Sí, todos ustedes lo habrán creído, y que conste que yo también. Pero tras mucho indagar, tras mucho recorrer archivos y hemerotecas, puedo asegurar, y aseguro, que “él” no vino en un barco. Todo fue una ilusión de ella. Y la condenada lo explicaba tan bien que llegamos a creerla.
Queda claro que si no había barco éste no tendría ni nombre español ni extranjero. Llegamos a creer, ya que ella así lo pregonaba, que en su brazo había un tatuaje. En realidad tampoco era de extrañar, hoy todo el mundo se tatúa, por lo tanto un tatuaje más o menos poco importaba, ahora eso del nombre de mujer ya escamaba un poco, porque la gente se tatúa un dragón, unas letras japonesas, el escudo del Real Betis, la marca de su coche preferido, la Copa Confederaciones, pero el nombre de una mujer, como que no.
Lo que nunca pasó por mi cabeza como cierto era aquello del manchado mostrador; de ser cierto sería conveniente pedir la hoja de reclamaciones y anotar la suciedad. ¿De qué estaba manchado el mostrador? ¿De restos de aguardiente? ¿de tortilla de patata o calamares a la romana? Y es que llegar en un barco, de nombre extranjero, y ponerte a contar a la primera chalada que veas la vieja historia de tu amor, queda más hortera que ir con sombrero cordobés a la recepción del obispo de Roma. Si además la chalada, con excesivas ganas de calor de marino, se enamora de ti, ya la has jorobado muchacho, porque te seguirá a todas partes, irá de puerto en puerto preguntado por ti a todos los marineros, y aunque nadie le diga si estás vivo o muerto, la muy lagartona seguirá eternamente buscándote.
Un consejo, lo primero es que no se enrole en barco de nombre extranjero. No se tatúe el brazo con nombre de mujer, y por muy sucio que esté el mostrador de la cantina del puerto, no le cuente sus amores a la primera loca que se te acerque. Créame.
El P©stiguet