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Hubo una época, de la que nada he comentado aquí hasta hora, que hice mi aventura en las artes escénicas. No diré que era un buen actor, ya que eso no me corresponde a mí decirlo, pero creé mi propia compañía, y, auspiciado por un buen amigo latinoamericano, tomamos la decisión de recorrer parte del Nuevo Mundo de habla hispana, llevando nuestro teatro por esos países hermanos.
Lope de Vega, Calderón de la Barca entre los clásicos, y también modernos como Benavente, Poncela... y uno que no podía faltar por noviembre era el don Juan Tenorio de Zorrilla.
Allí, recorriendo aquellas repúblicas, me di cuenta de que hay dos clases, las que podríamos llamar serias y aquellas otras donde parece que tanto dirigentes como la población tienen la cabeza llena de pájaros.
He de reconocer que me enamoré de estos países, no importándome si eran grandes o pequeños, pero me gustó la envidiable manera de vivir alegremente de unos, como aquellos en donde parecía residir la tragedia y donde no pasaba año sin numerosos fusilamientos como si la vida del ser humano fuera cosa de poco valor. Sin embargo desde el Presidente de aquella repúblicas hasta el más simple caimán que navega por sus ríos, no había uno que no pulsase la lira y lanzase una oda a la vida que diariamente despierta.
En una de nuestras funciones, en un lugar que omitiré, el entusiasmo de los espectadores era inigualable, los aplausos y vivas eran atronadores, cuando en uno de los entreactos llegó a mi camerino, para felicitarme, el mismo Presidente de la república, quien me felicitaba mientras me llamaba “glorioso embajador de la vieja España, nuestra madre” dijo.
Quedé asombrado por su exagerado entusiasmo al mismo tiempo que le rogaba cesase con la broma.
—¿Broma? Me dijo, ¿a qué se refiere?
—Pues que antes de comenzar la representación —le respondí— vino a visitarme el Presidente de la república y no era usted.
—¡Ay! amigo español —me dijo— usted ignora que en esta república, cosa muy habitual, entre el segundo y el tercer acto ha habido una revolución.
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