Hoy he besado a Batty, y ojalá nunca lo hubiera hecho
Hacía algo más de diez años que, por circunstancias que no vienen al caso, tuve que marchar con mis padres a un país muy lejano de mi tierra. Yo contaba con apenas once años, y hoy, rebasados los veintiuno vuelvo al reencuentro de mi pueblo y poder abrazar a mi abuela que tanto hecho de menos, a mis amigos de la infancia y a Batty, la que nunca olvidé.
Soy de una pequeñísima población de Tarragona, una zona agrícola donde las masías se enseñorean del paisaje. La nuestra, nuestra masía, llamada la dels Forners, la he encontrado tan bonita como la dejé y como soñaba con ella, y allí, mi abuela Marieta sigue siendo la reina del lugar. Todos sus cinco hijos han abandonado el lugar, pero ella allí resiste, y “no se la llevarán a otro lugar —dice— que no sea el camposanto”. Vive con sus recuerdos y vive feliz.
Hoy, el primer día que estoy con ella, todo son atenciones, me ve más guapo, por supuesto todo un hombre y no aquel nen canijo siempre revoltoso e indómito. La abuela me mira y me remira y no para de contarme cosas de las masías vecinas, de mis antiguos amigos y sobre todo de Batty, a la que siempre consideraba como mi novia.
De Batty me ha dicho que es hoy una guapísima mujer, ya ronda los veinte años y tiene muchos pretendientes, pero que se rumorea que Felipe, el hijo mayor de los Puig, de la masía Braunegre parece ser el afortunado, son dos masías colindantes que los padres de ambos quieren unir.
Mañana —he dicho a la abuela Marieta— iré a hacer una visita a Batty.
A la mañana siguiente me dirigí hacia la masía Braunegre, para saludar a los padres de Batty y, por supuesto, a ésta. Al llegar cerca de la casa, un par de perros con cara de pocos amigos se acercaron a mí con fuertes ladridos, y allí, en el porche de la casa, una figura femenina los llamaba insistentemente y los calmaba. Con forme me fui acercando mi corazón me decía que era Batty, y así fue. Ella se quedó sorprendida pues de mi regreso nadie sabía nada en la población y según me contó luego algo le dijo en su corazón que aquella figura que se acercaba era la de su amigo El Proscrito. Tan pronto se cercioró que así era vino hacia mí con los brazos extendidos y una alegría en su cara que me estremeció de felicidad. Nos agarramos de las manos sin poder decir una sola palabra, y en un acto impulsivo nos abrazamos en un abrazo eterno y fugaz a la vez.
Nos contamos un millón de cosas y nos referimos a los tiempos en que yo la llamaba mi novia, y reímos como dos chiquillos, y nos inundamos de felicidad. No quise preguntarle por lo narrado por mi abuela en lo referente a su compromiso con Felipe, porque entendí que no era el momento oportuno. Después de saludar a sus padres y ser invitado para ir a comer a su casa el domingo siguiente, Batty y yo quedamos en vernos al otro día y recorrer los andurriales que tanto habíamos recorrido en nuestros juegos de niños.
En una loma cercana un viejo caserón dominaba toda la comarca. Fue una especie de castillo feudal hoy muy deteriorado que, nosotros, cuando niños, y supongo los niños de ahora, visitábamos no sin cierto temor, pues habían muchas leyendas sobre apariciones de seres infernales, se supone que ideas inventadas por las madres para evitar nuestras visitas ante el peligro de derrumbe que la construcción presentaba.
En nuestra primera cita pasamos cerca de la vieja construcción mientras recordábamos tiempos juveniles. Y entre risas y añoranzas nos acercamos a la puerta principal. Batty insinuó entrar en ella, y yo, justo es reconocerlo, vi una oportunidad muy buena para poder hacer lo que más deseaba en esos momentos, besarla apasionadamente entre aquellas paredes y en aquel lugar tan solitario tantas veces recorrido.
Entramos con cierto temor, pues los diez años transcurridos había deteriorado mucho más la casa; la puerta cedió y pasamos al interior. La oscuridad era total pues los ventanales estaban cerrados. Quise abrir uno pero me fue imposible, y mientras nos dirigíamos a la escalera central que daba acceso al piso superior, Batty se acercó a mí, y el contacto de su cuerpo aún encendió más mis ansias de estrecharla y besarla. Subimos con precaución y allí fuimos sorprendidos por una avalancha de pájaros, suponía que murciélagos o “ratpenats” como se les conoce en la comarca. Comenzaron a revolotear cerca de nosotros casi rodeándonos y emitiendo unos sonidos estremecedores. Eran centenares y, para ser sincero, me asusté. Batty, también, por supuesto, o al menos así lo creí. Se abrazó a mí y esta vez no dudé en besarla. Nuestros labios se unieron y con nuestras manos fuimos acariciando nuestros cuerpos al unísono.
Los “ratpenats” aún comenzaron a gritar con más fuerza y su revuelo era tan cerca de nosotros que nos rozaban. Tanto era así que alguno comenzó a picotearme y en un gesto de rabia los fui rechazando con mis manos y braceando. Mientras los rechazaba oí a Batty que me dijo: —¡No, por favor, no les hagas nada malo!
La gran sorpresa de mi vida es que al volverme para mirarla, Batty ya no tenía ese pelo rubio que tanto me fascinaba, ni sus ojos eran verde mar como los había visto sólo hacía unos segundos, Batty, mi Batty, mi novia de niño, tenía la cara igual como aquellos horribles pajarracos, Batty era un murciélago, un ratpenat.
Creo que la impresión me volvió loco y salí de la estancia aterrido, al bajar las escaleras en dirección a la calle tropecé con un gran espejo que había junto a la puerta de entrada, y me vi reflejado en él. Me vi, y ojalá no me hubiera visto nunca, pues mi cara era también la de un murciélago, la de un ratpenat.
YO, el proscrito
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Hacía algo más de diez años que, por circunstancias que no vienen al caso, tuve que marchar con mis padres a un país muy lejano de mi tierra. Yo contaba con apenas once años, y hoy, rebasados los veintiuno vuelvo al reencuentro de mi pueblo y poder abrazar a mi abuela que tanto hecho de menos, a mis amigos de la infancia y a Batty, la que nunca olvidé.
Soy de una pequeñísima población de Tarragona, una zona agrícola donde las masías se enseñorean del paisaje. La nuestra, nuestra masía, llamada la dels Forners, la he encontrado tan bonita como la dejé y como soñaba con ella, y allí, mi abuela Marieta sigue siendo la reina del lugar. Todos sus cinco hijos han abandonado el lugar, pero ella allí resiste, y “no se la llevarán a otro lugar —dice— que no sea el camposanto”. Vive con sus recuerdos y vive feliz.
Hoy, el primer día que estoy con ella, todo son atenciones, me ve más guapo, por supuesto todo un hombre y no aquel nen canijo siempre revoltoso e indómito. La abuela me mira y me remira y no para de contarme cosas de las masías vecinas, de mis antiguos amigos y sobre todo de Batty, a la que siempre consideraba como mi novia.
De Batty me ha dicho que es hoy una guapísima mujer, ya ronda los veinte años y tiene muchos pretendientes, pero que se rumorea que Felipe, el hijo mayor de los Puig, de la masía Braunegre parece ser el afortunado, son dos masías colindantes que los padres de ambos quieren unir.
Mañana —he dicho a la abuela Marieta— iré a hacer una visita a Batty.
A la mañana siguiente me dirigí hacia la masía Braunegre, para saludar a los padres de Batty y, por supuesto, a ésta. Al llegar cerca de la casa, un par de perros con cara de pocos amigos se acercaron a mí con fuertes ladridos, y allí, en el porche de la casa, una figura femenina los llamaba insistentemente y los calmaba. Con forme me fui acercando mi corazón me decía que era Batty, y así fue. Ella se quedó sorprendida pues de mi regreso nadie sabía nada en la población y según me contó luego algo le dijo en su corazón que aquella figura que se acercaba era la de su amigo El Proscrito. Tan pronto se cercioró que así era vino hacia mí con los brazos extendidos y una alegría en su cara que me estremeció de felicidad. Nos agarramos de las manos sin poder decir una sola palabra, y en un acto impulsivo nos abrazamos en un abrazo eterno y fugaz a la vez.
Nos contamos un millón de cosas y nos referimos a los tiempos en que yo la llamaba mi novia, y reímos como dos chiquillos, y nos inundamos de felicidad. No quise preguntarle por lo narrado por mi abuela en lo referente a su compromiso con Felipe, porque entendí que no era el momento oportuno. Después de saludar a sus padres y ser invitado para ir a comer a su casa el domingo siguiente, Batty y yo quedamos en vernos al otro día y recorrer los andurriales que tanto habíamos recorrido en nuestros juegos de niños.
En una loma cercana un viejo caserón dominaba toda la comarca. Fue una especie de castillo feudal hoy muy deteriorado que, nosotros, cuando niños, y supongo los niños de ahora, visitábamos no sin cierto temor, pues habían muchas leyendas sobre apariciones de seres infernales, se supone que ideas inventadas por las madres para evitar nuestras visitas ante el peligro de derrumbe que la construcción presentaba.
En nuestra primera cita pasamos cerca de la vieja construcción mientras recordábamos tiempos juveniles. Y entre risas y añoranzas nos acercamos a la puerta principal. Batty insinuó entrar en ella, y yo, justo es reconocerlo, vi una oportunidad muy buena para poder hacer lo que más deseaba en esos momentos, besarla apasionadamente entre aquellas paredes y en aquel lugar tan solitario tantas veces recorrido.
Entramos con cierto temor, pues los diez años transcurridos había deteriorado mucho más la casa; la puerta cedió y pasamos al interior. La oscuridad era total pues los ventanales estaban cerrados. Quise abrir uno pero me fue imposible, y mientras nos dirigíamos a la escalera central que daba acceso al piso superior, Batty se acercó a mí, y el contacto de su cuerpo aún encendió más mis ansias de estrecharla y besarla. Subimos con precaución y allí fuimos sorprendidos por una avalancha de pájaros, suponía que murciélagos o “ratpenats” como se les conoce en la comarca. Comenzaron a revolotear cerca de nosotros casi rodeándonos y emitiendo unos sonidos estremecedores. Eran centenares y, para ser sincero, me asusté. Batty, también, por supuesto, o al menos así lo creí. Se abrazó a mí y esta vez no dudé en besarla. Nuestros labios se unieron y con nuestras manos fuimos acariciando nuestros cuerpos al unísono.
Los “ratpenats” aún comenzaron a gritar con más fuerza y su revuelo era tan cerca de nosotros que nos rozaban. Tanto era así que alguno comenzó a picotearme y en un gesto de rabia los fui rechazando con mis manos y braceando. Mientras los rechazaba oí a Batty que me dijo: —¡No, por favor, no les hagas nada malo!
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Creo que la impresión me volvió loco y salí de la estancia aterrido, al bajar las escaleras en dirección a la calle tropecé con un gran espejo que había junto a la puerta de entrada, y me vi reflejado en él. Me vi, y ojalá no me hubiera visto nunca, pues mi cara era también la de un murciélago, la de un ratpenat.
YO, el proscrito
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