Este relato, no es mio, pero es uno de los que he leido en mi vida que mas me ha impresionado, por eso lo pongo hoy aquí...
CURZIO MALAPARTE (“LA PIEL”)
Jamás he querido tanto a una mujer, a una hermana, a un amigo, como a Febo. Era un perro como yo. Era un ser noble, el ser más noble que jamás he encontrado en la vida. Era de aquella raza de lebreles, raros hoy día...
Era un perro triste, de ojos graves. Todas las tardes pasábamos largas horas en el umbral ventoso de mis casa, contemplando el mar. (...)
Durante todo el tiempo que pasamos en Pisa, estábamos casi constantemente encerrados en casa, y sólo hacia mediodía salíamos a andar un paseo,,,Febo pasaba largas horas acostado a mis pies y de vez en cuando se levantaba, se acercaba a la puerta y se volvía a mirarme. Yo iba a abrirle la puerta y Febo se marchaba y volvía al cabo de una hora, de dos horas. Por la noche, levantaba la cabeza para oír la voz del río, la voz de la lluvia sobre el río. Y yo, acaso despertándome, sentía sobre mi su mirada tibia y suave, aquella presencia suya viva y afectuosa en la estancia oscura y aquella tristeza suya, aquel desierto presentimiento suyo de la muerte.
Un día salió y no volvió más. Lo esperé hasta la noche y por fin me decidí a buscarlo por las calles llamándolo por su nombre. Regresé a casa a altas horas de la noche y me arrojé sobre el lecho con el rostro hacia la puerta entornada. De vez en cuando me asomaba a la ventana y lo llamaba largo rato, gritando. Al alba corrí de nuevo por las calles desiertas, por entre las mudas fachadas de las casas que, bajo el cielo lívido, parecían de papel sucio.
Apenas se hizo de día corrí al depósito municipal de perros. Entré en una estancia gris, donde, encerrados en fétidas jaulas, gemían perros con el cuello segado todavía por la correa de los laceros. El guardián me dijo que quizás mi perro había acabado bajo las ruedas de un automóvil o había sido robado...
Toda la mañana anduve de canal en canal y finalmente, un esquilador me preguntó si había ido a la Clínica Veterinaria de la Universidad a la cual los ladrones de perros venden por poco dinero los animales domésticos para los experimentos clínicos. Corrí a la Universidad, pero era pasado ya mediodía y la Clínica estaba cerrada.
Volvía a casa; sentía en los ojos un algo frío, duro, resbaladizo; me parecía tener los ojos de cristal.
Por la tarde fui de nuevo a la Universidad y entré en la Clínica Veterinaria. El corazón me latía, no podía casi caminar, tal era mi debilidad y mi angustia. Pregunté por el médico de guardia y le di mi nombre.
El médico, un hombre joven y rubio, miope, me acogió cortésmente y me miró largamente antes de contestarme que haría todo lo posible por ayudarme.
Abrió una puerta y entramos en una gran habitación nítida, reluciente, con el pavimento cubierto de linóleo azul. A lo largo de las paredes estaban alineadas, una al lado de otra, como las camas de una clínica para la infancia, extrañas cunas de forma de violonchelo; en casa una de aquellas cunas estaba tendido sobre la espalda un perro con el vientre abierto, o el cráneo partido o el pecho en canal.
Tenues hilos de acero, enroscados en aquella especia de clavijas de madera como en los instrumentos de cuerda, mantenían abiertos los labios de alguna horrenda herida; se veía latir el corazón al descubierto, los pulmones, las ramificaciones de los bronquios como ramas de árboles hincharse, como la copa de un árbol al respiro del viento, el hígado rojo y brillante contraerse lentamente, leves estremecimientos correr sobre la pulpa blanca del cerebro como en un espejo empañado, las circunvalaciones de los intestinos desarrollarse lentamente como los anillos de una serpiente al salir del letargo. Y ni un gemido salía de la boca de los perros crucificados.
Al entrar, todos los perros volvieron la vista hacia nosotros con una expresión imploradora y al propio tiempo llenos de una atroz sospecha; seguían con la mirada nuestros ademanes; nos espiaban con los labios temblando. Inmóvil en medio de la sala, sentía mi sangre helada recorrer mis miembros. No podía cerrar los labios, no podía dar un paso. El médico apoyò su mano sobre mi brazo y me dijo: “!Valor!”
Esta palabra me quitó el hielo de los huesos, lentamente me moví, me incliné sobre la primera cuna. Y a medida que avanzaba de una cuna a otra la esperanza renacía en mí. De repente vi a Febo.
Estaba tumbado sobre el dorso, el vientre abierto, una sonda metida en el hígado. Me miraba fijamente y tenía los ojos llenos de lágrimas. Tenía en la mirada una maravillosa dulzura. Respiraba levemente, con la boca medio cerrada, presa de un temblor horrible. Me miraba fijamente y un dolor atroz socavaba mi pecho. Febo, dije en voz baja. Y Febo me miraba con una maravillosa dulzura en los ojos. Vi en él a Cristo, Cristo crucificado, vi a Cristo que me miraba con una inmensa dulzura maravillosa. Febo, dije en voz baja inclinándome sobre él, acariciándole la frente. Febo me besó la mano y no emitió un gemido.
El médico se acercó a mi, me tocó suavemente el brazo.
-no puedo interrumpir el experimento- dijo-, está prohibido. Pero por usted...le daré una inyección. No sufrirá.
Yo cogí la mano del médico entre las mías y con las lágrimas corriendo por mi rostro le dije:
-¡Júreme que no sufrirá...!
-Se dormirá para siempre. Quisiera que mi muerte fuese tan dulce como la suya- dijo el médico.
-Cerraré los ojos- dije yo- no quiero verlo morir, aprisa, aprisa.
-Un instante sólo- dijo el médico; y se alejó silenciosamente sobre el pavimento de linóleo.
Fue al fondo de la sala y abrió un armario.
Yo permanecía de pie delante de Febo, temblando horriblemente, el rostro bañado por las lágrimas. Febo me miraba fijamente y ni el más leve gemido salía de su boca; me miraba fijamente con una maravillosa dulzura en los ojos. También los demás perros, tendidos en sus cunas, me miraban fijo; todos tenían una maravillosa dulzura en los ojos y ni el más leve gemido brotaba de sus bocas.
De repente, un grito de horror escapó de mi pecho.
- ¿Por qué este silencio? –grité. ¿qué significa este silencio?
Era un silencio horrible. Un silencio inmenso, helado, muerto, un silencio de nieve.
El médico se acercó a mi con una jeringa en la mano.
-Antes de operarlos- dijo- les cortamos las cuerdas vocales.
CURZIO MALAPARTE (“LA PIEL”)
Jamás he querido tanto a una mujer, a una hermana, a un amigo, como a Febo. Era un perro como yo. Era un ser noble, el ser más noble que jamás he encontrado en la vida. Era de aquella raza de lebreles, raros hoy día...
Era un perro triste, de ojos graves. Todas las tardes pasábamos largas horas en el umbral ventoso de mis casa, contemplando el mar. (...)
Durante todo el tiempo que pasamos en Pisa, estábamos casi constantemente encerrados en casa, y sólo hacia mediodía salíamos a andar un paseo,,,Febo pasaba largas horas acostado a mis pies y de vez en cuando se levantaba, se acercaba a la puerta y se volvía a mirarme. Yo iba a abrirle la puerta y Febo se marchaba y volvía al cabo de una hora, de dos horas. Por la noche, levantaba la cabeza para oír la voz del río, la voz de la lluvia sobre el río. Y yo, acaso despertándome, sentía sobre mi su mirada tibia y suave, aquella presencia suya viva y afectuosa en la estancia oscura y aquella tristeza suya, aquel desierto presentimiento suyo de la muerte.
Un día salió y no volvió más. Lo esperé hasta la noche y por fin me decidí a buscarlo por las calles llamándolo por su nombre. Regresé a casa a altas horas de la noche y me arrojé sobre el lecho con el rostro hacia la puerta entornada. De vez en cuando me asomaba a la ventana y lo llamaba largo rato, gritando. Al alba corrí de nuevo por las calles desiertas, por entre las mudas fachadas de las casas que, bajo el cielo lívido, parecían de papel sucio.
Apenas se hizo de día corrí al depósito municipal de perros. Entré en una estancia gris, donde, encerrados en fétidas jaulas, gemían perros con el cuello segado todavía por la correa de los laceros. El guardián me dijo que quizás mi perro había acabado bajo las ruedas de un automóvil o había sido robado...
Toda la mañana anduve de canal en canal y finalmente, un esquilador me preguntó si había ido a la Clínica Veterinaria de la Universidad a la cual los ladrones de perros venden por poco dinero los animales domésticos para los experimentos clínicos. Corrí a la Universidad, pero era pasado ya mediodía y la Clínica estaba cerrada.
Volvía a casa; sentía en los ojos un algo frío, duro, resbaladizo; me parecía tener los ojos de cristal.
Por la tarde fui de nuevo a la Universidad y entré en la Clínica Veterinaria. El corazón me latía, no podía casi caminar, tal era mi debilidad y mi angustia. Pregunté por el médico de guardia y le di mi nombre.
El médico, un hombre joven y rubio, miope, me acogió cortésmente y me miró largamente antes de contestarme que haría todo lo posible por ayudarme.
Abrió una puerta y entramos en una gran habitación nítida, reluciente, con el pavimento cubierto de linóleo azul. A lo largo de las paredes estaban alineadas, una al lado de otra, como las camas de una clínica para la infancia, extrañas cunas de forma de violonchelo; en casa una de aquellas cunas estaba tendido sobre la espalda un perro con el vientre abierto, o el cráneo partido o el pecho en canal.
Tenues hilos de acero, enroscados en aquella especia de clavijas de madera como en los instrumentos de cuerda, mantenían abiertos los labios de alguna horrenda herida; se veía latir el corazón al descubierto, los pulmones, las ramificaciones de los bronquios como ramas de árboles hincharse, como la copa de un árbol al respiro del viento, el hígado rojo y brillante contraerse lentamente, leves estremecimientos correr sobre la pulpa blanca del cerebro como en un espejo empañado, las circunvalaciones de los intestinos desarrollarse lentamente como los anillos de una serpiente al salir del letargo. Y ni un gemido salía de la boca de los perros crucificados.
Al entrar, todos los perros volvieron la vista hacia nosotros con una expresión imploradora y al propio tiempo llenos de una atroz sospecha; seguían con la mirada nuestros ademanes; nos espiaban con los labios temblando. Inmóvil en medio de la sala, sentía mi sangre helada recorrer mis miembros. No podía cerrar los labios, no podía dar un paso. El médico apoyò su mano sobre mi brazo y me dijo: “!Valor!”
Esta palabra me quitó el hielo de los huesos, lentamente me moví, me incliné sobre la primera cuna. Y a medida que avanzaba de una cuna a otra la esperanza renacía en mí. De repente vi a Febo.
Estaba tumbado sobre el dorso, el vientre abierto, una sonda metida en el hígado. Me miraba fijamente y tenía los ojos llenos de lágrimas. Tenía en la mirada una maravillosa dulzura. Respiraba levemente, con la boca medio cerrada, presa de un temblor horrible. Me miraba fijamente y un dolor atroz socavaba mi pecho. Febo, dije en voz baja. Y Febo me miraba con una maravillosa dulzura en los ojos. Vi en él a Cristo, Cristo crucificado, vi a Cristo que me miraba con una inmensa dulzura maravillosa. Febo, dije en voz baja inclinándome sobre él, acariciándole la frente. Febo me besó la mano y no emitió un gemido.
El médico se acercó a mi, me tocó suavemente el brazo.
-no puedo interrumpir el experimento- dijo-, está prohibido. Pero por usted...le daré una inyección. No sufrirá.
Yo cogí la mano del médico entre las mías y con las lágrimas corriendo por mi rostro le dije:
-¡Júreme que no sufrirá...!
-Se dormirá para siempre. Quisiera que mi muerte fuese tan dulce como la suya- dijo el médico.
-Cerraré los ojos- dije yo- no quiero verlo morir, aprisa, aprisa.
-Un instante sólo- dijo el médico; y se alejó silenciosamente sobre el pavimento de linóleo.
Fue al fondo de la sala y abrió un armario.
Yo permanecía de pie delante de Febo, temblando horriblemente, el rostro bañado por las lágrimas. Febo me miraba fijamente y ni el más leve gemido salía de su boca; me miraba fijamente con una maravillosa dulzura en los ojos. También los demás perros, tendidos en sus cunas, me miraban fijo; todos tenían una maravillosa dulzura en los ojos y ni el más leve gemido brotaba de sus bocas.
De repente, un grito de horror escapó de mi pecho.
- ¿Por qué este silencio? –grité. ¿qué significa este silencio?
Era un silencio horrible. Un silencio inmenso, helado, muerto, un silencio de nieve.
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