Batty y el fantasma del Castillo escocés
Cuando a Batty, mi querida esposa, se le ocurrió la idea aquel invierno del 92, de pasar los días navideños fuera de la península, no tuvo mejor ocurrencia que elegir Escocia como destino y proponer que alquiláramos un Castillo cerca del lago Ness; una chorrada como otra cualquiera. Supuse que, para una vez regresados, presumir de haber podido fotografiar al monstruo del lago o al fantasma del Castillo, ya que en la Agencia de Viajes nos insinuaron su presencia como una posibilidad real de que aquella mansión tuviera su propio fantasma. Y lo tenía.
Una vez instalados allí nunca lo vimos, eso es verdad, pero lo notamos muchas veces pues por todas partes merodeaba; y vaya que si lo notamos… El primer día ya nos dio la bienvenida cuando antes de la cena, sentados junto al agradable fuego de la chimenea, comenzamos a ver que los altos cortinajes se movían; que la luz de algunas lámparas se encendían y apagaban, incluso una armadura, colocada en un rincón, cambió de lugar y postura, pero cuando nos volvíamos al oír algún ruído, nunca lo pudimos ver, sin embargo una sonora carcajada dejaba escapar el muy bribón por toda la estancia.
Durante la cena siguió con las suyas, comenzó a cambiar determinadas cosas de sito, un candelabro, un cuadro, una ballesta colocada en una pared... Mi esposa, tan dada a lo snob, exclamó muy ilusionada:
—Señor fantasma, espere un momento que voy por mi cámara de fotos y quisiera inmortalizarle con mi Canon.
¿Inmortalizar a un muerto?, qué mujer ésta, pensé, mientras le decía:
—Mira, Batty, que los fantasmas son invisibles y en tu cámara no lo vas a registrar.
—No lo creas, tengo el presentimiento que este fantasma es muy simpático y se dejará ver para que la envidiosa de tu hermana se “chinche” de envidia cuando vea nuestras fotos.
Efectivamente Batty salió precipitada hacia su alcoba para coger la cámara fotográfica, y al poco rato, cámara preparada, esperaba que el fantasma nos visitara nuevamente. Pero no, por mucho que se impacientó, el fantasma esa noche no quiso visitarnos de nuevo. Terminamos de cenar y nos marchamos al dormitorio, y pese a todo lo ocurrido, descansamos muy bien.
Al día siguiente, cosa rara en aquellos parajes, un espléndido sol comenzó a traspasar los cortinajes de las ventanas. Nos levantamos y una vez desayunados nos decidimos hacer una excusión a pie por alrededor del lago. En un momento de descanso, sentados junto a un enorme tronco y respaldados por unas exuberantes dalias, Batty dio un grito, alguien, seguramente el fantasma, le dio un pequeño tirón de su cabellera, tan preciada para ella pues la cuidaba como a la niña de sus ojos. Y otra vez una sonora carcajada volvimos a escuchar dejándose ir por todo el bosque. Por más que buscamos por todas partes, al fantasma nunca lo vimos, ni rastro de él. Reanudamos la marcha entre la espesura del bosque, y cada pocos pasos, desde la hojarasca de los castaños, alguien dejaba caer sobre nuestras cabezas cosas extrañas: un trozo de tela, un ramillete de flores secas, unas hojas de periódico, una muñeca de trapo viejísima... seguramente era el fantasma juguetón.
Esa misma noche, mientras dormíamos plácidamente, fuimos despertados bruscamente pues por el pasillo de las habitaciones el ruido de unas cadenas arrastrándose por el suelo nos sobresaltó. Con una alegría inusitada Batty cogió su cámara de fotos y salió al pasillo para fotografiarle, y otra nueva desilusión, del fantasma no había ni rastro, salvo una muy insignificante: un trozo de tela blanco deshilachado y enganchado en una saliente de un viejo mueble y unos gotones de cera aún caliente en el parquet.
Durante varios días cosas similares nos ocurrieron. El fantasma —caso de ser él— no pasaba de un alarido ensordecedor, un tirón de pelo al pasar por una esquina, un diario que dejas junto a ti y aparecía tirado bruscamente en el suelo, mi apreciada cachimba que un día la escondió debajo de mi almohada, las gafas de mi mujer que las cambiaba de lugar, unos toques secos y fuertes en la puerta de la habitación, o la cámara de fotos que en una ocasión la escondió en el lavabo… en definitiva chiquilladas. Tanto es así que llegué a pensar el cambio tan radical que los fantasmas han dado en este siglo, pues ya no causan el terror que daban otrora. ¿Quién no se ha estremecido sólo de pensar en la aparición de un fantasma en una noche de tormenta?, pero ahora solo se dedican a bromas insignificantes… Batty sufrió una gran decepción en aquel viaje, no vimos al monstruo del lago Ness, salvo uno de bronce en la explanada de un restaurante y no pudo sacar ni una mísera foto del juguetón fantasma. La verdad —me dijo— que tu hermana no creerá lo del fantasma y nos tomará por tontos cuando se lo contemos.
La última noche, como teníamos que salir muy pronto al día siguiente hacia el aeropuerto, decidimos dejar las maletas casi cerradas, y entonces el fantasma comenzó a juguetear más de la cuenta. Mientras estábamos de espaldas sacaba de las maletas las camisas, los calcetines, los pijamas y todo cuanto le apetecía, y lo peor es que los escampaba por el suelo.
Batty llegó a malhumorarse, coge esto, recoge lo otro, este camisón tirado a los pies de la cama, o la luz de las lámparas apagándose y encendiéndose... o el grifo de la bañera que estaba cerrado y de repente se abría... y qué decir cuando los zapatos de mi esposa desaparecieron y los encontramos en el salón junto a la chimenea. ¡Qué noche nos dio el condenado!
Al día siguiente salimos temprano del Castillo y antes de subir al taxi que nos llevaría al aeropuerto, me acerqué a lo que antaño fuese la caseta del guarda, hoy las oficinas de cobro a los huéspedes, para pagar el importe de nuestra estancia. Pagada la factura saqué de mi bolsillo unas cuantas libras y se las di al Conserje como propina y agradecimiento.
—¿Qué tal lo hice, señor?
—Muy bien, puede creerme que mi esposa se va convencida de que efectivamente hay un fantasma en el Castillo, pero lleve más cuidado con otros huéspedes, hubo un momento en que casi se da cuenta de la verdad, cuando se pasó de la raya anoche escampando nuestras pertenencias por la habitación, pues se hubiese llevado una gran decepción de saber que era usted.
—Lo tendré en cuenta, señor —y con una sonrisa maliciosa y un guiño de ojos nos despedimos.
YO, el proscrito
Cuando a Batty, mi querida esposa, se le ocurrió la idea aquel invierno del 92, de pasar los días navideños fuera de la península, no tuvo mejor ocurrencia que elegir Escocia como destino y proponer que alquiláramos un Castillo cerca del lago Ness; una chorrada como otra cualquiera. Supuse que, para una vez regresados, presumir de haber podido fotografiar al monstruo del lago o al fantasma del Castillo, ya que en la Agencia de Viajes nos insinuaron su presencia como una posibilidad real de que aquella mansión tuviera su propio fantasma. Y lo tenía.
Una vez instalados allí nunca lo vimos, eso es verdad, pero lo notamos muchas veces pues por todas partes merodeaba; y vaya que si lo notamos… El primer día ya nos dio la bienvenida cuando antes de la cena, sentados junto al agradable fuego de la chimenea, comenzamos a ver que los altos cortinajes se movían; que la luz de algunas lámparas se encendían y apagaban, incluso una armadura, colocada en un rincón, cambió de lugar y postura, pero cuando nos volvíamos al oír algún ruído, nunca lo pudimos ver, sin embargo una sonora carcajada dejaba escapar el muy bribón por toda la estancia.
Durante la cena siguió con las suyas, comenzó a cambiar determinadas cosas de sito, un candelabro, un cuadro, una ballesta colocada en una pared... Mi esposa, tan dada a lo snob, exclamó muy ilusionada:
—Señor fantasma, espere un momento que voy por mi cámara de fotos y quisiera inmortalizarle con mi Canon.
¿Inmortalizar a un muerto?, qué mujer ésta, pensé, mientras le decía:
—Mira, Batty, que los fantasmas son invisibles y en tu cámara no lo vas a registrar.
—No lo creas, tengo el presentimiento que este fantasma es muy simpático y se dejará ver para que la envidiosa de tu hermana se “chinche” de envidia cuando vea nuestras fotos.
Efectivamente Batty salió precipitada hacia su alcoba para coger la cámara fotográfica, y al poco rato, cámara preparada, esperaba que el fantasma nos visitara nuevamente. Pero no, por mucho que se impacientó, el fantasma esa noche no quiso visitarnos de nuevo. Terminamos de cenar y nos marchamos al dormitorio, y pese a todo lo ocurrido, descansamos muy bien.
Al día siguiente, cosa rara en aquellos parajes, un espléndido sol comenzó a traspasar los cortinajes de las ventanas. Nos levantamos y una vez desayunados nos decidimos hacer una excusión a pie por alrededor del lago. En un momento de descanso, sentados junto a un enorme tronco y respaldados por unas exuberantes dalias, Batty dio un grito, alguien, seguramente el fantasma, le dio un pequeño tirón de su cabellera, tan preciada para ella pues la cuidaba como a la niña de sus ojos. Y otra vez una sonora carcajada volvimos a escuchar dejándose ir por todo el bosque. Por más que buscamos por todas partes, al fantasma nunca lo vimos, ni rastro de él. Reanudamos la marcha entre la espesura del bosque, y cada pocos pasos, desde la hojarasca de los castaños, alguien dejaba caer sobre nuestras cabezas cosas extrañas: un trozo de tela, un ramillete de flores secas, unas hojas de periódico, una muñeca de trapo viejísima... seguramente era el fantasma juguetón.
Esa misma noche, mientras dormíamos plácidamente, fuimos despertados bruscamente pues por el pasillo de las habitaciones el ruido de unas cadenas arrastrándose por el suelo nos sobresaltó. Con una alegría inusitada Batty cogió su cámara de fotos y salió al pasillo para fotografiarle, y otra nueva desilusión, del fantasma no había ni rastro, salvo una muy insignificante: un trozo de tela blanco deshilachado y enganchado en una saliente de un viejo mueble y unos gotones de cera aún caliente en el parquet.
Durante varios días cosas similares nos ocurrieron. El fantasma —caso de ser él— no pasaba de un alarido ensordecedor, un tirón de pelo al pasar por una esquina, un diario que dejas junto a ti y aparecía tirado bruscamente en el suelo, mi apreciada cachimba que un día la escondió debajo de mi almohada, las gafas de mi mujer que las cambiaba de lugar, unos toques secos y fuertes en la puerta de la habitación, o la cámara de fotos que en una ocasión la escondió en el lavabo… en definitiva chiquilladas. Tanto es así que llegué a pensar el cambio tan radical que los fantasmas han dado en este siglo, pues ya no causan el terror que daban otrora. ¿Quién no se ha estremecido sólo de pensar en la aparición de un fantasma en una noche de tormenta?, pero ahora solo se dedican a bromas insignificantes… Batty sufrió una gran decepción en aquel viaje, no vimos al monstruo del lago Ness, salvo uno de bronce en la explanada de un restaurante y no pudo sacar ni una mísera foto del juguetón fantasma. La verdad —me dijo— que tu hermana no creerá lo del fantasma y nos tomará por tontos cuando se lo contemos.
La última noche, como teníamos que salir muy pronto al día siguiente hacia el aeropuerto, decidimos dejar las maletas casi cerradas, y entonces el fantasma comenzó a juguetear más de la cuenta. Mientras estábamos de espaldas sacaba de las maletas las camisas, los calcetines, los pijamas y todo cuanto le apetecía, y lo peor es que los escampaba por el suelo.
Batty llegó a malhumorarse, coge esto, recoge lo otro, este camisón tirado a los pies de la cama, o la luz de las lámparas apagándose y encendiéndose... o el grifo de la bañera que estaba cerrado y de repente se abría... y qué decir cuando los zapatos de mi esposa desaparecieron y los encontramos en el salón junto a la chimenea. ¡Qué noche nos dio el condenado!
Al día siguiente salimos temprano del Castillo y antes de subir al taxi que nos llevaría al aeropuerto, me acerqué a lo que antaño fuese la caseta del guarda, hoy las oficinas de cobro a los huéspedes, para pagar el importe de nuestra estancia. Pagada la factura saqué de mi bolsillo unas cuantas libras y se las di al Conserje como propina y agradecimiento.
—¿Qué tal lo hice, señor?
—Muy bien, puede creerme que mi esposa se va convencida de que efectivamente hay un fantasma en el Castillo, pero lleve más cuidado con otros huéspedes, hubo un momento en que casi se da cuenta de la verdad, cuando se pasó de la raya anoche escampando nuestras pertenencias por la habitación, pues se hubiese llevado una gran decepción de saber que era usted.
—Lo tendré en cuenta, señor —y con una sonrisa maliciosa y un guiño de ojos nos despedimos.
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