mayoritariamente pro-europeo. Y si ahora a Cameron se le compara con Margaret
Thatcher por haberse plantado ante Bruselas dando carnaza al euroescepticismo
rampante, no está de más recordar que a la dama de hierro la apuñalaron por la
espalda sus propios correligionarios tories, precisamente por su total
inflexibilidad con Europa.
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