Lo más obvio parece ser que la felicidad es el máximo bien. Nadie negaría el derecho a ser feliz por considerarlo el objeto mismo de la vida. ¿Qué sentido puede tener una vida si no se es feliz? Incluso, ser feliz es un bien social: si soy feliz mejor me voy a comportar con los demás. Voy a respetar con agrado las normas sociales y menor será la probabilidad de convertirme en un asesino serial o de meterme a la política.
Pero, ¿qué es ser feliz? Siguiendo el sentido común, ser feliz se asociaría a un estado interno de constante bienestar carente de limitaciones externas o internas a nuestros deseos, sin problemas de salud ni de dinero. Cumplir con estas condiciones parece ser lo más sensato a lo cual nos debemos abocar. Pero quizá no sea tan sencillo.
La felicidad como la hemos definido está en función de algunas condiciones para su realización: estar siempre bien, satisfacer mis deseos, tener dinero y gozar siempre de buena salud. Sin embargo, estas condiciones están sometidas, dada su naturaleza, a la fortuna y a la interacción con otras personas. En realidad, nuestro poder sobre estas condiciones es siempre pobre y contingente.
Pensemos en el amor. Sin duda, el amor es según el criterio general un sentimiento que nos brinda felicidad. Cuando estamos enamorados todo es maravilloso, estamos siempre satisfechos y no es posible querer algo más. Todo eso es muy bonito, pero trágico cuando entregamos el propósito de nuestra vida a la felicidad.
El amor es un sentimiento contingente y temporal. Depende que nuestra inclinación se favorezca a una persona en particular, a la vez que depende de la disposición de esa persona a corresponder nuestros sentimientos. También depende que las circunstancias sean favorables: no existan compromisos previos, como tampoco impedimentos que dificulten la relación: enfermedades, incapacidades o muerte súbita. En segundo lugar, el amor como sentimiento es mutable y somos incapaces de sentir siempre lo que sentimos, así lo queramos. Esto aplica tanto a nosotros como a la persona con quien estemos.
Es inevitable pensar que la felicidad pertenece al reino de la fortuna, y así es. Pero si nos empeñamos en nuestro “derecho” a ser felices haremos todo lo posible para reducir lo contingente y lo fortuito por su contrario, el control. Es imperativo, en tales condiciones, controlar las variables para mantener aquello que nos brinda felicidad: un trabajo, una relación, una casa, un estilo de vida… Así tengamos la certeza que alguien nos ama sabemos que puede llegar alguien que nos arrebate su atención. Si somos buenos en nuestro trabajo existe la posibilidad de que alguien mejor o por influencias se quede con nuestro empleo. Mi auto es mío, pero eso no impide que alguien me lo quite. También podría sufrir un accidente y quedar “inútil” para los estándares sociales.
Bajo tales riesgos, es natural que quiera mantener aquello que me hace feliz y elimine aquello que implique una amenaza. No puedo evitar el riesgo que mi pareja se enamore de otra persona, pero es evidente que a menor interacción con otras personas o ambientes sociales, menor la probabilidad que suceda. El siguiente paso es obvio: debo evitar que vea otras personas, y los medios instrumentales para ello no importan: puedo reducir su autoestima, chantajearla económicamente, posar de ser el hombre más bueno y comprensivo, amenazarla de muerte o un sin fin de otras estrategias; incluso, puedo renunciar a mi dignidad o ser un pelele obediente. En el empeño de mi legítimo derecho a ser feliz he convertido a mi pareja en un objeto de mi satisfacción y a los sentimientos de amor en miedo.
Este hecho no se limita al amor sino que se hace patente en todos los aspectos de nuestra vida. Si llega alguien nuevo al trabajo se convierte en un enemigo potencial, cualquiera que no posea las cosas que yo poseo querrá quitármelas. El otro lado de esta moneda es querer maximizar la felicidad. Esto implica, no sólo controlar aquello que me hace feliz, sino tenerlo en mayor cantidad. Un auto más lujoso, una casa más grande, una novia más bonita y joven (o tener más de una)… todo ello justificado en mi legítimo derecho a ser feliz por sobre todas las cosas.
Ahora bien, sería ridículo afirmar entonces que debemos renunciar a nuestra felicidad y deshacernos de todo aquello que nos brinda un bien. Sin duda, y espero haberlo mostrado adecuadamente, la cuestión de la felicidad es algo un poco más complicado que simplemente “querer ser feliz”. Surge una inevitable paradoja: en tanto más nos esforzamos en ser felices más propensos somos a no serlo. La felicidad como máxima sólo nos convierte en seres egoístas e insatisfechos, y a partir de cierto punto en malas personas capaces de hacer daño a los demás, si ello es necesario para nuestra “felicidad”. Vivimos en una sociedad en pos del bienestar y la riqueza, pero ¿es una sociedad feliz?
¿Es la felicidad el máximo bien? Creo que hay dos posibles soluciones: o bien sí lo es pero es necesario establecer algunos límites o reglas, o bien no es el máximo bien sino que hay algo más allá de la felicidad tal y como nosotros la concebimos.
https://letteraydesasosiego.wordpress.com/
Pero, ¿qué es ser feliz? Siguiendo el sentido común, ser feliz se asociaría a un estado interno de constante bienestar carente de limitaciones externas o internas a nuestros deseos, sin problemas de salud ni de dinero. Cumplir con estas condiciones parece ser lo más sensato a lo cual nos debemos abocar. Pero quizá no sea tan sencillo.
La felicidad como la hemos definido está en función de algunas condiciones para su realización: estar siempre bien, satisfacer mis deseos, tener dinero y gozar siempre de buena salud. Sin embargo, estas condiciones están sometidas, dada su naturaleza, a la fortuna y a la interacción con otras personas. En realidad, nuestro poder sobre estas condiciones es siempre pobre y contingente.
Pensemos en el amor. Sin duda, el amor es según el criterio general un sentimiento que nos brinda felicidad. Cuando estamos enamorados todo es maravilloso, estamos siempre satisfechos y no es posible querer algo más. Todo eso es muy bonito, pero trágico cuando entregamos el propósito de nuestra vida a la felicidad.
El amor es un sentimiento contingente y temporal. Depende que nuestra inclinación se favorezca a una persona en particular, a la vez que depende de la disposición de esa persona a corresponder nuestros sentimientos. También depende que las circunstancias sean favorables: no existan compromisos previos, como tampoco impedimentos que dificulten la relación: enfermedades, incapacidades o muerte súbita. En segundo lugar, el amor como sentimiento es mutable y somos incapaces de sentir siempre lo que sentimos, así lo queramos. Esto aplica tanto a nosotros como a la persona con quien estemos.
Es inevitable pensar que la felicidad pertenece al reino de la fortuna, y así es. Pero si nos empeñamos en nuestro “derecho” a ser felices haremos todo lo posible para reducir lo contingente y lo fortuito por su contrario, el control. Es imperativo, en tales condiciones, controlar las variables para mantener aquello que nos brinda felicidad: un trabajo, una relación, una casa, un estilo de vida… Así tengamos la certeza que alguien nos ama sabemos que puede llegar alguien que nos arrebate su atención. Si somos buenos en nuestro trabajo existe la posibilidad de que alguien mejor o por influencias se quede con nuestro empleo. Mi auto es mío, pero eso no impide que alguien me lo quite. También podría sufrir un accidente y quedar “inútil” para los estándares sociales.
Bajo tales riesgos, es natural que quiera mantener aquello que me hace feliz y elimine aquello que implique una amenaza. No puedo evitar el riesgo que mi pareja se enamore de otra persona, pero es evidente que a menor interacción con otras personas o ambientes sociales, menor la probabilidad que suceda. El siguiente paso es obvio: debo evitar que vea otras personas, y los medios instrumentales para ello no importan: puedo reducir su autoestima, chantajearla económicamente, posar de ser el hombre más bueno y comprensivo, amenazarla de muerte o un sin fin de otras estrategias; incluso, puedo renunciar a mi dignidad o ser un pelele obediente. En el empeño de mi legítimo derecho a ser feliz he convertido a mi pareja en un objeto de mi satisfacción y a los sentimientos de amor en miedo.
Este hecho no se limita al amor sino que se hace patente en todos los aspectos de nuestra vida. Si llega alguien nuevo al trabajo se convierte en un enemigo potencial, cualquiera que no posea las cosas que yo poseo querrá quitármelas. El otro lado de esta moneda es querer maximizar la felicidad. Esto implica, no sólo controlar aquello que me hace feliz, sino tenerlo en mayor cantidad. Un auto más lujoso, una casa más grande, una novia más bonita y joven (o tener más de una)… todo ello justificado en mi legítimo derecho a ser feliz por sobre todas las cosas.
Ahora bien, sería ridículo afirmar entonces que debemos renunciar a nuestra felicidad y deshacernos de todo aquello que nos brinda un bien. Sin duda, y espero haberlo mostrado adecuadamente, la cuestión de la felicidad es algo un poco más complicado que simplemente “querer ser feliz”. Surge una inevitable paradoja: en tanto más nos esforzamos en ser felices más propensos somos a no serlo. La felicidad como máxima sólo nos convierte en seres egoístas e insatisfechos, y a partir de cierto punto en malas personas capaces de hacer daño a los demás, si ello es necesario para nuestra “felicidad”. Vivimos en una sociedad en pos del bienestar y la riqueza, pero ¿es una sociedad feliz?
¿Es la felicidad el máximo bien? Creo que hay dos posibles soluciones: o bien sí lo es pero es necesario establecer algunos límites o reglas, o bien no es el máximo bien sino que hay algo más allá de la felicidad tal y como nosotros la concebimos.
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