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 El rincón de Sirafer

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2 participantes
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Sirafer
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MensajeTema: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyDom Sep 25, 2011 4:58 pm

¡Hola, [email=amig@s]amig@s[/email]!



¿Qué tal estais? Me llamo Sirafer y pertenezco a la Asociación literaria Nuevo Horizonte de Huelva. La mayoría de los foreros de este nuevo foro me conocen, pero para los que no saben quién soy me presentaré con mucho gusto. Me encanta leer y me apasiona escribir y con vuestro permiso iré colgando todas las historias que pululan por mi mente. Los relatos cortos, cuentos, poemas, microrrelatos, haikus... Están registrados en el Registro de la Propiedad intelectual y por lo tanto se hallan protegidos por derechos de autor. Cualquier reproducción total o parcial de los mismos sin mi consentimiento es denunciable y contraviene la ley.

Tengo también un blog. Su enlace es el siguiente: http://elrincondemariacoronado.blogspot.com/



HAIKUS

En la lejanía
el canto del jilguero
borró tu sonrisa.


La libélula
tornó de su viaje
la oí al llegar.


En el balcón entreabierto,
las notas de Chopin acariciaban a la rosa.


Llegó el otoño,
hojas amarillentas alfombran el bosque
y tus cabellos me lo recuerdan.


Rompió la ola en la orilla,
su espuma plateada alegra el aciago invierno.

El cálido aliento del estío acarició las hojas del nogal,
y tú sonreíste.


La ardiente arena cubrió tu piel,
y las olas alejaron mi pesar.


Los pétalos de la rosa se abrieron al amanecer,
tus labios me lo recordaron.

El crepúsculo
brilló en tu mirada,
el mar la besó.


La madreselva
trepó por las tapias,
sonrió el sol.


Última edición por Sirafer el Dom Sep 25, 2011 5:07 pm, editado 1 vez
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyDom Sep 25, 2011 5:04 pm

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El rincón de Sirafer Bocadillo
El rincón de Sirafer Bocadillo_tr
El rincón de Sirafer Bocadillo

La poesía "África" está publicada en una antología de poemas y relatos cortos titulado: Palabras de Mujeres Onubenses.

ÁFRICA


Lágrimas de sangre recorren tus caminos,
inmortalizados por la pluma de Isak Dinesen.
Oscuros deseos de Occidente
desmiembran tu cálida piel,
y tú no gritas.
¿Quiénes atan tus manos negras?
¿Quiénes se enriquecen,
mientras tu rostro de ébano agoniza?
Míseros gobernantes
que se emblanquecen con el dolor
de sus hermanos
ocultando a ese sol abrasador
sus propias miserias.
¡África, despierta!
No permitas que te hieran más.
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyDom Sep 25, 2011 5:08 pm

OLVIDO

El viento grita un nombre
tras los empañados cristales
de una nívea habitación,
pero él no lo oye.
Permanece absorto,
contemplando las ilusorias figuras que
la noche dibuja en la pared.
Una cálida mano le acaricia con ternura,
intentando protegerle del miedo
que se refleja en sus asustados ojos.
Se miran, pero, Carlos, sólo ve un rostro extraño
uno más entre tantos...
Olvido suspira procurando sonreír,
y tras darle un beso en la frente, le dice:
“Duerme, mi amor, yo estaré aquí”.
Morfeo pronto lo acuna en sus brazos,
Olvido se deja caer en el sillón.
¿Cómo pueden borrarse sesenta años
de besos, de caricias, de alegrías, de tristezas...?
¡Maldita enfermedad!
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyDom Sep 25, 2011 5:08 pm

EL AMOR


Siento los latidos incesantes de mi corazón, aquellos que un día despertaron de su agónica tristeza. Un mundo nuevo, de colores vivos y sensaciones maravillosas, alienta mis pasos, antes grises y nublados por el desaliento. ¿Qué tiene el amor que cambia la existencia del más esquivo? ¿Quiénes mueven los hilos para que no le ignoremos?
Poetas de todos los tiempos se rinden ante él, como amantes que sucumben a la embriaguez del placer; creando versos que alimentan su ego para toda la eternidad. Pero, si no fuera así, ¿podríamos vivir?
Yo sólo sé que sus alas blancas me aprisionan y que su cálido aliento reaviva ese órgano, antaño coronado de espinas y acorazado, que con regocijo hoy vuelve a latir.
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyDom Sep 25, 2011 5:20 pm

Este relato corto está publicado en la antología anterior. Está dedicado a uno de mis poetas preferidos Juan Ramón Jiménez.

EL SUEÑO

Anoche tuve un sueño, y en él me vi siendo de nuevo aquel mozalbete de pantalones cortos y mirada inocente; de mofletes regordetes y cardenales en las pantorrillas; de churretes en la cara y atrevida curiosidad, que pasaba parte del verano en Moguer, el pueblo de la tía Candela. Me divertía con algunos de los niños que entonces compartían mis mismas travesuras y risas, y allí cerca del lugar donde jugábamos, sentado en uno de los bancos de la plaza de las Monjas, había un hombre. Vestía de luto y se resguardaba de los penúltimos rayos de aquel febril sol de mediados de agosto con un sombrero. Nos miraba de vez en cuando y otras tantas parecía olvidarse de nuestros juegos, apuntando algo en una pequeña libreta.
Pasaron las horas y el cielo comenzó a teñirse de tonos añiles, ocres y rosados, mientras las golondrinas volaban en círculos tiznando de minúsculas motas negras el firmamento. A las ocho en punto, las campanas de la iglesia de la Granada repiquetearon llamando a misa y pocos minutos después mis amigos se despidieron dejándome solo. Cogí mi pelota dispuesto a marcharme también, pero antes observé con detenimiento a aquel desconocido. Me intrigó la suavidad con la que asía su pluma estilográfica, el movimiento pausado de sus dedos al anotar sus reflexiones en el papel y el gesto sereno que evidenciaban sus rasgos angulosos al escribir. Irguió la cabeza al darse cuenta de que yo lo miraba y entonces se quitó el sombrero poniéndolo en el banco de piedra. Me sonrió haciéndome un guiño para que me acercara hasta donde se encontraba. A continuación, dijo:
-Pequeño, ¿viste alguna vez algo más hermoso que el crepúsculo?
-¿Qué es eso? –inquirí extrañado.
-El crepúsculo es la última claridad del día.
-¿La última?
-Así es, el día se dormirá y pronto la oscuridad se hará dueña de todo.
-Pero, las estrellas y la luna alumbran el cielo y así nosotros podemos ver por la noche, según dice mi tía Candela.
Él sonrió atusándose la rala barba blanquecina.
-Tienes razón, pequeño, éstas iluminan lo que las sombras tratan de ocultar a nuestros ojos y por supuesto, tu tía es una señora muy sabia.
Fascinado por su contestación me senté a su lado y le pregunté:
-¿A quién escribe?
-A un amigo.
-¿Vive muy lejos?
-Él murió.
-Y si está muerto, ¿por qué le escribe?
-Aunque ya no esté en el mundo de los vivos, su presencia siempre permanecerá conmigo, por eso le cuento en esta carta lo que me ha ocurrido hoy.
Aturdido miré hacia aquel infinito en el que algunas solitarias lucecitas comenzaban a aparecer resplandeciendo igual que diamantes, y el astro lunar intentaba asomar su plateada redondez, con cierta timidez, entre las copas de los árboles. Los pájaros buscaban cobijo entre las ramas de los naranjos piando alborotados, y una suave brisa marina comenzaba a arrastrar algunas de las hojarascas marchitas en el suelo. Suspiré antes de volver a manifestar.
-Usted debió de quererle mucho si le recuerda tanto. ¿Fue su compañero de juegos?
-Sí. –Sonrió-. Nuestra amistad fue sincera. Me acompañaba al monte, al barrio de los marineros, me seguía allá donde yo fuera... Y le gustaban los higos morados, las naranjas, las uvas moscatel...
-¿Cómo se llamaba?
-Platero.
-¿Platero? ¡Qué nombre más raro para un niño!
-Platero era un burro.
-¡Un burro! ¿Y cómo podía ser su amigo? Los asnos no hablan, no comprenden...
-¿Estás seguro? Muchos hombres son más borricos que estos animales, si no fíjate en las guerras que algunos provocan sólo porque creen estar en posesión de la razón y se vanaglorian de sus actos, mofándose del dolor de los demás. Mira, pequeño, la intolerancia y el odio son enemigos de la verdad, quien justifica la sinrazón aborrece verdaderamente a la humanidad.
-Pero, también hay personas buenas en este mundo, por lo menos, eso me dicen mis padres y mi tía.
-¡Claro que sí! Y por ello, todavía tenemos esperanza –respondió guardando la libretilla y la pluma en el bolsillo de su camisa de lino.
Ambos nos fijamos entonces en el liviano vuelo de una despistada mariposa de alas blancas, que pasó cerca de nosotros. Aquel insecto de eterna belleza, parecía haber olvidado que la luz del día, poco a poco, se desvanecía entre las azoteas de las casas y movía sus apéndices alados desafiando a la gravedad y a la pronta nocturnidad, hasta posarse elegantemente en una de las flores que perfumaban el jardín.
-Fíjate en esa mariposilla y en la rosa en la que se posó, ¿no crees que somos afortunados al estar ahora aquí contemplando esta maravilla de la creación?
-Sí -contesté sin poder apartar mis ojos de aquel rincón.
Él siguió diciendo:
-A Platero le encantaba olisquearlas y después perseguirlas por el monte, y yo disfrutaba viéndolo trotar igual que un chiquillo revoltoso...
Sonreía mientras me contaba aquello y por un breve instante, me sentí transportado a su recuerdo, encaramado en los mansos lomos de Platero, percibí los rayos tibios que penetraban entre las ramas de los eucaliptos; olí el aroma que desprendían los lirios amarillos y el espliego; oí el rumor cantarín de las aguas que bajaban por el arroyuelo...
Desde uno de los balcones entreabiertos de una de aquellas casonas de la plazoleta, el sonido cautivador de la sonata Claro de Luna de Beethoven, nos volvió a la realidad.
-Las notas de ese piano son similares al color azul, nos da libertad para soñar, ¿te gusta la música?
-Sí, mi padre me lleva algunos domingos, tras la misa de diez, a escuchar la orquesta municipal; luego, compramos camarones y nos los comemos en la Punta del Sebo.
-Entonces, ¿eres de la capital?
-Sí, ¿y usted?
-Yo nací en Moguer, pero me acuerdo que siendo un jovencito me subía a la tapia del corral de un vecino, y desde allí contemplaba Huelva bañada en tonos dorados y marinos, comía los frutos que me daba la hija del Arreburra hasta que mi madre venía en mi busca...
-¿Siempre ha vivido aquí?
-No, tuve que irme.
-¿Por qué?
-Por que nunca estuve de acuerdo con la guerra civil que sufrió este país. Yo amo la libertad y siempre estaré a favor del pueblo, y aquellos oscuros años convirtieron mi patria en una jaula de llantos, amarguras y resentimientos. La libertad es el don más preciado que tiene un pueblo, cuando se pierde, se olvida la identidad de uno.
-¿Y dónde estuvo?
-En América.
-¿Con los indios igual que en las películas?
Su risa sonó clara y alegre ante mi ingenuo comentario.
-Te aseguro que en América no sólo hay indios, como tú los llamas, allí conviven personas que tienen la misma tez que la tuya, pero también hay negros, mestizos, asiáticos... y todos tratan de vivir respetándose los unos a los otros, aunque a veces también la intransigencia de unos cuantos no entienda de color de piel ni de razas.
Fascinado por sus palabras, comprendí que aquel señor de mirada sincera era alguien muy especial. A mi memoria de estudiante regresó un poema que había aprendido de aquel libro, prohibido, según me refiriera la tía Candela y que con su consentimiento examiné en el desván, sin que nadie más supiera de aquel presunto delito.

¡Cómo meciéndose en las copas de oro,
al manso viento, mi alma
me dice, libre, que soy todo!

-Usted es un poeta, ¿verdad?
-Sí -respondió con un ligero temblor en su voz-. La poesía lo es todo para mí, simboliza la belleza, la eternidad, el conocimiento... Yo no concibo nada sin ella.
Su mirada se perdió más allá de las puertas del convento de Santa Clara, advertí una cierta tristeza en su semblante huesudo y comprendí en aquellos breves instantes, de atronador silencio, que su memoria evocaba recuerdos nostálgicos; entre tanto, las farolas se encendieron ahuyentando a las tinieblas de aquel lugar; las palomillas nocturnas se adherían al cristal reclamando aquella claridad como un magnífico tesoro y los grillos comenzaban a rozar, con fuerza, sus élitros produciendo aquel sonido monótono y agudo que causaba desvelos en las madrugadas calurosas.
Las campanas volvieron a tañer quejumbrosas, esparciendo sus lastimosos quejidos por el aire. Él me miró y poniéndose su sombrero, expresó:
-¡Ya es tarde! Tu tía ha de estar preocupada, ¿dónde vive?
-En la plaza del Marqués...
-Yo vivo cerca, te acompañaré.
Asentí y ambos nos pusimos en pie. Caminamos lentamente bajo la chispeante luz del alumbrado público, varios lugareños nos saludaron, especialmente a mi nuevo amigo que respondió a aquella muestra de aprecio con una ligera inclinación de su cabeza y una sonrisa en los añosos labios. Un amigo del que aún no conocía siquiera su nombre, sólo sabía que escribía poesías y que amaba la libertad y a su municipio. Como si leyera mis pensamientos, me contempló fijamente y me dijo:
-Llevamos más de una hora conversando y todavía no sé tu nombre, ¿cómo te llamas, pequeño?
-Pablo, ¿y usted?
-Juan Ramón.
Un apretón de manos y varias carcajadas sellaron la naciente amistad, que en mi sueño sentí tan real como si la estuviera viviendo. Ya cerca de la vivienda de mi familiar, aquel distinguido caballero se paró y yo le imité. Tras los cristales de una tienda, en un caballete de madera, se exponía un cuadro; era un paisaje de Moguer y en éste se podía distinguir su campiña dorada, los pinos verdes y a varios campesinos andando al lado de un burro plateado que subía hacia la ermita de Montemayor. Pegué mi frente en el escaparate soportando la frialdad del mismo; sin embargo, no me importó. El colorido de aquella pintura me recordó a un fascinante día primaveral y hasta creí oler el romero y la mejorana que el jumento transportaba en un costal. El poeta murmuró, casi sin aliento, emocionado por vislumbrar aquella pequeña obra:
-Allá en una propiedad que se llama Fuentepiña, bajo el pino que la preside, está enterrado Platero... En aquel lugar, reposa su sueño eterno, oyendo el canto de los pájaros todos los días y feliz de que los lirios amarillos se extiendan por su sepultura y de que las mariposas jugueteen a su alrededor...
-Me gustaría ir alguna vez allí -pronuncié adoptado aquella mueca con la que conseguía casi todos mis caprichos.
Juan Ramón sonrió alborotándome los revueltos cabellos.
-Algún día iremos. -Prometió y comenzó a andar nuevamente.
Mi tía hablaba con una de sus comadres en la puerta de su casa, no parecía muy alarmada por mi tardanza, tenía un precioso ramo de rosas rojas y de heliotropos en sus brazos y parecía estar esperándonos. La hermana de mi abuelo era una apasionada de la poesía y admiraba sobre todo a aquel ilustre vecino de su pueblo.
-Buenas noches, don Juan Ramón. Musitó con una franca sonrisa.
-Buenas noches, Candela -contestó él sonriente-. Conocí a su sobrino y le puedo asegurar que es un muchacho despierto y simpático.
-Sí, aunque algo travieso.
-Como todos los niños... Bueno, jovencito, tengo que marcharme. Espero que no olvides lo que hemos hablado esta tarde noche.
-No, se lo prometo.
-Bien, una de estas mañanas cuando todavía el sol no sea tan fuerte, vendrás conmigo hasta Fuentepiña y nos sentaremos bajo la sombra del pino, allí te leeré uno de mis libros.
-¿Cuál?
-Platero y yo.
Asentí contento por aquella promesa. La tía Candela comentó:
-Tome usted, don Juan Ramón, estas flores son para su esposa.
-Muchas gracias, Candela. A Zenobia le encantan las rosas y los heliotropos.
Acarició con ternura las diminutas espigas azuladas y luego rozó con sus delgados dedos los pétalos encarnados. Se despidió con una cálida sonrisa y tanto la tía como yo le vimos alejarse con su andar lento y pausado.

Abrí los ojos y entonces como si todavía estuviera envuelto en mi sueño, oí en la lejanía el rebuzno de Platero; percibí la suave fragancia de los heliotropos y el perfume seductor de las rosas, advertí el murmullo del viento que, templado, susurraba nombres enmascarados por el tiempo. Ese tiempo que jamás podrá borrar las huellas del pasado, ni tampoco las palabras escritas por los genios de la literatura.
Volví a Moguer, anduve por sus calles adoquinadas, por esas que impregnan miles de historias de marineros y de descubridores, visité los lugares colombinos y estuve en la casa-museo de Juan Ramón Jiménez. Allí ante sus enseres personales, le prometí que haría lo posible para que todos conocieran a ese Juan Ramón humano, sensible y amante de la libertad que en el pasado algunos trataron de ocultar. Así que he plasmado en estas páginas mi sueño, sea real o irreal es lo que menos importa, la obra de este moguereño universal sí que permanecerá a través de los siglos intacta en nuestras mentes y esta ciudad blanca, de rincones sorprendentes, de gentes afectuosas, eternamente aparecerá unida a su poesía, como él dijera: “te llevaré Moguer a todos los lugares y a todos los tiempos. Serás por mí, ¡pobre pueblo mío! A despecho de los logreros, inmortal”.
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyDom Sep 25, 2011 11:11 pm

Me alegra mucho que estés por aquí, Sirafer!!

Es un placer leerte, como siempre!

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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyLun Sep 26, 2011 4:55 pm

¡Hola, Majoleta!



¿Qué tal, guapa? A mí también me alegra muchísimo volver a estar con [email=vosotr@s]vosotr@s[/email]. Iré colgando poco a poco todo lo que tenía en el otro foro. Muchas gracias por leerme. Besos. Sira. flower
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyMiér Sep 28, 2011 4:09 pm

Con este relato quedé finalista en el V Certamen Internacional de relatos cortos "La lectora impaciente". Espero que os guste. Besos a todos.

EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Habían pasado muchos años desde la última vez que estuve en aquel caserón. Los recuerdos se agolparon, de repente, en mi mente y una cierta añoranza me hizo sentir culpable. ¿Por qué nos habíamos distanciado mi madre y yo? Ahora no me acuerdo del motivo, pero me marché y no volví a pisar el suelo de la antiquísima casa familiar donde nací, ni hablé con Ana (la mujer que me había dado el ser), desde entonces.
La tía Paula siempre residió con nosotras, con sus excentricidades y sus inseparables gatos; ajena a los enojos, a las desilusiones y a todo lo que no fuera su mundo de cuentos de hadas. Muchos decían que era una vieja chiflada que vivía permanentemente en aquel universo de sueños porque nunca halló su verdadera posición en la familia Ayala, pero yo no lo creo así; simplemente, Paula era una romántica.
Mi madre fue la menor y la más madura. La tía continuamente necesitaba la fortaleza de su hermana pequeña para seguir viviendo y entre ellas se creó una alianza tan fuerte que ese vínculo no se rompió ni siquiera al casarse Ana. Los nuevos esposos se mudaron a la solariega vivienda donde residían la abuela Irene y su hija soltera, y después nací yo. Sin embargo, la felicidad nunca es completa, mi padre murió al poco tiempo; así que crecí en un ambiente femenino sin la presencia de un hombre que se opusiera a mi díscolo carácter y eso me marcó de alguna forma.
Un suspiro escapó de mis labios al contemplar aquella enorme sala, donde tantas veces jugué a ser una de aquellas heroínas que, en mi imaginación, siempre resultaban victoriosas; el olor de las flores frescas permanecía flotando en el ambiente, como de costumbre, y los rayos del sol acariciaban los viejos muebles al penetrar por los entreabiertos balcones; allí, estaba la desvencijada cómoda con sus pomos de nácar y sus carcomidos cajones; los sillones de tela desgastada, la impresionante mesa de cedro y el baúl. Tía Paula y uno de sus devotos felinos se pararon a unos pocos centímetros de mí. Ella habló:
-Ahí, Irene, está todo.
La miré y sólo entonces me di cuenta de mi egoísmo. La tía se ayudaba de un bastón para caminar; su delicada piel de juventud, ahora se hallaba macilenta y sus hermosos ojos negros habían perdido aquel brillo del que tanto presumía. Es verdad que una chica las cuidaba desde hacía diez años, pero yo me había mantenido alejada de sus vidas por culpa de una absurda discusión. ¿Por qué los adultos a veces nos comportamos como críos? No obtuve ninguna respuesta a mi estupidez.
Varias semanas antes la tía, en un arranque de valentía, se había puesto en contacto conmigo y me había revelado que mi madre se hallaba en la fase terminal de esa terrible enfermedad llamada alzheimer. Lo que sentí en ese momento no lo puedo expresar con palabras: el miedo, la impotencia, la angustia y el arrepentimiento nublaron mi mente por unos segundos, y sé que palidecí y que mis colaboradores se asustaron muchísimo. Hoy las lágrimas, que derramé al saber dicha noticia, se agolpan nuevamente en mis marchitos ojos; pero no quiero que ella me vea llorar, ahora tengo que ser fuerte. Acaricié el baúl. Un temblor desconocido se apoderó de mi mano al girar la pestañita que abriría aquel arcón; mientras, la tía Paula me observaba tras sentarse en una de las mecedoras, el rictus de su arrugada tez era de pesar, aunque nunca sería capaz de enojarse con su única sobrina. “Casanova”, su fiel persa, se acurrucó en sus delgados muslos sintiendo la calidez de su ama sin hacernos caso.
El aroma a espliego me dio la bienvenida, su gratificante esencia desenterró recuerdos de mi infancia y también los motivos por los que Ana Ayala había guardado aquellas cosas en él. Allí perfectamente ordenados había ropitas de bebé, cuadernos infantiles, un viejo álbum de fotografías, recortes de periódico, debidamente encuadernados en los que yo salía, y mis libros, mis manoseados libros de juventud que creí haber perdido tras la Universidad. Pero lo que verdaderamente me emocionó fue encontrar un sobre de color amarillo con mi nombre. Conmovida lo abrí, la preciosa letra de mi madre apareció ante mi llorosa mirada.

“Querida hija:
Si alguna vez lees esta carta, será porque mi hermana me habrá desobedecido y te habrá dicho que padezco alzheimer, una enfermedad que con sólo nombrarla, asusta. No quiero, Irene, que te sientas culpable por no haber estado junto a mí en estos aterradores momentos, sé que me quieres y aunque estemos separadas en estos instantes de nuestras vidas, al final el cariño y el afecto vencerán a lo absurdo. En este día, he comenzado a guardar en este baúl todos mis recuerdos que siempre irán enlazados a los tuyos, pues me asusta sobre todo olvidarme de ti. Este viejo arcón será mi memoria, mi cerebro y en él se mantendrán vivos todos mis pensamientos y mi amor de madre. No olvides, hija querida, que siempre te querré.”

Cogí una de aquellas fotografías en las que Ana Ayala me sonreía manifestando todo su esplendor juvenil, y la acaricié sin poder contener las lágrimas que resbalaron por mis mejillas. La tía se levantó con parsimonia y luego, me abrazó. Diez minutos después, subí los peldaños que me conducirían a la habitación de mi madre. Abrí la puerta lentamente y me acerqué a su cama con esa calma que había asimilado tras años de aprendizaje en mi carrera política. Una brisa agradable movía las cortinas de encaje y las rosas inundaban con su maravillosa fragancia aquel cuarto, una tímida sonrisa apareció en mis labios al ver el retrato de mi boda, los de mis hijos y el de mi nieto en un lugar privilegiado de aquel señorial cuarto. Me senté junto a la cama y acaricié sus pálidos pómulos, la anciana que allí se consumía, poco a poco, no se parecía en nada a la enérgica y vital madre que yo recordaba. Suspiré pidiéndole a Dios o a quien fuera que ella no sufriera más. Sonó inesperadamente el móvil y, con un gesto de impaciencia, lo desconecté.
-¡Les dije que no me llamaran, que no estaba para nadie! –exclamé enfurecida.
Ana abrió sus pesados párpados y me miró.
-Lo siento, mamá. Eran de mi despacho, pero no te preocupes, No volverá a ocurrir.
Me tendí junto a su cálido y escuálido cuerpo y la rodeé con mis brazos. Ana Ayala abrió sus labios y pesadamente, murmuró:
-Madre, no me dejes...
Me estremecí al escuchar aquellas palabras, ¡ella creía que yo era la abuela Irene! Le pedí perdón por aquellos años de alejamiento, por mi ingratitud y, principalmente, por la soledad que había tenido que experimentar por mi culpa.
-Sí, hija, siempre estaré contigo -le contesté abrazándola aún más.
Ana suspiró y con una débil mueca, parecida a una sonrisa, volvió a entornar sus ojos con serenidad. La tía Paula, que nos había estado espiando, cerró la puerta de la habitación con cuidado y encaminó sus lentos pasos hacia el salón. “Casanova” la siguió moviendo su cola.
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyMiér Sep 28, 2011 4:10 pm

EL INTRUSO Y LA MALDICIÓN



Aquel día me desperté con una extraña sensación en mi cuerpo. Me ardía la frente y las fuerzas me fallaban, como si no hubiera descansado en toda la noche; pero eso no era posible, nada había perturbado mi sueño aquella madrugada ni siquiera las pesadillas que últimamente me agobiaban y que eran las responsables de las acentuadas ojeras en mi rostro.

Me levanté de la cama con notable esfuerzo. Las extremidades me pesaban enormemente y una molesta quemazón se extendía por mi abdomen hacia el ombligo. Al pasar mis dedos por aquella zona percibí una protuberancia que el día anterior no estaba. Aunque en un primer momento me preocupé, decidí no darle importancia y me dirigí al cuarto de baño. La ducha espantaría aquel inexplicable cansancio y también el incómodo picor.

Media hora después, mientras me vestía, sufrí un terrible dolor en el estómago. Cuando éste cesó vi mi imagen reflejada en la luneta del armario. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Qué era aquello? –me pregunté aterrorizado. Allí en mitad de mi barriga había surgido misteriosamente lo que parecía ser un diminuto feto. Grité. Él abrió sus minúsculos párpados y me imitó, luego todo se volvió negro y caí al suelo.

No sé si pasaron varios minutos u horas, pero cuando me recuperé y volví a mirar el centro de mi vientre, aquel pequeño ser ya no era un bebé; medía poco más de veinticinco centímetros y se parecía muchísimo a mí. La pelusilla que antes tenía en su cabecita, ahora se había convertido en una hermosa mata de pelo oscuro y su morfología era la de un adulto. Ambos estábamos unidos por un conjunto de vasos sanguíneos que latían igual que un corazón. Con descaro me espetó:

-¿Qué miras?

-¡Dios mío, me he vuelto loco! ¡Eso me está hablando!

-¿Cómo que eso? Si no te has dado cuenta, soy una persona, pequeñita, pero persona. ¿A ti te gustaría que te trataran con tal desprecio?

-La cena de anoche fue demasiado copiosa y me sentó mal. Sí, eres una alucinación de mi mente –murmuré aturdido.

Sin embargo, aquella insólita criatura replicó con enojo:

-¿Una alucinación? -Y al segundo me pellizcó con sus menudos deditos. Sentí aquel pinchazo igual que si me hubiera picado una abeja.

-¡Ay!-exclamé sorprendido-, ¿qué haces?

-Te he pellizcado para demostrarte que no soy un producto de tu imaginación. Existo.

Me dejé caer en un butacón. No podía pensar con claridad. Me estaba sucediendo algo sumamente absurdo e irreal. Un diminuto doble había crecido como por arte de magia en mi cuerpo.

Una voz femenina interrumpió aquellos pensamientos.

-Ernestito, hijo, el desayuno ya está en la mesa.

-Ya voy… -le contesté casi en un susurro.

Aquella especie de siamés no deseado me habló nuevamente:

-¡Qué bien te cuidan, Ernestito! Así con tantos mimitos no aprobarás las oposiciones tampoco este año…, pero a ti eso te da igual, ¿verdad? Mientras tengas una cama confortable, comida diaria y halagos... Los exámenes que los apruebe Rita la Cantaora.

Le miré consternado. ¿Cómo demonios sabía aquel intruso mi negada misión con los libros? Si bien era cierto que llevaba tres años en Madrid, viviendo en la casa de las amigas solteronas de mi abuela paterna, haciendo creer a todo el mundo que estudiaba como un aplicado empollón para labrarme un futuro maravilloso como procurador del Estado… ¿Quién se creía él para importunar mi confortable existencia? Me puse en pie y enfadado le advertí:

-¡Tú, pequeño ente diabólico, no tienes ninguna potestad para juzgarme!

-¿Ah, no? –inquirió sarcástico.

-¿Acaso te crees mi conciencia?

-Puede que lo sea, Ernestito.

-¡No me vuelvas a llamar así! ¡Te lo prohíbo!

Un irónico carcajeo brotó de su minúscula garganta y provocó no sólo mi irritación, sino la certeza de que aquella escena que yo estaba viviendo era real y no una terrorífica alucinación. Indignado me puse la camisa y la abotoné sin escuchar sus atropelladas palabras. La chaqueta americana ocultó aquel bulto que se movía estrujando mis carnes sin ningún miramiento. Antes de salir de mi cuarto, le hablé:

-Voy a desayunar y si te comportas, te prometo que te daré algo de comer.

Decir aquello fue mano de santo. El intruso dejó de moverse, se calló y yo pude ir hasta el saloncito azul. Allá, las tías Olalla y Sofía -aunque no eran carnales yo las llamaba cariñosamente así-, me esperaban con disimulada paciencia, con sus dos moños blancos, sus idénticas camisas de lunares y sus devocionarios en la mesa.

-¿Te ocurre algo, hijo? -preguntó la que había nacido cinco minutos antes que la otra.

-¡Qué mala cara tienes, Ernestito! –recalcó la que olía siempre a jazmín.

Suspiré y me senté en mi silla. Luego les contesté:

-No, no me ocurre nada. Es que he estado estudiando hasta el amanecer y apenas he dormido...

-¡Pobrecito!-exclamó Sofía poniendo sus arrugados y rojizos labios en forma de o.

-Come, hijo, para que recuperes las fuerzas… -musitó Olalla-, no vaya a ser que enfermes.

Sonriente dejé que aquellas dos encantadoras y afables ancianas me untaran de mantequilla y mermelada las tostadas y que me sirvieran el rico y humeante café portugués que siempre se ofrecía en aquel hogar. Mientras masticaba las crujientes rebanadas, sentí al extraño individuo que estaba adherido a mi cuerpo removerse. Traté de tranquilizar sus movimientos, pero una de las tías se dio cuenta de que ocultaba algo entre mis ropas y con un atisbo de picardía dijo:

-¿Por qué no dejas que tu gemelo salga ya a la luz, Ernestito? Debe de estar hambriento y… ¿Ya es un adulto?

Me atraganté y tosí hasta que el último pedacito de pan se escurrió por mi esófago. Tía Olalla me dio un vaso de agua y varias palmaditas en la espalda para consolarme o bien para calmar mi angustia, no lo sé. Cuando las pude mirar a la cara, ellas me observaban con escrutadora avidez, esperando mi respuesta con cierto anhelo.

-¿Cómo sabéis…?

-En tu familia es algo muy común, hijo. Tu padre tuvo un intruso, tu abuelo y tu bisabuelo también y así todos los varones que nacieron después de la maldición...

-¿Qué maldición? –interpelé con el susto plasmado en mi cada vez más desencajada faz.

Las mujeres se miraron con suspicacia. Y la que era más parlanchina dijo:

-Tu familia y la nuestra siempre estuvo muy unida, Ernestito, pero un día mi tatarabuela os maldijo porque tu tatarabuelo la dejó plantada en el altar... Ella sabía hacer hechizos, pues la mujer que la crió tenía sangre cíngara en sus venas y todo lo que aprendió después lo utilizó para vengarse del que tanto daño le había hecho...

-¿Qué culpa tengo yo de aquello? –les pregunté espantado.

-Seguramente ninguna, hijo, pero la vida es así... –musitó con una gran sonrisa Sofía López.

Aquellas dos agradables ancianitas se levantaron de sus asientos a la misma vez y con fingida naturalidad fueron hasta la antiquísima cómoda de legado familiar y buscaron entre las mantelerías de hilo francés, las sábanas de organdí y los olorosos jabones de glicinias, una misteriosa caja de metal que estaba sellada a cal y canto. Olalla me escudriñó con sus ávidos ojillos de rapaz y manifestó con solemnidad tras sacar el preciado objeto:

-¡Esto es lo que queda de nuestra querida antepasada, unos míseros huesos! -Y agitó aquella especie de joyero produciendo un sonido estrepitoso que me heló la sangre.

-Pero… ¿Cómo tienen ustedes unos restos en la casa? –grité horrorizado.

Sofía asió un utensilio de su costurero y se acercó lentamente hasta donde yo me hallaba. Risueña habló:

-Es la única manera de neutralizar el encantamiento, Ernestito. Si no te pasas los huesos por la tripa, esa insignificante personita permanecerá perpetuamente pegada a ti y tú no quieres eso, ¿verdad?

-¿Por qué ha cogido esa tijera? –inquirí notando una horrible punzada en la boca del estómago.

Ninguna me contestó, ambas se encogieron de hombros y con una fuerza descomunal me tiraron al encerado suelo. Sólo sé que el miedo nubló mi mente durante unos segundos y que una abundante secreción brotó por todos los poros de mi piel y me empapó la ropa, oí los chillidos de aquel ser y después…



Abrí los párpados angustiado y jadeante. Tenía la boca seca y una opresión en el pecho que me dificultaba la respiración, resollé varias veces hasta que me di cuenta de que me hallaba en mi dormitorio y que la luz del alba empezaba a introducirse entre los huecos de la persiana. Resoplé y me incorporé. Seguidamente me toqué la zona donde aquel ser igualito a mí había surgido de la nada. Creo que el suspiro que emití lo oyeron hasta mis queridas tías. Reí al verificar que todo aquello había sido una espeluznante pesadilla y percibiendo que mi pulso empezaba a sosegarse, me dirigí al aseo. El baño me dejó como nuevo. Canturreando comencé a vestirme y mientras me abrochaba el pantalón mi mirada se fijó en aquella parte de mi organismo donde -en sueños- había surgido aquel repulsivo personaje. Al principio pensé que mi vista me engañaba; sin embargo, al acercarme al espejo lo distinguí con total transparencia. Una prominencia anormal despuntaba en mi ombligo. Lo palpé temblando y espantado sollocé. ¡Allí estaba, igual que en la pesadilla! Y crecía por segundos…

Escuché un tímido golpe en la puerta de mi alcoba. Las tías entraron segundos después y joviales me manifestaron:

-No te apures, Ernestito, nosotras sabemos cómo extirpar la maldición de la tatarabuela López...

El acero de las enormes tijeras se traslució en mis atemorizadas pupilas. Mi grito se oyó por todo el vecindario, pero ningún inquilino supo a quién pertenecía, pues desgraciadamente nadie me había visto nunca en aquel inmueble. Los agentes de la policía que acudieron requeridos por el vecino del Segundo A, hablaron con las caritativas y afectuosas hermanas López y nada excepcional apreciaron. Las octogenarias damas les invitaron a tomar churros y chocolate y les detallaron con gran alegría los próximos eventos en los que estaban involucradas: la tómbola para los huérfanos de la parroquia, el miserere que cantarían en las novenas a San Pascual Bailón, los congresos eucarísticos que se celebrarían en la diócesis… ¡La televisión demasiado alta y muchas ganas de charlar! –murmuraron entre sí los inspectores cuando éstos se marcharon. Olalla López fue hasta el antiguo mueble heredado y cerró con llave el cajón donde se custodiaba la cajita de los huesos. Luego levantó la preciosa tela de Damasco italiano que embellecía la mesa donde todos habían merendado. Una sonrisa falaz apareció en sus labios.

-Lo siento, Ernestito, pero no nos quedó otro remedio.

Mientras Olalla comenzaba a desnudar mi cadáver, Sofía arrastraba uno de los arcones de la habitación…
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyMiér Sep 28, 2011 4:12 pm

LA PIEDRA AZUL

Me llamo Gustavo Carrión Santillana y ejerzo la carrera más apasionante que nadie puede imaginar: el periodismo. Llevo muchos años dedicados a esta profesión; no obstante, me toca difundir noticias que por sorprendentes, parecen inverosímiles. Como diría Ernesto Rodríguez, mi profesor de la Universidad, la realidad supera frecuentemente a la ficción.

Fui a verle con la intención de descubrir todo lo concerniente a su vida. Le reconocí a través de las cristaleras. Estaba más delgado y también más envejecido que la última vez que le contemplé en las páginas de mi diario. Las arrugas se le señalaban en su escuálido rostro, mas una triste sonrisa apareció en sus labios cuando le apreté fuertemente la mano. Ahora que estaba enfrente de mí sentí no sé por qué motivo que un lazo poderoso me unía irremediablemente a él. Federico López Martínez se sentó en la desvencijada silla y me apremió a que yo lo emulara. Saqué un bloc y mi estilográfica y los dejé encima de la mesa -aunque utilizo habitualmente una grabadora en mis entrevistas, me gusta anotar en una libreta las impresiones que me suscitan mis entrevistados-, apreté el primer botoncito y un casi imperceptible silbido me advirtió de que se iniciaba la grabación.

-Puede comenzar cuando quiera, señor López.

El aludido asintió fatigosamente, como si le costara mover las vértebras de su cuello, y tras un largo suspiro emprendió su peculiar exposición de los hechos:

“La encontré aquella tarde en plena calle. Llovía a mares, pero ella brillaba a pesar del intenso aguacero, instándome a cogerla. Lo hice, y en aquel instante mi aburrida existencia cambió. De ser yo un individuo que pasaba la mayor parte del tiempo en aquel enorme edificio gris donde se hallaba mi trabajo, de repente, experimenté el placer más extraordinario que un sujeto solitario e invisible como yo pudiera anhelar: ser visible a los demás.

No sé cómo ocurrió ni qué mágico conjuro -¡yo no creo en esas cosas, pero algo parecido tuvo que suceder!- alteró mi apariencia física y también mi moral. Sólo recuerdo que miré fijamente la Piedra Azul y después la guardé en el bolsillo izquierdo de mi empapado cárdigan y como buen hijo de vecino continué mi camino.

Casanova, mi gato, me dio la bienvenida ronroneando feliz alrededor de mis pies. Cené mi habitual sopa de sobre y un yogur de limón y luego me puse el pijama. Afuera seguía lloviendo torrencialmente y las tortuosas ramas del centenario roble, que se erguía junto a la ventana de mi habitación, batallaban desesperadamente contra el viento; las farolas iluminaban, insuficientemente, las desoladas aceras y solamente algún valiente se atrevía a desafiar a la inclemente noche. Un bostezo y un ligero sopor me indicaron que Morfeo acababa de presentarse y regañando al minino para que se fuera a su canasto, me levanté del sofá. Un ruido seco y un destello azulino me obligaron a mirar al suelo. “¿Qué hacía allí aquel diminuto pedrusco del color del mar? ¿No lo había dejado en el bolsillo de mi abrigo?”, me pregunté sorprendido.

Casanova me observaba desde su confortable cesta con sus grandes y ambarinas pupilas muy abiertas pensando, seguramente, que su amo había perdido la razón al contemplar aquel objeto durante interminables minutos sin pestañear. Su irritada protesta me despertó del aparente hechizo.

-Lo siento, Casanova, ahora mismo apago la luz. -Y tras darle las buenas noches, me dirigí a mi cuarto.

Puse la piedra debajo de mi almohada y cerré los párpados con pesadez. Dormí con una extraña sensación en mi piel, como si cientos de hormigas corretearan por ésta y se adueñaran de cada poro, de cada uno de los puntos sensibles de mí ser.

A las siete en punto, sonó el despertador con su escandaloso sonido y esta sensación pareció esfumarse. Sin embargo, algo me decía que aquella mañana sería diferente a las otras. Busqué con una apremiante necesidad mi turquesa, pues me desperté con aquella corazonada: la Piedra Azul era efectivamente una joya, una preciosa gema que había hallado en la calzada y que su anterior poseedor había perdido indudablemente con pena. ¿Por qué fui yo quien la encontró? En un principio ni lo sospeché, ahora afirmo con total certeza que fue ella la que me eligió a mí entre los otros transeúntes y no al revés, y que “esa condenada seductora” se apoderó completamente de mi alma y me convirtió en otra de sus víctimas...

Me duché y después me afeité como de costumbre. La imagen que me devolvió el espejo del cuarto de baño seguía siendo la misma de siempre: un rostro mustio y sin ninguna gracia que había heredado de los López. ¡Qué le iba a hacer! Los genes de éstos eran los culpables de mi fealdad y también de los desaires con los que había tenido que aprender a convivir en el colegio de los Salesianos. Los motes que me habían martirizado entonces volvían a emerger cuando me reconocía en el empañado cristal: “mentecato”,”caraculo”, “bacilo”, “feto mal parío”... Gracias al cariño de mi bondadosa madre pude superar aquella dura etapa colegial, pero en algún lugar de mi cerebro una ínfima parte gemía por no haber recibido una migaja de la belleza de mi linaje materno. Suspiré y me terminé de vestir. ¡La Piedra Azul se deslizó regocijadamente en la faltriquera de mi pantalón! Había decidido llevarla conmigo como un amuleto, y en eso estaba pensando cuando me topé con mi mascota en la cocina. Me extrañó no haberlo visto hasta entonces y todavía más cuando aquel felino de pelaje cano y mirada hipnotizadora, que sabía más que Briján, solía saltar a mi cama y despertarme con sus gruñidos y lametones. Abrí la puerta del frigorífico y le hablé:

-¡Buenos días, amigo mío! ¿Un poco de leche para desayunar?

Casanova me contempló unos segundos y luego con un maullido que me pareció de terror, salió atropelladamente de aquella luminosa pieza ansiando que no lo tocara. Boquiabierto le vi salir al jardín. “¿Qué le pasaba a aquella bola peluda?”, me dije impactado por su conducta. Si algo tenía claro era que aquel animal era dócil y cariñoso y que nunca me había arañado o se había comportado ariscamente con otras personas. Le llamé varias veces, mas no me contestó ni apareció, así que apresurado desayuné y posteriormente me dirigí a mi empresa.

Ya en la calle me di cuenta de que la gente se giraba al verme pasar y que principalmente las señoras me contemplaban con ojos ardientes, como diría mi viejo amigo Onésimo Cantalapiedra, compositor de coplas y cantilenas. Asombrado me paré varias veces en las lunetas de los comercios para ver si mi rancio traje tenía alguna mancha o si aquella presunta mácula ensuciaba mi cara. Pero no, mi chaqueta, aunque anticuada se hallaba impecable y, pese a que mi aspecto no era precisamente agraciado, la pulcritud continuamente me escoltaba. Entré en el antediluviano inmueble de la calle Santo Tomé, esquina con Santa Gracia de los Capuchinos -donde se ubicaba la pastelería más popular de la ciudad, y compraba yo mis sobaos y pastelitos de chocolate cada domingo-, allí estaba como siempre Melchor Cifuentes, el conserje, un viejo algo cegato y cándido que adoraba a la Piquer y al Real Madrid. Aquel anciano era el único con el que acostumbraba a conversar un rato y puedo decir con gratitud que su amena charla saciaba en parte mi desazón por sentirme un compañero invisible para los restantes empleados de la firma. Melchor me saludó con su sonrisa de dentadura postiza.

-¡Buenos días!

-Buenos días, Melchor, ¿qué tal se encuentra?

Pero al acercarme su insulsa mueca desapareció abriendo la boca con desmesura. ¡Juro por Dios que le vi hasta la última muela!

-¿Le pasa a usted algo? –le inquirí asustado al verle blanco como la cal de la pared.

Negó con su nevada cabeza y cuando hice ademán de tocarle -pues pensé que le había dado un mareo o un amago de infarto-, se echó hacia atrás y se encerró en su portería. Desconcertado le dejé, pues no me atreví a hacer nada más. ¿Qué ocurría aquella extraña mañana? Mi gato escapaba atemorizado al hablarle, los viandantes -sobre todo las damas-, me contemplaban de forma inaudita y ahora, don Melchor, el único amigo que tenía en aquel lugar me huía como si hubiera visto al mismísimo Satanás... La sacudida del ascensor, al parar en la planta número veinte alejó mis aturdidos pensamientos.

Inesita Bermúdez, la guapísima secretaria de don Servando, mi jefe, con su aire de chica pin-up de los 50, con sus larguísimas piernas entubadas en su ceñida falda negra, sus henchidos labios color sangre y sus interminables pestañas artificiales, me escrutó con gesto pasmado. Segundos después pronunció un expresivo:

-¿Lóooopez?

-Sí, señorita Inés...

-¿Eres tú?

¿Cómo que si era yo? ¡Qué pregunta más absurda! Por un momento pensé que a aquella “femme fatale de oficina” se le habían derretido todas las neuronas de su cerebro en su bote de laca de uñas.

-¡Desde que nací me llamo Federico López Martínez, señorita Inés! –exclamé mirándola fijamente-. Y trabajo aquí desde hace quince años.

-Sí, ya lo sé, pero es que... Le veo diferente hoy –musitó tocándose graciosamente un dorado rizo con un pícaro mohín de musa de calendario y posteriormente manifestó las mágicas palabras-. Podríamos quedar luego para tomar una copa, ¿le parece?

Dos días antes hubiera querido que la tierra me tragara; sin embargo, sin poder comprender el motivo, mi carácter retraído había desaparecido en un santiamén y acepté la invitación de aquella vampiresa con agrado. Suspiré cuando las voluptuosas curvas se encaminaron hacia el privado de don Servando, las notas de su carísimo perfume penetraron por mis fosas nasales y una mema sonrisa me escoltó hasta que me senté en mi apartado escritorio. Los números y la contabilidad pasaron a un segundo plano aquella excelente jornada, ya que no sólo Inesita Bermúdez resultó mi fantasía hecha realidad; la camarilla de mecanógrafas que contribuyeron a que me sintiera “el hombre invisible” durante décadas de pronto se unían a la pin-up y me atosigaban hasta creerme un Adonis. El personal masculino, pasmado, las veía pasar y pelearse entre ellas por conseguir una cita con aquel insulso contable y hasta el considerado “guaperas oficial del departamento”, el ingenioso y calavera Rodrigo Martos San Juan se quedó sin habla.

Pasada la primera impresión, Martos se acercó hasta mi mesa con aquel típico andar de “machito ibérico que las ponía a cien”, y atusándose el engominado cabello, me interpeló:

-¿Qué demonios haces, López?

-¿Qué pasa, Martos, te molesta la competencia? -repliqué con aquella otra pregunta, y le miré con descaro y sin el temor que siempre me causaban sus chistosos comentarios.

En aquel instante “el gran conquistador” se quedó petrificado. Su labio superior comenzó a latir exageradamente y sus grises pupilas se agrandaron hasta casi salirse de las cuencas. Nadie pudo explicar lo que sucedió a continuación, Rodrigo salió como alma que lleva el diablo de la sala y varios de los que les reían continuamente sus gracias, le siguieron por las escaleras. Acaricié mi preciada Piedra Azul, pues ahora estaba seguro de que ella era la causante de aquella inusitada osadía y de los agradables sucesos que estaban ocurriendo. Igual que el gallo que se apropia del corral ajeno, mascullé:

-¿Alguien más quiere saber qué me ocurre?

El silencio se propagó por toda la oficina y ninguno se aventuró a discutirme. Por primera vez me sentí el vencedor de una batalla épica. Yo, el aburrido supervisor de las cuentas de don Servando y simplón sujeto, había vencido al Goliat de la seducción y era el amo de aquel sitio.

Semanas después, mi ego siguió creciendo: los varones me respetaban y me temían, y las féminas se sentían cautivadas ante mi atractivo y mi encantadora labia, pero lo que yo no sabía era que al mismo tiempo que me endiosaba en aquella realidad, iba perdiendo todas las virtudes que anteriormente fui atesorando en mi corazón. El nuevo Federico era un hombre arrogante, cínico, libertino, frío, presuntuoso..., que había perdido la amistad de Melchor Cifuentes, el bedel del edificio, que pasaba del que había sido su fiel animal doméstico, y que ridiculizaba a todo el que antiguamente se había mofado de él. Rodrigo Martos cogió la baja por depresión e Inés Bermúdez, la despampanante imitadora de las Ditas Von Teese del planeta, había descuidado su glamour y se humillaba asiduamente para obtener una simple caricia mía, mas solamente logró una aplastante indeferencia que la debilitó hasta enfermar. Actualmente tenía la oportunidad de encandilar a cualquier dama, ¿por qué salir sólo con una?

Mi viejo conocido, Onésimo Cantalapiedra, el compositor de letras y amigo de poetas, llamó a mi puerta el domingo a las cinco en punto. Venía a merendar como cada festivo y a tararearme sus últimas composiciones que según él las iba a cantar el solista más famoso del momento. Yo las oía y después le decía cuál me parecía la mejor, así había sido los últimos diez años. Pero ahora me disgustaba vislumbrar su lamentable aspecto de bohemio, sus descuidadas barbas, sus regordetas manos moteadas de tinta, los borrones que salpicaban su camisa y, sobre todo, me asqueaba verle devorar los pastelitos con un apetito tan insaciable como si no hubiera probado bocado en toda la semana.

-Desde luego que pareces otro, Federico. -dijo mientras masticaba con gula el séptimo dulce que se zampaba.

-Pues yo me veo igual que siempre.

-Que no, hombre, que no. El timbre de voz es el mismo, pero tu fisonomía es distinta, ¿te tocó la lotería y te operaste?

-No, Onésimo, es más sencillo de lo que tú crees. Te voy a contar un secreto, pero me tienes que prometer que nunca se lo contarás a nadie.

El anciano se chupó sus dedos manchados de chocolate y luego asintió contemplándome con algo de desconfianza.

-Todo se debe a un deseo y a un talismán.

-¿Un deseo? ¿Un talismán?

Saqué mi joya del bolsillo y se la mostré con orgullo.

-Ella es la que ha transformado mi vida.

Y a continuación le revelé lo que había sentido aquella noche que la hallé en la avenida y todo lo que había ocurrido desde entonces, pues aunque yo me seguía viendo con mi misma apariencia, los demás percibían la imagen que siempre había deseado tener. Onésimo, maravillado, me preguntó:

-¿Tú crees en la magia, Federico?

-Antes no creía, pero ahora no cambiaría mi turquesa ni por todo el oro del mundo.

-¿Me la dejarías para que también se cumplieran mis sueños?

-Lo siento, Onésimo, no te enfades, pero la Piedra Azul es de mi propiedad y como comprenderás no puedo deshacerme de ella.

-Yo sólo te estoy diciendo que me la prestes y que…

-No, no insistas.

Onésimo Cantalapiedra enmudeció, aunque un vestigio de audacia apareció de repente en sus acaramelados ojos.

-¿Podrías traerme un vaso de agua, amigo mío?

-Claro.

Antes de dirigirme a la cocina, fingí dejar mi valiosa gema en un lugar visible para ponerle a prueba y ocultándome divisé su oronda figura que rebuscaba entre los cajones de mi cómoda. ¡Maldito ladrón! ¿Cómo se atrevía a hacerme aquello? Indignado salí de mi escondite anhelando desenmascararle, mas disimulé mi irritación y con una falaz sonrisa le di la bebida que me había solicitado. Onésimo, acalorado, la ingirió de un solo sorbo y después habló:

-Tengo que marcharme, Federico.

-¿Ya, maestro?

-Sí, hasta otro día. -Y me dio su acostumbrado abrazo de oso yéndose con presura.

Fue al quitarme la ropa cuando me di cuenta de que al final el compositor de letras me había robado mi reliquia. ¡Había aprovechado la despedida! ¡Su abrazo de plantígrado! Una serie de improperios, a cuál más soez, salieron de mi boca al recordar el ignominioso momento. Y como un demente salí de mi domicilio.

Llegué hasta la casa de Onésimo con los ojos inyectados en sangre, con la furia envenenándome las venas y con el vengativo deseo de hacerle pagar su infame fechoría. La lluvia no sólo calaba mi aterido cuerpo, aquellas minúsculas y heladas gotitas alentaban, asimismo, mis insensatas cavilaciones; mas juro que en aquel intervalo de tiempo quien expone esta historia no era una persona normal, estaba poseído por aquella Piedra Azul y únicamente ansiaba tenerla nuevamente en mi poder.

La anciana inquilina que vivía en aquel rancio caserón, me vio cuando entré en el portal. Doña Virtudes Salazar, viuda de Armendáriz, mantenía un inmemorial hábito difícil de abandonar: espiar a sus vecinos y a todo aquel que traspasara las puertas de su hogar. Por supuesto, ni me acordé de aquella dulce viejecita que me conocía desde hacía muchísimos años ni de su particular forma de entretenimiento. Subí los escalones de dos en dos hasta llegar al piso tercero. Casi eché el portón abajo esperando que Onésimo me abriera. Éste, atónito, me dejó pasar y después... Sólo recuerdo gritos, golpes y alguna que otra silla derribada. Cuando la cordura regresó a mí, me hallé de cuclillas en el suelo, con mis manos teñidas de sangre y un enorme cuchillo jamonero que, posteriormente supe, había sustraído del bar de la esquina donde previamente había tomado varios Riojas y una tapa de morcilla de Burgos. El pobre Onésimo, tendido panza arriba, tenía un enorme tajo en el cuello por el que brotaba un espeso flujo de color rojo y aunque intenté taponar la herida para que no se desangrara, el autor de fandangos, coplas y cantinelas, que siempre codició ser reconocido por los artistas, expiró en mis ejecutores brazos.

Doña Virtudes, que había llamado a la policía al escuchar tanto escándalo, irrumpió con éstos en la casa. Sus chillidos y los de las vecinas del primero me persiguieron durante meses. El sargento Pinilla me detuvo sin resistencia, pues me entregué tan dócil como un corderito. La Piedra Azul no estaba allí.

La gente se arremolinó por los alrededores al conocer el crimen. Sin quererlo el infortunado Onésimo, que ansiaba salir en los noticiarios y en los periódicos provinciales por su arte, destacó en primera plana durante varios días tras su cruel fallecimiento:”Onésimo Cantalapiedra Gómez, respetable músico de nuestra provincia, muere a manos de un amigo por asuntos que todavía no están claros. Federico López Martínez, el asesino, le seccionó la aorta con un cuchillo de grandes dimensiones después de tomar un aperitivo en el bar “Los Molinos”...

Cuando era conducido al furgón policial, esposado y cabizbajo, oí la voz de una joven que le decía a otra:

-Además de asesino es más feo que Pedro Botero... -Meses después leí en un libro que el tal Pedro Botero, era el mismísimo diablo.

Sentí un estremecimiento y el dolor por el acto que había ejecutado horas antes, emergió con todas sus consecuencias. Aunque estuviera arrepintiéndome toda mi existencia por aquello, Onésimo no volvería a escribir un pentagrama más, ni respiraría ni comería pastelitos de chocolate los domingos... Lloré amargamente mientras dos agentes me subían a un vehículo camuflado.

-Por favor, ¿puedo coger un pañuelo? –rogué hipando.

El más alto asintió y como pude metí mi mano en uno de los bolsillos de mi pantalón. ¿Se me había roto el forro? Mis labios temblaron al comprender lo que había sucedido. En la entretela, protegida como un tesoro, se encontraba mi valioso fetiche. La cogí, asqueado, pues comprendí, en esos terribles segundos, que había matado a una persona por una obsesión incomprensible. La turquesa se resbaló de mis dedos y cayó al mojado pavimento. Antes de que cerrasen las puertas del automóvil, pude ver cómo un desconocido se agachaba y cogía aquella maldita Piedra Azul...”

Un estruendoso silencio se apoderó de la destartalada sala donde el recluso y el que rubrica esta publicación, habían pasado las últimas horas de la tarde. El primero, declarando los eventos tal como pasaron, y yo descorazonado por lo que acababa de averiguar. El flacucho y desgarbado Federico López me miró con ojos apenados, luego volvió a decir:

-Esta es mi historia, trágica y triste. Le suplico que les diga a sus lectores que el remordimiento siempre me acompañará por lo que hice.

Asentí impresionado por sus palabras, pero antes de dar por finalizada la entrevista, le realicé la última pregunta:

-¿Le molesta que le llamen el asesino de la Piedra Azul?

-Sí, porque ahora sé que ella anuló mi razón y que en algún lugar otro desgraciado se convertirá en su incondicional devoto. Sabe, señor Carrión, en un principio la gema te encandila, absorbe la energía de uno, poco a poco, y después... ¡Ya sabe lo que ocurre! Espero que no sea demasiado tarde para el infeliz que la conserve.

Nos despedimos y salí del centro penitenciario con una gran conmoción. Busqué algo entre los bolsillos de mi gabán. En la palma de mi mano derecha brillaba un guijarro del mismo color que mis ojos.

-Si la llevas siempre contigo, Gustavo, aumentará tu intuición y tu capacidad para conectar mentalmente con los demás –me manifestó mi tío Félix, uno de los joyeros más estimados del municipio.

Aquel extraño pedrusco que me había encontrado precisamente en la calle Ribera el día de la detención de Federico López, me había traído suerte. Pero a ésta no se la podía tentar demasiado. Si ese hombre había sufrido sus efectos perniciosos, ¿no me podría ocurrir a mí lo mismo? Ahora sabía con certeza que aquella piedra era la misma que había seducido anteriormente a mi entrevistado. Me acerqué lentamente hasta la alcantarilla más próxima e hice lo que ninguna de sus víctimas se habían atrevido a hacer jamás. Mientras veía como se la tragaban las aguas turbias de la ciudad, las dudas me reconcomieron. ¿Había hecho lo correcto? ¿Me sentiría solo sin su protección? El desaliento se apoderó de mí, pero ya nada se podía hacer. El conducto se la había tragado y su brillo había desaparecido para siempre. Minutos después, ya repuesto del abatimiento que había menguado mis sentidos, comencé a andar y me prometí que la olvidaría.

A la mañana siguiente, los suscriptores del diario comarcal leían mientras desayunaban la penosa historia de Federico López y su Piedra Azul. Mis compañeros me felicitaban por la entrevista y mi jefe me asignaba un nuevo reportaje.

Velasco, el fotógrafo del rotativo y yo, miramos asombrados el cenagal donde iban a parar las hediondas aguas del municipio. Allí, en medio de desperdicios y objetos dispares, flotaban miles de gemas de color azul…
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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyMiér Sep 28, 2011 4:21 pm

Los Versos Perdidos es un relato que se haya publicado en la antología titulada "Tejiendo versos y relatos", que la Diputación de Huelva ha editado a la Asociación literaria Nuevo Horizonte 2002 de Huelva, a la que pertenezco.
LOS VERSOS PERDIDOS

Aquel apolillado mueble se encontraba desde hacía muchísimos años arrinconado en el almacén del viejo teatro. Nadie sabía a quién había pertenecido ni tampoco cómo había llegado hasta allí; sin embargo, la archivadora guardaba en sus desvencijados cajones un tesoro literario, aún por descubrir, que a cualquier bibliófilo le hubiese gustado tener en su colección.

El propietario de aquel mágico lugar, donde se habían escenificado cientos de obras, estaba arruinado y las puertas del Histrión, nombre del emblemático edificio, se habían cerrado para siempre.

Alba Mendoza, la hija del empresario, estaba triste. Ella se había criado entre bambalinas, tramoyas y decorados, había aprendido a hablar oyendo a los clásicos, a andar imitando a los comediantes y los dramas y comedias, que en aquel mítico escenario se habían representado, provocaron desde su más tierna infancia el afán por conocer las biografías de los autores más brillantes del género. Si bien, ella también era una amante de la poesía, de la narrativa y de las Artes en general y por eso se hallaba tan afectada. Miró el enorme telón que, en aquel momento, permanecía subido y después el silencioso patio de butacas. ¿Por qué había sucedido aquello? ¿Cómo su padre había confiado en personas ajenas al mundo del espectáculo, para llevar la administración del recinto?, se preguntó sin encontrar respuestas. Luego se dirigió hacia el lugar donde Mario, el tramoyista, y varios operarios recogían todos los utensilios que allí se almacenaban y los metían en enormes cajas de cartón. La joven les saludó y decidida se dispuso a ayudarles. Guardó en un baúl el vestuario que los actores habían utilizado en la última función, las boas y sombreros de pico, los polisones y enaguas, los guantes de Gilda… Una traicionera lágrima se le escapó al evocar sus juegos de niña y las veces que se había disfrazado con aquellos trajes e imitado a los protagonistas que veía en escena. Mario le sonrió comprendiendo su desazón.

-No llores, Alba, empañarías los felices recuerdos que tienes del Histrión.

-No quiero llorar, Mario, pero la emoción me embarga en este instante… -pronunció con la voz entrecortada-, son tantos los recuerdos y los momentos tan maravillosos vividos en este sitio que no puedo reprimir las lágrimas.

-Te comprendo, hija, mas nada se puede hacer. Don Fernando se dejó convencer por esos caballeros y ya ves…

-Mi padre ha sido muy ingenuo. ¡Si yo pudiera encontrar la forma de pagar todas las deudas!

El anciano suspiró y después se acercó con paso lento hasta la pared donde se apoyaba el antiguo fichero. Pasó un paño por encima de la carcomida caoba y musitó con una sonrisa desdentada:

-Éste si que está mal.

Alba se puso en pie y se aproximó hasta donde el viejo empleado del teatro se encontraba.

-¿No es ésta la archivadora que papá tenía en su despacho?

-Creo que no. Siempre ha estado en este rincón.

La joven rozó con sus dedos la desgastada madera.

-¿Tendrá algún documento en su interior, Mario?

El hombre se encogió de hombros.

-No lo sé, hija, si quieres lo comprobamos.

Sin embargo, no pudieron abrir los cajones, ya que éstos estaban cerrados con llave. El tramoyista fue en busca de sus herramientas y poco después la joven y él se hallaron sentados en el suelo con cientos de papeles a su alrededor. Casi todos los documentos eran títulos de compra y venta y manuscritos sin ningún valor, pero Alba intuía que algo importante se ocultaba en alguna de aquellas casillas. Mientras Mario ordenaba los pliegos, la adolescente tocaba cada uno de los resortes y clavijas que sobresalían del interior. Un sonido, parecido al crujido de una tela al romperse, la sobresaltó. Tras unos tensos segundos, un compartimiento secreto se abrió y Alba vislumbró un legajo enrollado. Nerviosa retiró el plástico que lo envolvía y su cara se transformó al leer los nombres que allí estaban escritos.

-¡No puede ser! –gritó asombrada.

-¿Qué ocurre, niña? –le preguntó Mario con gesto asustado.

Alba tragó saliva antes de hablar:

-Tengo en mis manos, Mario, los versos perdidos de Juan Ramón y Zenobia. Aquel borrador que escribieron conjuntamente y que ningún editor publicó, pues se extravió en el trayecto que hicieron de Nueva York a Puerto Rico.

El anciano se puso sus gafas y ávido leyó las hojas que la muchacha le entregaba. Minutos después exclamaba alborozado:

-¡Tienes razón, hija! Estos papeles valen una fortuna.

-Tenemos que decírselo a papá. Si se confirmara su autenticidad, el Histrión se salvaría.

Y así fue, expertos en la obra juanramoniana corroboraron que aquel texto era auténtico y la Institución, que promociona y custodia los documentos del genial poeta y de su esposa, le compró el valioso escrito. Don Fernando y Alba viajaron hasta Moguer invitados por la Fundación y, meses después, el teatro de los sueños volvió a izar su telón y la vieja archivadora recuperó todo su esplendor y un sitio preferente en la casa de los Mendoza.




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MensajeTema: Re: El rincón de Sirafer   El rincón de Sirafer EmptyMiér Sep 28, 2011 4:23 pm

EL DESNUDO EN LA VENTANA

El guardia de seguridad sonríe al anciano que entra en el Museo provincial. Elegantemente ataviado con un traje azul oscuro y una rosa roja en la mano sube las escaleras que conducen hasta la planta alta, allí donde se hallan las Salas de Exposiciones de Bellas Artes. Nadie sabe su nombre ni tampoco su procedencia, pero es un visitante habitual de la pinacoteca onubense. Saluda cortés al personal que se encuentra por las galerías y luego se sienta en un banco y la contempla como la primera vez. Sus ojos, arrugados por la edad y la añoranza, se deslizan lentamente por la tela. Ella permanece estática sumida en una silenciosa y acentuada mudez, ajena a todo lo que acontece a su alrededor. Sus cabellos oscuros caen lánguidamente por el almohadón y su piel, sensual y aterciopelada, reclama las caricias de antaño, esas que un día desaparecieron… Su postura de Venus incita al deseo, al placer de los sentidos; sin embargo, a él sólo le provoca ternura y un sentimiento de culpa.
Sebastián, uno de los empleados del Museo, se acerca hasta donde el octogenario caballero se encuentra y le habla con preocupación:
-¿Le ocurre algo, señor?
El hombre suspira y le contesta tras unos segundos de mutua observación:
-No, hijo, sólo estoy emocionado.
Sebastián sabe que los cuadros de Vázquez Díaz causan sensaciones especiales a muchas personas que visitan el Museo. Los retratos de personajes ilustres de España, los cautivadores paisajes, su influencia parisina…, resumen la historia de una época casi olvidada.
El muchacho vuelve a hablar:
-El Desnudo en la ventana es una obra singular. El erotismo que emana del cuerpo femenino es fascinante. Los trazos del pincel, los juegos de luz y los contrastes son fabulosos….
-Sí, yo vi cómo lo pintaba…
-¿De verdad?
-Sí, ¿quieres que te lo cuente?
Sebastián asiente. El anciano entorna los párpados y los recuerdos comienzan a fluir poderosamente en su mente. Su voz resuena en la amplia estancia…

“Antes de la Guerra Civil, quería estudiar Bellas Artes en la Academia de San Fernando de Madrid, pero cuando estalló el movimiento todo cambió. Como la mayoría de los jóvenes de mi generación tuve que ir a luchar al frente, me hirieron y la metralla se quedó para siempre en una de mis piernas, lo que me provocó una leve cojera y el fin de mi participación en aquella fraticida contienda... En aquel convulso Madrid del 39 mi vida transcurría penosamente; con todo, gracias a un amigo de mi padre, entré en el taller de uno de los pintores más reconocidos del país, el del genial nervense Daniel Vázquez Díaz y pude cumplir mi sueño: pintar. En aquel lugar, repleto de botes de óleo, pinceles, disolventes y cientos de lienzos, la conocí. Todos los días venía al estudio, vestida con un desgastado traje y sus medias de rejilla. El olor a perfume barato inundaba las fosas nasales de todos los aprendices y del retratista, pero ninguno decía nada. Hipnotizados por su belleza, veíamos cómo se iba desvistiendo y cómo su erótica desnudez competía con la luz de la mañana. Los dos ayudantes de don Daniel y yo enrojecíamos cuando nos sonreía de aquella forma tan seductora. El maestro reía al percibir la turbación que nos envolvía y ella también.
-Es una mujer de la mala vida… -murmuraba uno de los discípulos del pintor.
-Pero es hermosa la condenada… -contestaba el otro con ojos lascivos.
Yo callaba y contemplaba absorto las pinceladas que iba trazando en el lienzo mi mentor e imaginaba, a la misma vez, la penosa existencia de aquella joven. Horas después, volvía a vestirse y se marchaba contoneando sus perfectas caderas por el pasillo, dejando un rastro de resignación en nuestras anhelantes pupilas.
Un día, lluvioso y gris, la busqué por callejuelas infectas de desesperación y de inmundicias. El hedor de la miseria me golpeaba a cada paso y, aunque yo estaba muerto de miedo, proseguí con mi peculiar rastreo hasta encontrarla. En uno de esos hediondos antros la vi, rodeada de barbudos y grasientos marineros, entre borrachos que no se tenían en pie y toscas comadronas de arrabal. Fumaba con las mejillas inflamadas por el vino y sus carcajadas desafiaban el triste lamento de un acordeón. No me atreví a entrar. La rosa que llevaba en mi mano derecha cayó al suelo y la lluvia la empapó. Mientras me alejaba de aquel lugar, oí una voz que decía:
-Uno de tus enamorados te ha dejado una flor, Mara…
Al día siguiente, recibí una noticia impactante: todos comentaban que la prostituta que habían asesinado en los suburbios de Madrid era Mara, la bella y cautivadora modelo que Vázquez Díaz había contratado para pintar desnuda. Una trifulca entre matones había provocado aquel trágico suceso, según narraban los periódicos matutinos… Aún recuerdo su rostro ensangrentado, su turbia mirada y, sobre todo, el rictus amargo de los labios que yo nunca besaría…”
El anciano enmudece repentinamente y vuelve a escrutar el cuadro que tanto admira. Sebastián carraspea y luego musita:
-Usted no debería sentirse culpable de su muerte… Aquellos tiempos fueron terribles y muchas personas tuvieron que sobrevivir de cualquier manera… En cuanto al crimen, ¿qué hubiese podido hacer para impedirlo?
-Seguramente nada, pero todas las mañanas me levanto con ese dolor. Ni siquiera sé donde está su tumba, por eso le traigo rosas rojas cada vez que vengo a Huelva…
-Mis compañeros se extrañaban cada vez que se encontraban las flores en el banco; pero a partir de hoy, usted podrá dejarlas en este sitio, nadie se lo impedirá. Se lo prometo.
-Muchas gracias, hijo. No olvides nunca que el primer amor, aunque no sea correspondido siempre quedará grabado en un rincón del corazón.
El hombre se incorpora con lentitud y agradece sonriente la amabilidad del guía del Museo.
-Tengo que marcharme, mi tren sale a las cinco de la tarde…
-Espero verle la próxima vez que nos visite.
Él responde con un ligero movimiento de su nevada cabeza y después se encamina cojeando hacia la salida. Sebastián suspira enternecido por la historia que acaba de conocer. Mira el Desnudo en la Ventana y cree ver en los rasgos de la sugerente Mara un atisbo de sonrisa y la dulce serenidad que Daniel Vázquez Díaz realzó para la posteridad.
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