En el momento mismo en que Eros nos apunta con su arco y sus saetas atraviesan nuestros ventrículos y aurículas con todo su incisivo frenesí, en ese preciso momento, digo, estamos perdidos. La sangre que recorre nuestras venas se convierte entonces en lava y, como tal, comienza a borbollar en efervescentes remolinos, hasta el punto que todo cuanto halla a su paso queda arrasado, incluida por supuesto la libertad, pues no en vano el amor, el amor apasionado al menos, vendría a actuar en ese sentido como un déspota oligarca que demandara sumisión absoluta, un tirano incapaz de aceptar cuestionamientos de ningún género, un omnipotente sátrapa a cuya normativa resultaría imposible sustraerse, siendo así que frente a semejante sometimiento la libertad perdería su esencia y como tal dejaría de existir. Conclusión: cuando nos enamoramos dejamos de ser libres y pasamos a ser esclavos.
Ahora bien, que nadie se asuste, las cadenas del amor son las más dulces y exquisitas que herrero alguno llegó jamás a fraguar y, como tales, se llevan con gusto, no en vano las forja el sentimiento más sublime que pueda llegar a percibirse, aquel que, levantándonos del suelo, nos iza hasta tocar el Cielo con las manos. Podríamos decir en ese sentido que se trata de una pérdida de libertad que merece la pena, una renuncia que viene compensada por los goces recibidos a su socaire, excepción hecha, claro está, de que el amor no se vea correspondido, de manera que el muy caprichoso, renuente a seguir la senda bidireccional que para su tránsito se pretendía, fluya en un único sentido. En ese caso todo cambia, pues el amante se ve mortificado por la pena, por una angustia arrolladora, por la más opresiva de las ansiedades y la incertidumbre más atroz, por ese feroz sufrimiento que padece el que ama y no se sabe amado.
Llegados a este extremo ya no es sólo la libertad lo que se pierde, sino que peligra también la razón, puesto que el propio amor se convierte entonces en factor enajenatorio, locura de amor que conduce al amante a arrastrarse como un perro en pos del amado para de él mendigar cuando menos unas paupérrimas migajas de afecto, una palabra cariñosa, una caricia, una sonrisa cálida.
Lo cierto es que este enamoramiento loco y perturbador viene en cierto modo a ser consustancial a la propia naturaleza humana. Por fortuna, suele ser asimismo pasajero, de tal forma que es sólo cuestión de tiempo que el dolor remita y las heridas cicatricen; si no fuese así, casi seguro que la razón terminaría por desmoronarse del todo (como a algunos de hecho les sucede) y que surgiese inclusive el riesgo de perder la vida, fatalidad ésta de la que también hay ejemplos sonados, como aquel histórico de Juana la Loca que tan conocido es por todos.... Pero lo normal es que se sobreviva al veneno del amor, y entonces, una vez rehechos, siempre podremos imitar a Burt Bacharach y componer aquel hechicero "I'll never fall in love again". Una canción, por cierto, realmente preciosa. ¿Se anima alguna a bailarla conmigo?
Pues sí, amigos míos, qué duda cabe que el amor nos arrebata la libertad y que puede llegar a ser peligroso... Pero ante tales eventualidades, no puedo dejar de decirme: ¿y qué? Mucho peor me resulta, no obstante, la alternativa. ¿O puede acaso existir mayor infortunio que navegar por el río de la vida sin haber tenido siquiera la oportunidad de, al menos una vez, quemarse con el fuego de tan dulce infierno?
Venga, para todos vosotros:
Ahora bien, que nadie se asuste, las cadenas del amor son las más dulces y exquisitas que herrero alguno llegó jamás a fraguar y, como tales, se llevan con gusto, no en vano las forja el sentimiento más sublime que pueda llegar a percibirse, aquel que, levantándonos del suelo, nos iza hasta tocar el Cielo con las manos. Podríamos decir en ese sentido que se trata de una pérdida de libertad que merece la pena, una renuncia que viene compensada por los goces recibidos a su socaire, excepción hecha, claro está, de que el amor no se vea correspondido, de manera que el muy caprichoso, renuente a seguir la senda bidireccional que para su tránsito se pretendía, fluya en un único sentido. En ese caso todo cambia, pues el amante se ve mortificado por la pena, por una angustia arrolladora, por la más opresiva de las ansiedades y la incertidumbre más atroz, por ese feroz sufrimiento que padece el que ama y no se sabe amado.
Llegados a este extremo ya no es sólo la libertad lo que se pierde, sino que peligra también la razón, puesto que el propio amor se convierte entonces en factor enajenatorio, locura de amor que conduce al amante a arrastrarse como un perro en pos del amado para de él mendigar cuando menos unas paupérrimas migajas de afecto, una palabra cariñosa, una caricia, una sonrisa cálida.
Lo cierto es que este enamoramiento loco y perturbador viene en cierto modo a ser consustancial a la propia naturaleza humana. Por fortuna, suele ser asimismo pasajero, de tal forma que es sólo cuestión de tiempo que el dolor remita y las heridas cicatricen; si no fuese así, casi seguro que la razón terminaría por desmoronarse del todo (como a algunos de hecho les sucede) y que surgiese inclusive el riesgo de perder la vida, fatalidad ésta de la que también hay ejemplos sonados, como aquel histórico de Juana la Loca que tan conocido es por todos.... Pero lo normal es que se sobreviva al veneno del amor, y entonces, una vez rehechos, siempre podremos imitar a Burt Bacharach y componer aquel hechicero "I'll never fall in love again". Una canción, por cierto, realmente preciosa. ¿Se anima alguna a bailarla conmigo?
Pues sí, amigos míos, qué duda cabe que el amor nos arrebata la libertad y que puede llegar a ser peligroso... Pero ante tales eventualidades, no puedo dejar de decirme: ¿y qué? Mucho peor me resulta, no obstante, la alternativa. ¿O puede acaso existir mayor infortunio que navegar por el río de la vida sin haber tenido siquiera la oportunidad de, al menos una vez, quemarse con el fuego de tan dulce infierno?
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