ChatGPT y la mierda de pato
El miedo de la humanidad a los autómatas se remonta a la antigüedad, pero uno de los mayores impactos en el imaginario colectivo ocurrió en una fecha más reciente. Fue el 30 de mayo de 1739, cuando el inventor francés Jacques de Vaucanson presentó ante la sociedad parisina un pato mecánico que movía las alas y graznaba. El ingeniero había sorprendido antes con dos autómatas con forma humana, El Flautista y El Tamborilero, que se movían y reproducían canciones, pero aquel Canard digérateur (algo así como “el pato con aparato digestivo”) dejó boquiabierta a la sociedad de la época porque era capaz de comer, beber… y defecar.
“Si fuera solo un pato artificial que pudiera caminar y nadar, no sería nada especial”, escribió el viajero inglés Joseph Spence tras verlo con sus propios ojos. “Pero este pato come, bebe, digiere y c-ga” [el pudor es suyo, pues escribió ‘sh-ts’ para no poner “shits”]. Durante semanas, miles de parisinos hicieron cola para ver aquel prodigio, que comía con gran apetito y un rato después, en la descripción del cronista inglés, se acicalaba las plumas, se quedaba quieto y se aliviaba con alegría.
Aquellos ingenios de Vaucanson causaron tal impresión en D’Alembert y Diderot que incluyeron en la primera edición de la Enciclopedia una entrada para la palabra “autómata” y otra para el novedoso concepto de “androide” (“autómata de figura humana”), iniciando un camino que llevaría a la postre a la creación de la palabra “robot” por el checo Karel Capek, a las leyes de Asimov y a las pesadillas de ficción como Terminator. Lo interesante es que más adelante se descubrió que el artefacto que había dado lugar a aquellas fantasías tenía trampa; el maíz que ingería el pato se almacenaba en un compartimento y los excrementos consistían en una pasta verde preparada previamente en otro cajón para ser expulsada. Vaucanson había tomado el pelo a la humanidad durante más de un siglo.
En los últimos meses andamos todos agitadísimos con una nueva versión del pato mecánico, en forma de una Inteligencia Artificial que ‘caga’ conversaciones y las hace pasar por pensamientos inteligentes. El sistema que permite funcionar el ChatGPT y las otras versiones generativas de Open AI es, desde luego, mucho más sofisticado que los resortes del ave mecánica pero, a la vista de la cantidad de personas que están comprando el argumento de que las máquinas han adquirido ‘consciencia’, se diría que la historia se repite.
No se puede negar que existe una amenaza real y que la velocidad a la que avanzan estos sistemas produce vértigo. Los gobiernos de todo el mundo hacen bien en abordar el asunto y estudiar cómo afrontar el peligro que puede tener la proliferación de estos sistemas generativos en la suplantación de personas, la alteración del funcionamiento de las instituciones, el uso de algoritmos sesgados y la utilización ilícita de datos personales y creaciones de terceros. Pero en medio de toda esta burbuja mediática conviene huir de quienes advierten, interesadamente, de que se avecina el fin de los tiempos.
En una charla reciente, por ejemplo, el popular escritor y gurú Yuval Noah Harari mezclaba algunas preocupaciones razonables con anuncios grandilocuentes como que “la IA ha hackeado el sistema operativo de la civilización humana” (en referencia al lenguaje) y que, si no lo frenamos a tiempo, nos espera el apocalipsis. Entre las advertencias que lanzan Harari y otros líderes de opinión está el convencimiento de que estas máquinas en apariencia pensantes “crearán mentiras persuasivas a un nivel nunca visto” y manipularán nuestros mercados y nuestro sistema político para poner en peligro a la democracia misma.
La pregunta que cabe hacerse es dónde han estado estas voces críticas en los últimos quince años. Porque todas esas artimañas han sido puestas en práctica con insistencia e impunidad por seres humanos, en ocasiones por los mismos que financian estos proyectos y firman manifiestos para pedir que se frenen. Como muestra, entre los firmantes de la carta abierta para pedir una moratoria de la IA figuraba Harari junto a Elon Musk, promotor de la empresa Open AI y conocido defensor de la democracia y los lanzallamas.
El propio director de la empresa creadora del ChatGPT, Sam Altman, pedía esta semana al Congreso de Estados Unidos que regulara la inteligencia artificial que él mismo produce, en una especie de juego de trilero para que miremos al algoritmo intangible en vez de al ser humano que mueve los resortes. Demasiadas incongruencias como para no preguntarse si alguno de estos señores no traerá un cajón lleno de mierda de pato bajo el brazo.
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El miedo de la humanidad a los autómatas se remonta a la antigüedad, pero uno de los mayores impactos en el imaginario colectivo ocurrió en una fecha más reciente. Fue el 30 de mayo de 1739, cuando el inventor francés Jacques de Vaucanson presentó ante la sociedad parisina un pato mecánico que movía las alas y graznaba. El ingeniero había sorprendido antes con dos autómatas con forma humana, El Flautista y El Tamborilero, que se movían y reproducían canciones, pero aquel Canard digérateur (algo así como “el pato con aparato digestivo”) dejó boquiabierta a la sociedad de la época porque era capaz de comer, beber… y defecar.
“Si fuera solo un pato artificial que pudiera caminar y nadar, no sería nada especial”, escribió el viajero inglés Joseph Spence tras verlo con sus propios ojos. “Pero este pato come, bebe, digiere y c-ga” [el pudor es suyo, pues escribió ‘sh-ts’ para no poner “shits”]. Durante semanas, miles de parisinos hicieron cola para ver aquel prodigio, que comía con gran apetito y un rato después, en la descripción del cronista inglés, se acicalaba las plumas, se quedaba quieto y se aliviaba con alegría.
Aquellos ingenios de Vaucanson causaron tal impresión en D’Alembert y Diderot que incluyeron en la primera edición de la Enciclopedia una entrada para la palabra “autómata” y otra para el novedoso concepto de “androide” (“autómata de figura humana”), iniciando un camino que llevaría a la postre a la creación de la palabra “robot” por el checo Karel Capek, a las leyes de Asimov y a las pesadillas de ficción como Terminator. Lo interesante es que más adelante se descubrió que el artefacto que había dado lugar a aquellas fantasías tenía trampa; el maíz que ingería el pato se almacenaba en un compartimento y los excrementos consistían en una pasta verde preparada previamente en otro cajón para ser expulsada. Vaucanson había tomado el pelo a la humanidad durante más de un siglo.
En los últimos meses andamos todos agitadísimos con una nueva versión del pato mecánico, en forma de una Inteligencia Artificial que ‘caga’ conversaciones y las hace pasar por pensamientos inteligentes. El sistema que permite funcionar el ChatGPT y las otras versiones generativas de Open AI es, desde luego, mucho más sofisticado que los resortes del ave mecánica pero, a la vista de la cantidad de personas que están comprando el argumento de que las máquinas han adquirido ‘consciencia’, se diría que la historia se repite.
No se puede negar que existe una amenaza real y que la velocidad a la que avanzan estos sistemas produce vértigo. Los gobiernos de todo el mundo hacen bien en abordar el asunto y estudiar cómo afrontar el peligro que puede tener la proliferación de estos sistemas generativos en la suplantación de personas, la alteración del funcionamiento de las instituciones, el uso de algoritmos sesgados y la utilización ilícita de datos personales y creaciones de terceros. Pero en medio de toda esta burbuja mediática conviene huir de quienes advierten, interesadamente, de que se avecina el fin de los tiempos.
En una charla reciente, por ejemplo, el popular escritor y gurú Yuval Noah Harari mezclaba algunas preocupaciones razonables con anuncios grandilocuentes como que “la IA ha hackeado el sistema operativo de la civilización humana” (en referencia al lenguaje) y que, si no lo frenamos a tiempo, nos espera el apocalipsis. Entre las advertencias que lanzan Harari y otros líderes de opinión está el convencimiento de que estas máquinas en apariencia pensantes “crearán mentiras persuasivas a un nivel nunca visto” y manipularán nuestros mercados y nuestro sistema político para poner en peligro a la democracia misma.
La pregunta que cabe hacerse es dónde han estado estas voces críticas en los últimos quince años. Porque todas esas artimañas han sido puestas en práctica con insistencia e impunidad por seres humanos, en ocasiones por los mismos que financian estos proyectos y firman manifiestos para pedir que se frenen. Como muestra, entre los firmantes de la carta abierta para pedir una moratoria de la IA figuraba Harari junto a Elon Musk, promotor de la empresa Open AI y conocido defensor de la democracia y los lanzallamas.
El propio director de la empresa creadora del ChatGPT, Sam Altman, pedía esta semana al Congreso de Estados Unidos que regulara la inteligencia artificial que él mismo produce, en una especie de juego de trilero para que miremos al algoritmo intangible en vez de al ser humano que mueve los resortes. Demasiadas incongruencias como para no preguntarse si alguno de estos señores no traerá un cajón lleno de mierda de pato bajo el brazo.
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