El matrimonio entre Batty y El Postiguet, tocaba ya a su fin. Una serie de circunstancias hicieron que el entendimiento fuera a menos y que, el amor de un principio, ya no fuera tan fuerte como cuando nació hacía ya quince años.
Batty, que siempre demostró ser más decidida, fue quien así se lo comunicó a El Postiguet, y a éste, tal noticia no le supo bien, porque pese a todo seguía amándola, quizá no de la misma manera apasionada que al principio, pero seguía amándola según su parecer, respetándola y sintiendo hacia ella una necesidad de tenerla a su lado, y ya que las circunstancias no les permitieron tener descendencia, cuidarla hasta que, como juraron al pie del altar de la iglesia de santa Catalina, allá en su pueblo tarraconense, la muerte los separase.
Iban, ese día, camino hacia una población cercana a los Pirineos. Conducía El Postiguet, y en el coche se creó una atmósfera casi irrespirable por la insistencia de Batty de que el asunto debía terminar, bien, y cuanto antes. Que el divorcio fuera inminente. El Postiguet quiso interrogarla acerca de si había otro hombre en su vida, cosa que Batty negó, pero que ya no podía más seguir a su lado, y no porque él le hiciera la vida imposible, sino porque esa vida ya no tenía sentido para ella. Hubo, en esa trayectoria por aquella carretera intransitada, estrecha y por zonas boscosas, un ambiente de crispación; las voces, al principio susurrantes, se fueron elevando de tono, se dijeron frases, por una y otro, poco edificantes que crearon más crispación, más nervios, y un estado de culpabilidad echados en cara que aconsejaban terminar.
En un determinado momento Batty pidió a El Postiguet que parara el vehículo, que deseaba bajar. Él, así hizo, y preguntó a Batty, una vez apeada del coche, qué debían hacer. Ella, que había cogido su bolso de mano, le insistió que se marchara y allí la dejara. Esto no agradó al Postiguet, la noche ya se acercaba y por aquella carretera no pasaba ni un alma; insistió en que subiera, y ella, tozuda, dijo que no, y tomó camino de regreso andando en un lugar, cuya estrechez de la carretera, casi impedía que El Postiguet modificara su rumbo. Fue tanta la crispación y el desentendimiento entre ambos, que El Postiguet aceleró el coche y a una velocidad de locos siguió su curso.
En el rostro de Batty se asomó una sonrisa casi satánica. En el momento más álgido de la disputa, ella vio lo que El Postiguet no pudo ver unos doscientos metros antes: una señal de tráfico en la que avisaba que, por circunstancias de una fuerte riada, la carretera estaba cortada ante un precipicio. Al poco tiempo, un estruendo terrible se expandió por aquellas montañas; el coche de El Postiguet no pudo frenar su acelerada marcha, y dio con la carretera cortada despeñándose por el barranco. Las vallas que impedían el paso, no pudieron soportar el fuerte impacto.
Mañana, dijo Batty, tras oír el estruendo, visitaré al Notario para que me informe detalladamente sobre la herencia.
El Postiguet
Batty, que siempre demostró ser más decidida, fue quien así se lo comunicó a El Postiguet, y a éste, tal noticia no le supo bien, porque pese a todo seguía amándola, quizá no de la misma manera apasionada que al principio, pero seguía amándola según su parecer, respetándola y sintiendo hacia ella una necesidad de tenerla a su lado, y ya que las circunstancias no les permitieron tener descendencia, cuidarla hasta que, como juraron al pie del altar de la iglesia de santa Catalina, allá en su pueblo tarraconense, la muerte los separase.
Iban, ese día, camino hacia una población cercana a los Pirineos. Conducía El Postiguet, y en el coche se creó una atmósfera casi irrespirable por la insistencia de Batty de que el asunto debía terminar, bien, y cuanto antes. Que el divorcio fuera inminente. El Postiguet quiso interrogarla acerca de si había otro hombre en su vida, cosa que Batty negó, pero que ya no podía más seguir a su lado, y no porque él le hiciera la vida imposible, sino porque esa vida ya no tenía sentido para ella. Hubo, en esa trayectoria por aquella carretera intransitada, estrecha y por zonas boscosas, un ambiente de crispación; las voces, al principio susurrantes, se fueron elevando de tono, se dijeron frases, por una y otro, poco edificantes que crearon más crispación, más nervios, y un estado de culpabilidad echados en cara que aconsejaban terminar.
En un determinado momento Batty pidió a El Postiguet que parara el vehículo, que deseaba bajar. Él, así hizo, y preguntó a Batty, una vez apeada del coche, qué debían hacer. Ella, que había cogido su bolso de mano, le insistió que se marchara y allí la dejara. Esto no agradó al Postiguet, la noche ya se acercaba y por aquella carretera no pasaba ni un alma; insistió en que subiera, y ella, tozuda, dijo que no, y tomó camino de regreso andando en un lugar, cuya estrechez de la carretera, casi impedía que El Postiguet modificara su rumbo. Fue tanta la crispación y el desentendimiento entre ambos, que El Postiguet aceleró el coche y a una velocidad de locos siguió su curso.
En el rostro de Batty se asomó una sonrisa casi satánica. En el momento más álgido de la disputa, ella vio lo que El Postiguet no pudo ver unos doscientos metros antes: una señal de tráfico en la que avisaba que, por circunstancias de una fuerte riada, la carretera estaba cortada ante un precipicio. Al poco tiempo, un estruendo terrible se expandió por aquellas montañas; el coche de El Postiguet no pudo frenar su acelerada marcha, y dio con la carretera cortada despeñándose por el barranco. Las vallas que impedían el paso, no pudieron soportar el fuerte impacto.
Mañana, dijo Batty, tras oír el estruendo, visitaré al Notario para que me informe detalladamente sobre la herencia.
El Postiguet
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