Gabriel Albiac. La muerte. Metáforas, Mitologías, Símbolos. Ed. Paidos. 1996, pág 115-116
"Ibant obscuri sola sub nocte per umbram..." Fue en una noche de hace diez años en la "Astoria" de Madrid y en un concierto iniciado con algo más de dos horas de retraso. Lo normal. Como normal, ser cacheados por sórdidos matones a la entrada y torvamente vigilados por los guardianes de la ley y el orden a la salida. un tipo, inverosímilmente demacrado, bamboleándose ante un micro en medio de un escenario. Estupefacto. Alguien le había colgado al cuello una guitarra eléctrica, como le habría podido atar un bloque de cemento antes de dejarlo al borde de un mar profundo. Un par de músicos trataban vanamente de arrebatarlo de su lejanía, esencial e irrevocable. Como un muñeco de feria en el proscenio, aguardando el definitivo pelotazo que lo dejara allí tirado para siempre. No sabía dónde estaba ni qué hacía. Era evidente. Algún automatismo milagroso le hacía bruscamente alzar la mano, golpear a ciegas las cuerdas de la guitarra, quedarse luego en silencio o barbotar incoherencias en un inglés dificilmente inteligible. Hubo un momento incluso en que, con esfuerzo tan doloroso como vano, trató de hilar una canción -tal vez alguna de las viejas cosas de The New York Dolls, no lo recuerdo-. No logró sostener la apuesta más allá de treinta segundos. Al principio, el público pensó que era una broma y trató de seguirle el vacie guapamente. A los quince minutos de balbuceo escénico, nadie hubiera sabido persistir en la ficción. Aquel tipo podía reventar de un colapso a cada instante. Un silencio de muerte se iba apoderando de la atiborrada sala. Nadie que no haya transitado ese mundo desgarrado del rock and roll podría comprender el reverente homenaje de una gente que ni siquiera reclamaba la devolución de sus entradas, que permanecía inmóvil mientras a la marioneta se le iban rompiendo, uno tras otro, todos sus hilos. Juro que no he asistido nunca a nada así. Alguien se lo llevó de delante de los focos. Hubo un vacío largo, del cual ese mismo alguien lo hizo volver luego. Sobreacelerado ahora, hablando por los codos, aporreando sin ton ni son la guitarra, discutiendo con los músicos, obviamente hartos, que lo acompañaban. Arremetía contra una canción, casi de inmediato olvidaba la letra, poco después la música, enlazaba con otra igualmente catastrófica y otra, y otra, y otra... Los cascos cristalinos del caballo sobre guitarra, cuerpo y cerebro de aquel despojo de las muñecas neoyorquinas quebraban el alma. Nadie se movió. Tal vez esperábamos verlo morir en escena por el precio de un concierto normal. Pero no murió Johnny Thunder aquella noche. Lo hizo cinco años más tarde. En París, creo, y, por supuesto, de sobredosis. ¿Quién nos librerará de la sospecha de haber pagado, en una noche de Madrid de hace diez años, por presenciar el espectáculo inconcluso de su muerte en directo...? Viajeros de las sombras.
Viajeros... Odiseo, que fue el primero. Eneas, luego. Pound y Joyce que los reescribieron y soñaron ser ellos. Rimbaud que quizá lo fue y que renunció a escribirlo. Otros... El viaje siempre es el mismo. Circular, la derrota de las naves, que da siempre con el héroe desnudo, abandonado en las arenas de una playa ignota que es siempre la antesala del infierno. "Es fácil el descenso a los infiernos..."
"Ibant obscuri sola sub nocte per umbram..." Fue en una noche de hace diez años en la "Astoria" de Madrid y en un concierto iniciado con algo más de dos horas de retraso. Lo normal. Como normal, ser cacheados por sórdidos matones a la entrada y torvamente vigilados por los guardianes de la ley y el orden a la salida. un tipo, inverosímilmente demacrado, bamboleándose ante un micro en medio de un escenario. Estupefacto. Alguien le había colgado al cuello una guitarra eléctrica, como le habría podido atar un bloque de cemento antes de dejarlo al borde de un mar profundo. Un par de músicos trataban vanamente de arrebatarlo de su lejanía, esencial e irrevocable. Como un muñeco de feria en el proscenio, aguardando el definitivo pelotazo que lo dejara allí tirado para siempre. No sabía dónde estaba ni qué hacía. Era evidente. Algún automatismo milagroso le hacía bruscamente alzar la mano, golpear a ciegas las cuerdas de la guitarra, quedarse luego en silencio o barbotar incoherencias en un inglés dificilmente inteligible. Hubo un momento incluso en que, con esfuerzo tan doloroso como vano, trató de hilar una canción -tal vez alguna de las viejas cosas de The New York Dolls, no lo recuerdo-. No logró sostener la apuesta más allá de treinta segundos. Al principio, el público pensó que era una broma y trató de seguirle el vacie guapamente. A los quince minutos de balbuceo escénico, nadie hubiera sabido persistir en la ficción. Aquel tipo podía reventar de un colapso a cada instante. Un silencio de muerte se iba apoderando de la atiborrada sala. Nadie que no haya transitado ese mundo desgarrado del rock and roll podría comprender el reverente homenaje de una gente que ni siquiera reclamaba la devolución de sus entradas, que permanecía inmóvil mientras a la marioneta se le iban rompiendo, uno tras otro, todos sus hilos. Juro que no he asistido nunca a nada así. Alguien se lo llevó de delante de los focos. Hubo un vacío largo, del cual ese mismo alguien lo hizo volver luego. Sobreacelerado ahora, hablando por los codos, aporreando sin ton ni son la guitarra, discutiendo con los músicos, obviamente hartos, que lo acompañaban. Arremetía contra una canción, casi de inmediato olvidaba la letra, poco después la música, enlazaba con otra igualmente catastrófica y otra, y otra, y otra... Los cascos cristalinos del caballo sobre guitarra, cuerpo y cerebro de aquel despojo de las muñecas neoyorquinas quebraban el alma. Nadie se movió. Tal vez esperábamos verlo morir en escena por el precio de un concierto normal. Pero no murió Johnny Thunder aquella noche. Lo hizo cinco años más tarde. En París, creo, y, por supuesto, de sobredosis. ¿Quién nos librerará de la sospecha de haber pagado, en una noche de Madrid de hace diez años, por presenciar el espectáculo inconcluso de su muerte en directo...? Viajeros de las sombras.
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