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Siempre me llamó la atención, de manera muy acusada, la actitud de mi vecino del bajo derecha. Era el hombre más insociable que se haya visto. No se relacionaba con nadie; con nadie tenía el menor cruce de palabras, ni el más elemental “buenos días” ni mucho menos algo más sustancial. Nada de nada de nada...
Le molestaba todo el mundo. Los niños principalmente, que son, bajo mi crieterio, la alegría de esta vida; no hay nada más hermoso y alegre que ver a los niños jugar, corretear, gritar… Pero él no podía con todo ello; le sublevaban si jugaban bajo su ventana, y la cerraba a cal y canto, o desde ellas les gritaba de manera ensordecedora para acobardarlos, y ellos, en su inocencia, salían corriendo como si vieran al mismo demonio o al hombre del saco, aunque riendo. En realidad ya sabían que era un infeliz.
Otro grupo para él insoportable eran los ancianos; así como si él estuviera en la plenitud de la juventud, pues de los sesenta no bajaba, pero cualquier cosa le importaba bien poco o nada, era la necesidad de ausentarse de toda compañía, como si la vida lo hubiese tratado tan mal que la convivencia cercana a un ser humano fuera para él una maldición. ¿Y qué decir de las mujeres? Las detestaba tanto si eran calladas como parlanchinas, jóvenes o viejas, altas o bajas, rubias o morenas... Su sola presencia cercana a él era motivo de murmuraciones malcaradas y miradas de reproche.
No asistía a las juntas vecinales; era incapaz de unirse a cualquier grupo que celebrase cualquier acontecimiento. Era tal su insociabilidad, que ni a un funeral se acercaba para dar las normales condolencias a la familia del difunto. Era agrio, bronco, malhablado, con cierto tinte de déspota y mucho de resabiado.
Los vecinos, cierto día, tratamos el asunto. Nos dolía, ciertamente, verle sumido en su desgracia, y se llegó a la conclusión que su insociabilidad pudiera ser motivada por los demás, porque en algún lugar o momento, la sociedad le diera la espalda, y él, en venganza, ahora se la daba a todo el mundo, por mucho que parte de ese mundo, sus actuales vecinos, tuvieran la inclinación de acercarse a él con buenos propósitos de amistad vecinal.
Belinda, la señora del ático, una mujer ya entrada en los ochenta años, que por su saber, su desbordante alegría de vivir, su dulzura, su disponibilidad para ayudar a cualquiera sin pedir a cambio nada, una verdadera vecina para todos y todos buenos vecinos con ella por esa conducta innata de afabilidad y entrega, un día, al estar reunidos en el jardín de la urbanización, nos hizo esta pregunta:
—Seamos sinceros, y hagámonos a nosotros mismos esta pregunta que yo me hago mirando la foto de nuestro vecino al que llamáis “el insocial”, si tuvierais ese careto, ¿acaso no tendríais el mismo comportamiento? Una desgracia así es como para estar con la humanidad, no ya enfadado, sino hasta los mismísimos, y con ganas de estrangularla.
Aquí tienen esa foto. Juzguen ustedes.
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El Postiguet
¿Por qué se declaraba ANTI SOCIAL?
Siempre me llamó la atención, de manera muy acusada, la actitud de mi vecino del bajo derecha. Era el hombre más insociable que se haya visto. No se relacionaba con nadie; con nadie tenía el menor cruce de palabras, ni el más elemental “buenos días” ni mucho menos algo más sustancial. Nada de nada de nada...
Le molestaba todo el mundo. Los niños principalmente, que son, bajo mi crieterio, la alegría de esta vida; no hay nada más hermoso y alegre que ver a los niños jugar, corretear, gritar… Pero él no podía con todo ello; le sublevaban si jugaban bajo su ventana, y la cerraba a cal y canto, o desde ellas les gritaba de manera ensordecedora para acobardarlos, y ellos, en su inocencia, salían corriendo como si vieran al mismo demonio o al hombre del saco, aunque riendo. En realidad ya sabían que era un infeliz.
Otro grupo para él insoportable eran los ancianos; así como si él estuviera en la plenitud de la juventud, pues de los sesenta no bajaba, pero cualquier cosa le importaba bien poco o nada, era la necesidad de ausentarse de toda compañía, como si la vida lo hubiese tratado tan mal que la convivencia cercana a un ser humano fuera para él una maldición. ¿Y qué decir de las mujeres? Las detestaba tanto si eran calladas como parlanchinas, jóvenes o viejas, altas o bajas, rubias o morenas... Su sola presencia cercana a él era motivo de murmuraciones malcaradas y miradas de reproche.
No asistía a las juntas vecinales; era incapaz de unirse a cualquier grupo que celebrase cualquier acontecimiento. Era tal su insociabilidad, que ni a un funeral se acercaba para dar las normales condolencias a la familia del difunto. Era agrio, bronco, malhablado, con cierto tinte de déspota y mucho de resabiado.
Los vecinos, cierto día, tratamos el asunto. Nos dolía, ciertamente, verle sumido en su desgracia, y se llegó a la conclusión que su insociabilidad pudiera ser motivada por los demás, porque en algún lugar o momento, la sociedad le diera la espalda, y él, en venganza, ahora se la daba a todo el mundo, por mucho que parte de ese mundo, sus actuales vecinos, tuvieran la inclinación de acercarse a él con buenos propósitos de amistad vecinal.
Belinda, la señora del ático, una mujer ya entrada en los ochenta años, que por su saber, su desbordante alegría de vivir, su dulzura, su disponibilidad para ayudar a cualquiera sin pedir a cambio nada, una verdadera vecina para todos y todos buenos vecinos con ella por esa conducta innata de afabilidad y entrega, un día, al estar reunidos en el jardín de la urbanización, nos hizo esta pregunta:
—Seamos sinceros, y hagámonos a nosotros mismos esta pregunta que yo me hago mirando la foto de nuestro vecino al que llamáis “el insocial”, si tuvierais ese careto, ¿acaso no tendríais el mismo comportamiento? Una desgracia así es como para estar con la humanidad, no ya enfadado, sino hasta los mismísimos, y con ganas de estrangularla.
Aquí tienen esa foto. Juzguen ustedes.
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El Postiguet
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