"Cierto día, en el agua, un cangrejo le había pinchado un dedo gordo del pie; por tan fútil motivo lanzaba unos gemidos dignos de los héroes de la Antigüedad, que se clavaban en el alma y daban la impresión de haber ocurrido una horrible desgracia. Todo parecía indicar que Fuggièro se creía afectado por la herida más envenenada del mundo.
Se arrastró a gatas hasta la tierra, revolcábase dando a entender unos dolores que parecían insoportables y ululando gritaba: —¡Ohi! ¡Oimè! —rechazando las trágicas conjuraciones de su madre y las exhortaciones de los demás presentes, con violentas brazadas y patadas distribuidas a diestro y siniestro. La escena atrajo espectadores de toda la playa. Fue llamado un médico; aquel mismo que formulara sobre nuestra tos ferina un juicio tan sensato; una vez más se le brindó ocasión para demostrar su lealtad científica. Al mismo tiempo que intentaba consolar amablemente al pilluelo, declaró la insignificancia de la herida y recomendó al paciente que volviera al agua para refrescar la mordedura minúscula. Pero en vez de escucharle, como si se tratase de un herido o de un ahogado, Fuggièro fue llevado de la playa sobre una camilla improvisada, seguida por un nutrido cortejo.
A la mañana siguiente, fingiendo que lo hacía por descuido y sin intención, volvió a dedicarse a destruir los castillos de arena de los demás niños. En una palabra, era un monstruo.
Por lo demás, aquel muchacho de doce años pertenecía a los principales representantes de un general estado de ánimo muy difícil de captar y que nos estropeó una estancia tan encantadora, haciéndola poco segura. Por decir así, el ambiente carecía de inocencia y de libertad; todo aquel público se vigilaba mutuamente, sin que pudiera descubrirse en un principio en qué sentido y con qué fin; se vanagloriaba, exhibía suma gravedad y gentileza, así como un amor al honor siempre en acecho… ¿Mas, por qué? No se tardaba en comprender que todo era política y que se encontraba en juego la idea misma de la nación. En efecto, en la playa pululaban niños patrioteros, fenómeno anormal y deprimente."
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Algún párrafo significativo irá cayendo según voy leyendo.
Se arrastró a gatas hasta la tierra, revolcábase dando a entender unos dolores que parecían insoportables y ululando gritaba: —¡Ohi! ¡Oimè! —rechazando las trágicas conjuraciones de su madre y las exhortaciones de los demás presentes, con violentas brazadas y patadas distribuidas a diestro y siniestro. La escena atrajo espectadores de toda la playa. Fue llamado un médico; aquel mismo que formulara sobre nuestra tos ferina un juicio tan sensato; una vez más se le brindó ocasión para demostrar su lealtad científica. Al mismo tiempo que intentaba consolar amablemente al pilluelo, declaró la insignificancia de la herida y recomendó al paciente que volviera al agua para refrescar la mordedura minúscula. Pero en vez de escucharle, como si se tratase de un herido o de un ahogado, Fuggièro fue llevado de la playa sobre una camilla improvisada, seguida por un nutrido cortejo.
A la mañana siguiente, fingiendo que lo hacía por descuido y sin intención, volvió a dedicarse a destruir los castillos de arena de los demás niños. En una palabra, era un monstruo.
Por lo demás, aquel muchacho de doce años pertenecía a los principales representantes de un general estado de ánimo muy difícil de captar y que nos estropeó una estancia tan encantadora, haciéndola poco segura. Por decir así, el ambiente carecía de inocencia y de libertad; todo aquel público se vigilaba mutuamente, sin que pudiera descubrirse en un principio en qué sentido y con qué fin; se vanagloriaba, exhibía suma gravedad y gentileza, así como un amor al honor siempre en acecho… ¿Mas, por qué? No se tardaba en comprender que todo era política y que se encontraba en juego la idea misma de la nación. En efecto, en la playa pululaban niños patrioteros, fenómeno anormal y deprimente."
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