El esplendor de la tipografía en España, que trajo consigo el arte del Renacimiento, sufrió gran decadencia en el siglo XVII, agravada durante el reinado de Felipe IV por su prohibición de imprimir papeles sin licencia, cuya disposición decía:

"No se estampen relaciones, ni cartas, ni apologías, ni panegíricos, ni gacetas, ni nuevas, ni sermones, ni discursos, o papeles sobre materias del Estado ni Gobierno, ni otra cualesquiera; ni copias, ni  diálogos, ni otras cosas, aunque sean muy menudas y de pocos renglones, sin examen ni aprobación. Madrid, 13 de junio de 1627".

Para los contraventores se aplicaban penas de multas y de destierro; tenían que satisfacer cincuenta mil maravedíes y permanecer dos años fuera de su residencia por la primera vez que incumpliesen aquella pragmática, penas que eran aumentadas en caso de reincidencia. Más tarde fueron regulándose los procedimientos que habían de seguirse para la impresión de libros, hasta la promulgación por las Cortes de Cádiz, en 1810, de la ley que permitía el libre ejercicio de la imprenta, anulada en cuatro años más tarde por Fernando VII y restablecida en octubre de 1822.

La última prohibición en España para imprimir, ya un libro, ya un simple folleto, sin el pertinente permiso tras ser aprobado por la censura, data del franquismo, durante el cual todo impreso debía ser presentado al censor provincial, casi siempre perteneciente a Falange, y ser sellada la prueba antes de poder ser impresa y distribuida. Había pena de multa para el infractor, incluso cárcel. Así, por desgracia, de vez en cuando se despierta el político español: miedoso ante la libertad de expresión ajena.