Colgando de la patria y de una línea
– Pátria que me pariu! Quem foi a pátria que me pariu? –había cantado Lucas la noche anterior, al oír la puteada de su padre.
– Y… ¿Cuál es mi patria? –pensó Lucas–. ¿Este pedazo de tierra enclavado entre Argentina, Brasil y el Atlántico? ¿Será mi patria esta tierra que nació de una disputa entre españoles y portugueses y en la cual terminaron metiendo la cuchara los ingleses? Se está conmemorando el bicentenario de nuestra Independencia, pero… ¿Independencia de quién? ¡Aún hoy seguimos siendo tan dependientes como doscientos años atrás! ¡No! ¡Tan no! ¡Más! ¡Más dependientes! Así que... ¿Independencia de quién? o... ¿De qué? Mi patria no depende de sí misma, sino de un sistema que alguien inventó, y que todo lo controla. Y ese sistema nos dice que debemos defender a nuestra patria; al fin y al cabo, para eso somos educados, para morir por algo que no existe, por una ficción creada y perfeccionada por mentes perversas. En lugar de enseñarnos a gozar de la vida, desde pequeños nos inculcan determinados conocimientos que, cuando nos transformamos en adultos, hacen que vivamos como zombis. Nuestra educación tiene como fin prepararnos para trabajar, y trabajamos pura y exclusivamente para que algunos pocos obtengan más dinero y poder. No somos educados para descubrir quiénes somos, tampoco nos preparan para afrontar la vida sin miedos y vivirla libremente; somos adiestrados para llevar a cabo los fines que ese sistema persigue, y una de sus enseñanzas es que debemos defender a nuestra patria, aún cuando el costo sea el derramamiento de sangre. ¡Je je! ¡Como la sangre que salió del dedo de papá, cuando lo mordió la tararira que y le hizo soltar flor de puteada!
Durante un par de semanas habían estado planeando el viaje, hasta que el jueves llegó y junto a su padre, se levantó bien temprano. Lucas fue hasta el fondo de la casa, hizo un pozo con una pala, hundió sus manos en la tierra, desprendió los terrones y las cogió.
– ¿Viste? Te dije que bien tempranito, cuando la tierra estuviera aún fresca por la humedad, encontraríamos lombrices –dijo su padre.
–Sí. Tenías razón. ¡Mirá! ¡Mirá esta! Es gruesa como este dedo –dice Lucas enseñándole a su padre el dedo mayor.
–¡Dale, dale pavo! Juntá unas cuantas y vámonos. Y no te olvides de cerrar la lata para que no se caigan. ¡Vamos a pescar de una vez!
Lucas, sentado sobre la hierba húmeda, contempla el monte. A unos metros, sobre el fogón, se calienta el agua para el mate del atardecer. Sentado a la orilla del río con las piernas entrecruzadas al modo indígena, se siente uno con todo aquello que logra tocar, oler, ver, oír; y ceba el primer mate.
Unos pocos momentos en contacto con la naturaleza le bastaron para pensar que aquella era su verdadera patria: la tierra.
Recordó lo que una vez le había contado su abuela María Salomé, quien aseguraba descender de Polidoro, cacique que comandó a los charrúas que dieron muerte a Bernabé Rivera, y cuyo hijo Sepé, debió huir más tarde hacia Paraguay; y los tataranietos de Sepé, algunos años más tarde, debieron huir ante la Guerra del Pantanal, yendo a establecerse en la tierra de sus antepasados.
Sepé ha tirado la línea al agua y espera sentado sobre la hierba húmeda. Sus dedos aguardan a que el pique de un pez tense el hilo. Huele el aroma de los mataojos, sauces y sarandíes, observa el vuelo certero del gavilán y oye la zambullida. Mientras, come pitangas y vibra con la naturaleza, con esa tierra generosa que les provee el sustento. Goza de la vida en esa tierra que es de todos, y a la cual tiene que defender del ataque de quienes intentan convencerlo de que los campos y los montes tienen dueño. Y como no han logrado que haga lo que le dicen, es perseguido por aquellos que hasta hacía poco habían sido sus aliados contra los invasores del norte.
– ¿Y? ¿Pica? –escuchó Lucas la voz de su padre– quien al otro lado de los sarandíes, y sentado sobre un barranco a la orilla del Tacuarembó, se empeñaba en desenredar un lío de tanza.
– ¡Parece que sí! –respondió Lucas–, mientras dejaba el termo en el suelo y dirigía su mirada hacia una de las piolas.
Siguiendo el consejo de su padre, había enganchado la tanza a una vara que, clavada sobre la orilla del barranco, tenía atada a su extremo superior una lata de pomada para calzados, dentro de la cual había una tuerca.
– Tomá estos sonajeros –le había dicho su padre–. Los ponés en las puntas de las varas y no vas a tener que estar mirando si alguna de las piolas se mueve.
Lucas aplastó la colilla del cigarro con un pie, sin dejar de prestar atención al aparejo del medio, el cual había hecho sonar la lata.
– Sí –pensó–. Debo reconocer que los sonajeros son muy útiles. Con tres aparejos tirados al agua no tengo que estar mirando las piolas, y puedo dedicar todos mis sentidos a la naturaleza.
Volvió a oír el sonajero y se movió velozmente. Llegó frente a la vara del medio y con mucho cuidado quitó la piola del extremo. El sonido le había advertido del pique, y cuando vio que la tanza se elevaba sobre el agua, la tomó y pudo sentir una débil tensión en los dedos.
– Juraría que casi puedo olerlo –dijo–. Si lo saco, esta noche comemos pescado frito. ¿Qué será? ¿Una tararira o un bagre? Pegó un par de cinchones, pero fue solo eso. La piola no se extendió mucho, aunque tampoco se aflojó. Puede ser un bagre, un picotón y una vueltita para ver qué pasa. Si fuera tararira ya habría rajado. ¡Otro picotón! ¡Sí! ¡Es un bagre que anda dando vueltas! El cinchón fue demasiado fuerte para que sea un descarnador. Debe ser un bagre. Si fuera tararira ya hubiera rajado con el anzuelo en la boca, habría ascendido el Tacuarembó y andaría por Tranqueras, o lo hubiera descendido y, tomando el Río Negro corriente arriba, ya andaría por Brasil, allá en su nacimiento. Y ahí ya sería tararira brasileña. Para evitar que la pesque, con tal de seguir viviendo, ya habría dejado atrás la línea limítrofe entre Uruguay y Brasil y se habría internado en territorio brasileño, pasado a vivir en otra patria.
– ¡Oh! ¡Por favor! ¿Cuál es la diferencia? ¿Quién la impuso? El Negro sigue siendo el mismo río del otro lado de esa línea imaginaria creada por aquellos que todo el tiempo están intentando separarnos, inventando diferencias para dividirnos –dice Lucas en voz baja para que no lo oiga su padre–. La tararira no entiende esas estupideces, y la verdad, yo tampoco. ¿Cuál es la diferencia? Uruguay y Brasil, Brasil y Argentina, Argentina y Uruguay. Las diferencias que realmente importan entre los seres humanos, son las que surgen de nuestras percepciones. Nacen del uso de los cinco sentidos. El sabor picante de una comida que nos ha gustado, la fragancia dulzona de una flor exótica, el sonido melodioso de una Lengua extraña, la belleza de las tonalidades de nuestra piel, o una caricia que recibimos. Las diferencias que nos hacen mal son aquellas que surgen cuando nos dividen. Y no nos dividen solo en países. Dividen nuestro ser desde bien pequeños, estableciendo dualidades enfrentadas como luz y oscuridad, bien o mal, blanco o negro, Nacional o Peñarol... ¡Je je! ¡Nacional! ¡Por supuesto que Nacional! –dice Lucas mientras se imagina pescando una tararira de color celeste.
– ¡Ja ja ja! ¡Una tararira pintada con los colores de un equipo de fútbol! ¡O con los de la selección de un país! ¡Qué estupidez! ¡Como si las tarariras tuvieran nacionalidad! –exclamó Lucas ahogado por la risa.
–¡Las tarariras no tienen patria! ¡Las tarariras no tienen patria! –gritó–, y desde el campamento, creyendo que alguien había pescado algo, se acercó presurosa la pareja. Habían llegado sobre el mediodía, y por la tarde, junto a Lucas habían recorrido en canoa las costas del río. Y sobre el final del recorrido la pareja había terminado en el agua.
Aquel par de días de dichosa tranquilidad que junto a su padre había pasado en el monte, mucho le habían hecho reflexionar. Las horas habían transcurrido veloces, y ya estaban su hermana y su cuñado instalados en el campamento que lo había visto compartir a solas con su padre, un hombre grueso y panzón que sesenta y cinco años atrás había nacido en las cercanías del Tacuarembó chico, que desemboca en el Tacuarembó grande y continúa su curso hasta desaguar en el Río Negro, zona en la que se encontraba ubicado el campamento.
El Río Negro nace en territorio brasileño, allá por el Nudo do Santa Tecla, y sus aguas terminan desembocando en el Río Uruguay, no sin antes correr al costado de Paso de los Toros, ciudad en donde viven su hermana y su cuñado.
Esa tarde, mientras paseaban en la canoa, vio que la escena se estaba poniendo tan dulce y empalagosa que ya parecía sentir las piedritas de azúcar disolviéndose en su boca, y recordando la publicidad en la que el ruso Pérez barre con el futbolista romántico y lo tira al césped, Lucas apoyó sus manos en ambos bordes de la embarcación y, con un fuerte y ligero movimiento que tomó desprevenida a la pareja de tortolitos, los tiró al agua.
Viendo la forma en que los tórtolos manotean aire y agua, buscando hacer pie en un lugar en donde el río les daba por la cintura, Lucas rió hasta llorar, y sus lágrimas fueron a formar parte de aquellas aguas que la noche anterior le habían traído de regalo una hermosa tararira de cuatro quilogramos de peso.
Su padre la había limpiando, luego de desengancharla cuidadosamente del anzuelo, ya que aún le dolía el dedo mordido por la bocona.
– Qué anzuelo nos han hecho tragar –pensaba Lucas mientras veía a su padre quitar con cuidado el anzuelo de la boca de la dientuda–. Han parcelado al mundo y le han puesto nombre a cada pedacito. Nos han hecho creer que la tierra puede ser dividida –pensaba–, y de pronto volvió a recordar a Sepé. En su imaginación, y sentado sobre la hierba húmeda, el indígena aguarda pique.
Sepé termina de comer las pitangas y ataca un maduro mburucuyá, cuyo néctar se disuelve en la saliva de su boca, que no ha probado otra cosa que frutos en los últimos días.
Comanda un pequeño grupo de charrúas que algunas lunas atrás habían sido emboscado a orillas del Salsipuedes, víctimas de la traición, y desde entonces, huyendo de sus enemigos, ha ido remontando el Río Negro hasta encontrarse con la desembocadura del Tacuarembó.
Allí, el cacique decidió descansar durante una noche para dedicarse a la pesca, y con algo de fortuna, cazar un carpincho o una nutria que les dé a sus hermanos la energía necesaria para remontar el Tacuarembó y dirigirse hacia el norte.
Sepé siente el picotón y tira de la línea. Intuye que es una gran dientuda, y al recoger la línea ve la tararira que, desesperada, se agita colgando de la línea.
– ¡Qué anzuelo nos han hecho tragar! –repite Lucas, mientras ve a su padre tomar el machete y asestar un golpe en la cabeza del pez, que en el acto deja de retorcerse.
– ¡Nos han hecho el cuento de la patria! Y esa tararira que cuelga de la línea no tiene patria. ¡Je je!
Y al igual que en la noche anterior, Lucas vuelve a cantar la canción de Gabriel o Pensador…
– Pátria que me pariu! Quem foi a pátria que me pariu?
* * * * * * * *
Mi primer libro para descargar GRATIS
http://www.literanda.com/index.php/autor/narrativa-contemporanea/al-jamod-camar/66-la-guerra-de-kaazam
– Pátria que me pariu! Quem foi a pátria que me pariu? –había cantado Lucas la noche anterior, al oír la puteada de su padre.
– Y… ¿Cuál es mi patria? –pensó Lucas–. ¿Este pedazo de tierra enclavado entre Argentina, Brasil y el Atlántico? ¿Será mi patria esta tierra que nació de una disputa entre españoles y portugueses y en la cual terminaron metiendo la cuchara los ingleses? Se está conmemorando el bicentenario de nuestra Independencia, pero… ¿Independencia de quién? ¡Aún hoy seguimos siendo tan dependientes como doscientos años atrás! ¡No! ¡Tan no! ¡Más! ¡Más dependientes! Así que... ¿Independencia de quién? o... ¿De qué? Mi patria no depende de sí misma, sino de un sistema que alguien inventó, y que todo lo controla. Y ese sistema nos dice que debemos defender a nuestra patria; al fin y al cabo, para eso somos educados, para morir por algo que no existe, por una ficción creada y perfeccionada por mentes perversas. En lugar de enseñarnos a gozar de la vida, desde pequeños nos inculcan determinados conocimientos que, cuando nos transformamos en adultos, hacen que vivamos como zombis. Nuestra educación tiene como fin prepararnos para trabajar, y trabajamos pura y exclusivamente para que algunos pocos obtengan más dinero y poder. No somos educados para descubrir quiénes somos, tampoco nos preparan para afrontar la vida sin miedos y vivirla libremente; somos adiestrados para llevar a cabo los fines que ese sistema persigue, y una de sus enseñanzas es que debemos defender a nuestra patria, aún cuando el costo sea el derramamiento de sangre. ¡Je je! ¡Como la sangre que salió del dedo de papá, cuando lo mordió la tararira que y le hizo soltar flor de puteada!
Durante un par de semanas habían estado planeando el viaje, hasta que el jueves llegó y junto a su padre, se levantó bien temprano. Lucas fue hasta el fondo de la casa, hizo un pozo con una pala, hundió sus manos en la tierra, desprendió los terrones y las cogió.
– ¿Viste? Te dije que bien tempranito, cuando la tierra estuviera aún fresca por la humedad, encontraríamos lombrices –dijo su padre.
–Sí. Tenías razón. ¡Mirá! ¡Mirá esta! Es gruesa como este dedo –dice Lucas enseñándole a su padre el dedo mayor.
–¡Dale, dale pavo! Juntá unas cuantas y vámonos. Y no te olvides de cerrar la lata para que no se caigan. ¡Vamos a pescar de una vez!
Lucas, sentado sobre la hierba húmeda, contempla el monte. A unos metros, sobre el fogón, se calienta el agua para el mate del atardecer. Sentado a la orilla del río con las piernas entrecruzadas al modo indígena, se siente uno con todo aquello que logra tocar, oler, ver, oír; y ceba el primer mate.
Unos pocos momentos en contacto con la naturaleza le bastaron para pensar que aquella era su verdadera patria: la tierra.
Recordó lo que una vez le había contado su abuela María Salomé, quien aseguraba descender de Polidoro, cacique que comandó a los charrúas que dieron muerte a Bernabé Rivera, y cuyo hijo Sepé, debió huir más tarde hacia Paraguay; y los tataranietos de Sepé, algunos años más tarde, debieron huir ante la Guerra del Pantanal, yendo a establecerse en la tierra de sus antepasados.
Sepé ha tirado la línea al agua y espera sentado sobre la hierba húmeda. Sus dedos aguardan a que el pique de un pez tense el hilo. Huele el aroma de los mataojos, sauces y sarandíes, observa el vuelo certero del gavilán y oye la zambullida. Mientras, come pitangas y vibra con la naturaleza, con esa tierra generosa que les provee el sustento. Goza de la vida en esa tierra que es de todos, y a la cual tiene que defender del ataque de quienes intentan convencerlo de que los campos y los montes tienen dueño. Y como no han logrado que haga lo que le dicen, es perseguido por aquellos que hasta hacía poco habían sido sus aliados contra los invasores del norte.
– ¿Y? ¿Pica? –escuchó Lucas la voz de su padre– quien al otro lado de los sarandíes, y sentado sobre un barranco a la orilla del Tacuarembó, se empeñaba en desenredar un lío de tanza.
– ¡Parece que sí! –respondió Lucas–, mientras dejaba el termo en el suelo y dirigía su mirada hacia una de las piolas.
Siguiendo el consejo de su padre, había enganchado la tanza a una vara que, clavada sobre la orilla del barranco, tenía atada a su extremo superior una lata de pomada para calzados, dentro de la cual había una tuerca.
– Tomá estos sonajeros –le había dicho su padre–. Los ponés en las puntas de las varas y no vas a tener que estar mirando si alguna de las piolas se mueve.
Lucas aplastó la colilla del cigarro con un pie, sin dejar de prestar atención al aparejo del medio, el cual había hecho sonar la lata.
– Sí –pensó–. Debo reconocer que los sonajeros son muy útiles. Con tres aparejos tirados al agua no tengo que estar mirando las piolas, y puedo dedicar todos mis sentidos a la naturaleza.
Volvió a oír el sonajero y se movió velozmente. Llegó frente a la vara del medio y con mucho cuidado quitó la piola del extremo. El sonido le había advertido del pique, y cuando vio que la tanza se elevaba sobre el agua, la tomó y pudo sentir una débil tensión en los dedos.
– Juraría que casi puedo olerlo –dijo–. Si lo saco, esta noche comemos pescado frito. ¿Qué será? ¿Una tararira o un bagre? Pegó un par de cinchones, pero fue solo eso. La piola no se extendió mucho, aunque tampoco se aflojó. Puede ser un bagre, un picotón y una vueltita para ver qué pasa. Si fuera tararira ya habría rajado. ¡Otro picotón! ¡Sí! ¡Es un bagre que anda dando vueltas! El cinchón fue demasiado fuerte para que sea un descarnador. Debe ser un bagre. Si fuera tararira ya hubiera rajado con el anzuelo en la boca, habría ascendido el Tacuarembó y andaría por Tranqueras, o lo hubiera descendido y, tomando el Río Negro corriente arriba, ya andaría por Brasil, allá en su nacimiento. Y ahí ya sería tararira brasileña. Para evitar que la pesque, con tal de seguir viviendo, ya habría dejado atrás la línea limítrofe entre Uruguay y Brasil y se habría internado en territorio brasileño, pasado a vivir en otra patria.
– ¡Oh! ¡Por favor! ¿Cuál es la diferencia? ¿Quién la impuso? El Negro sigue siendo el mismo río del otro lado de esa línea imaginaria creada por aquellos que todo el tiempo están intentando separarnos, inventando diferencias para dividirnos –dice Lucas en voz baja para que no lo oiga su padre–. La tararira no entiende esas estupideces, y la verdad, yo tampoco. ¿Cuál es la diferencia? Uruguay y Brasil, Brasil y Argentina, Argentina y Uruguay. Las diferencias que realmente importan entre los seres humanos, son las que surgen de nuestras percepciones. Nacen del uso de los cinco sentidos. El sabor picante de una comida que nos ha gustado, la fragancia dulzona de una flor exótica, el sonido melodioso de una Lengua extraña, la belleza de las tonalidades de nuestra piel, o una caricia que recibimos. Las diferencias que nos hacen mal son aquellas que surgen cuando nos dividen. Y no nos dividen solo en países. Dividen nuestro ser desde bien pequeños, estableciendo dualidades enfrentadas como luz y oscuridad, bien o mal, blanco o negro, Nacional o Peñarol... ¡Je je! ¡Nacional! ¡Por supuesto que Nacional! –dice Lucas mientras se imagina pescando una tararira de color celeste.
– ¡Ja ja ja! ¡Una tararira pintada con los colores de un equipo de fútbol! ¡O con los de la selección de un país! ¡Qué estupidez! ¡Como si las tarariras tuvieran nacionalidad! –exclamó Lucas ahogado por la risa.
–¡Las tarariras no tienen patria! ¡Las tarariras no tienen patria! –gritó–, y desde el campamento, creyendo que alguien había pescado algo, se acercó presurosa la pareja. Habían llegado sobre el mediodía, y por la tarde, junto a Lucas habían recorrido en canoa las costas del río. Y sobre el final del recorrido la pareja había terminado en el agua.
Aquel par de días de dichosa tranquilidad que junto a su padre había pasado en el monte, mucho le habían hecho reflexionar. Las horas habían transcurrido veloces, y ya estaban su hermana y su cuñado instalados en el campamento que lo había visto compartir a solas con su padre, un hombre grueso y panzón que sesenta y cinco años atrás había nacido en las cercanías del Tacuarembó chico, que desemboca en el Tacuarembó grande y continúa su curso hasta desaguar en el Río Negro, zona en la que se encontraba ubicado el campamento.
El Río Negro nace en territorio brasileño, allá por el Nudo do Santa Tecla, y sus aguas terminan desembocando en el Río Uruguay, no sin antes correr al costado de Paso de los Toros, ciudad en donde viven su hermana y su cuñado.
Esa tarde, mientras paseaban en la canoa, vio que la escena se estaba poniendo tan dulce y empalagosa que ya parecía sentir las piedritas de azúcar disolviéndose en su boca, y recordando la publicidad en la que el ruso Pérez barre con el futbolista romántico y lo tira al césped, Lucas apoyó sus manos en ambos bordes de la embarcación y, con un fuerte y ligero movimiento que tomó desprevenida a la pareja de tortolitos, los tiró al agua.
Viendo la forma en que los tórtolos manotean aire y agua, buscando hacer pie en un lugar en donde el río les daba por la cintura, Lucas rió hasta llorar, y sus lágrimas fueron a formar parte de aquellas aguas que la noche anterior le habían traído de regalo una hermosa tararira de cuatro quilogramos de peso.
Su padre la había limpiando, luego de desengancharla cuidadosamente del anzuelo, ya que aún le dolía el dedo mordido por la bocona.
– Qué anzuelo nos han hecho tragar –pensaba Lucas mientras veía a su padre quitar con cuidado el anzuelo de la boca de la dientuda–. Han parcelado al mundo y le han puesto nombre a cada pedacito. Nos han hecho creer que la tierra puede ser dividida –pensaba–, y de pronto volvió a recordar a Sepé. En su imaginación, y sentado sobre la hierba húmeda, el indígena aguarda pique.
Sepé termina de comer las pitangas y ataca un maduro mburucuyá, cuyo néctar se disuelve en la saliva de su boca, que no ha probado otra cosa que frutos en los últimos días.
Comanda un pequeño grupo de charrúas que algunas lunas atrás habían sido emboscado a orillas del Salsipuedes, víctimas de la traición, y desde entonces, huyendo de sus enemigos, ha ido remontando el Río Negro hasta encontrarse con la desembocadura del Tacuarembó.
Allí, el cacique decidió descansar durante una noche para dedicarse a la pesca, y con algo de fortuna, cazar un carpincho o una nutria que les dé a sus hermanos la energía necesaria para remontar el Tacuarembó y dirigirse hacia el norte.
Sepé siente el picotón y tira de la línea. Intuye que es una gran dientuda, y al recoger la línea ve la tararira que, desesperada, se agita colgando de la línea.
– ¡Qué anzuelo nos han hecho tragar! –repite Lucas, mientras ve a su padre tomar el machete y asestar un golpe en la cabeza del pez, que en el acto deja de retorcerse.
– ¡Nos han hecho el cuento de la patria! Y esa tararira que cuelga de la línea no tiene patria. ¡Je je!
Y al igual que en la noche anterior, Lucas vuelve a cantar la canción de Gabriel o Pensador…
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