El pueblo era uno de tantos de los que había atravesado por los secarrales de la ocre provincia de Oltedo, de no haber preguntado a un lugareño habría pasado de largo ¿Anguina? Aquí es, el dijo el hombre sentado en una piedra al borde de la carretera con la camisa desabrochada y cuyos ojos verdes le sorprendieron por su intensidad. Una calle amplia y varias callejuelas empedradas, una iglesia de planta cuadrada en la plaza insignificante y todo aniquilado por el calor súbito de finales de Mayo en un Domingo particularmente estático. El cielo azul y transparente, a lo lejos las columnas de una fabrica vomitaban humo. Al tener un par de horas hasta el partido, la experiencia le había enseñado que visitar pueblos lejanos e inciertos podía significar llegar tarde a cumplir con su labor, se encaminó al bar.
En el interior reinaba la calma, el dueño sesteaba y unos jubilados estaban enfrascados en una partida a las cartas que discurría monótona y sin sobresaltos.
-Perdone, ¿por dónde queda el campo de fútbol?-y reparó en el cartel que anunciaba el partido decisivo que haría ascender al Anguina o al Villaroel a Tercera División. Al lado otro amarillento de los años cincuenta y la foto de unos bigotones que conformaban la plantilla. Ninguno sonreía, al fondo del grupo se notaba el humo de la fábrica que se colaba en la composición.
-Viene al gran partido, ¿eh?-dijo el dueño del bar y se colocó el paño al otro lado del hombro en un gesto innecesario-. A las afueras, tuerza en la primera a la izquierda por el camino que está por asfaltar, lo tiene señalizado ¿Es usted, por un casual, de Villaroel?
-No.
-¿El árbitro?
-Sí- y cuando dijo esto notó que hubo un cambio en la actitud de los presentes, casi imperceptible, como si le horadasen con las miradas.
-Vaya, le deseo suerte, amigo. Tengo una duda para usted, ¿cuál es su concepto de la justicia?- preguntó el dueño, el árbitro creyó no haberle entendido, le hizo repetir la pregunta.
-Hacer lo justo, lo que se debe.
-Nos ha jodido con lo obvio-dijo el dueño con vehemencia-. Veamos, lo justo puede tener muchas facetas y no ser tan obvio como usted percibe. Puede que usted tenga una división establecida para la vida cotidiana y otra para su trabajo en el campo de fútbol. Que tolere pequeñas injusticias que le parezcan minúsculas en su derecho a la tranquilidad y al conformismo.
-De eso nada-protestó el árbitro-. Si lo que tiene son dudas acerca de mi imparcialidad le advierto que puede despreocuparse. Intento ser justo en cualquier ocasión, aquí o donde sea-dijo el árbitro con convicción mientras examinaba las arrugas del dueño del bar y su mirada fija de halcón.
-Ya, lo intenta-dijo remarcando la palabra el dueño del bar como si le quemase-.Tuve esta misma conversación con el árbitro de hace treinta años, yo jugaba, fíjese, el de la segunda fila –y señaló al cartel amarillento-. No de esta manera, claro, yo era joven y confiado y no profundizaba, tenía confianza. Nos encontramos con una mala jugada que sucedió en Villarobledo.
-¡Esos cabrones del Villarobledo y sus malas artes!-intervino uno de los jugadores de cartas.
-Calma, Toribio- repuso el dueño.
-Dígame, ¿qué sucedió? ¿Perdieron por un fallo del árbitro?- preguntó el árbitro con curiosidad y prudencia, quizás se adentraba en el meollo del asunto ¿Le estarían amenazando? ¿Juzgando? Empezó a sentirse incómodo e inseguro.
-Fue un fallo del árbitro y a la vez no fue eso-dijo enigmático el propietario.
-Perdone, pero no lo puedo entender.
-Pero qué hay que entender, cojones ¡El de Villarobledo se lo hizo, ese maldito…!- interrumpió al que habían llamado Toribio, ciertamente exasperado pero conteniéndose al final.
-Digamos, señor árbitro, por abreviar, que sacaron partido de las debilidades de su compañero de profesión. En el minuto ochenta y nueve, con empate a cero, se sacó de la manga un derribo en el área, uno que supuestamente cometí…yo. No es por defender lo que carece de importancia treinta años después, pero puedo jurar por la gran deidad que ni lo rocé. Me sirvió para recapacitar y para aprender y aguardar.-el árbitro creyó de nuevo haber escuchado mal, mientras el dueño del bar hacía bailar una curiosa moneda como un prestidigitador por entre sus dedos se le escurrieron unas perlas de sudor. Una moneda que parecía antigua, con un grabado de líneas paralelas rematadas con una forma triangular en una cara y lo que parecía un animal coronado por la luna en la otra.- Le haré otra pregunta, si me lo permite ¿Qué diría que actuase la justicia como forma propia e independiente?
-Que sería imposible, alguien tendría que administrarla, por sí sola no puede manifestarse y tiene que tomar de referencia alguna norma - contestó el árbitro, sorprendiéndose de sí mismo, bebió del vaso de agua que se le ofreció.
-Ya, pero imagine que se pudiese hacer que la justicia actuase sin más impedimento que sus propias leyes y parámetros ¿Le parecería apropiado?
-No sé qué decirle, nos iría mejor con algo así, sería de agradecer, pero acaerraría conflictos nuevos, no tengo la cabeza despejada- dijo el árbitro.
-¿Entonces no estaría en desacuerdo?-preguntó el dueño del bar con apremio.
-No lo sé-dijo el árbitro, dijo dubitativo el árbitro.
-No es suficiente, céntrese en la propuesta, en esta chifladura. Sé que usted ha elegido una tarea difícil y desagradecida, lo llaman hijo de puta, lo menosprecian, si ha tenido un buena actuación nadie le felicita, excepto usted en su interior. Por ejemplo, hablemos de esa mujer-dijo el dueño del bar frunciendo el ceño, como si se estuviese esforzando-, Laura.
-¡Pero qué!- protestó el árbitro nervioso.-¿Cómo sabe usted eso? ¿Me conoce?
-No se preocupe, es sólo para aportarle motivos para que acepte la hipótesis. Beba. Usted la quería sin dobleces, lo veo claro. Pero no podía aceptar romper un compromiso de lealtad con un amigo. Su visión de lo justo era apartarse de ella , el de ella apostar por la felicidad con usted. Lo justo, desprovisto de otros adornos y matices, es que ella siguiese viva y a su lado, que no hubiesen peleado por su causa en el interior del coche. Fue una jugarreta, ¿no cree? Decidir apartarse por hacer el bien pero para que su amigo sospechase que precisamente eso formase parte de una estrategia. Los celos y la negrura que arraigaban en su corazón le aconsejaron una solución radical.
-No, fue un accidente- protestó el árbitro.
-No sea ingenuo, usted lo sabe en el fondo, conocía sus arrebatos. La vida le es más llevadera con lo del accidente, es un autoengaño para no herirse, no le censuraré. No crea que hago esto por remover viejas heridas, soy un hombre práctico y prefiero manejar hechos a divagaciones. También soy justo dentro de mis limitaciones. Sin más rodeos, ¿cree usted que con una justicia libre de interpretaciones y de su propia visión de ella habrían estado juntos? No digo felices sino juntos.
El árbitro pareció recapacitar en profundidad en lo que duró una eternidad. Al final asintió con la cabeza con lentitud y el dueño del bar le apretó las manos.
-Tenemos acuerdo, libre y fiel a sí misma entonces. Espero que no me guarde rencor al final por sustituirle-dijo, y entonces el árbitro se sintió liberado y feliz. Reparó con la mirada en la barra de mármol veteada, en la mirada franca y perspicaz del dueño del bar , en la máquina de cacahuetes que se accionaba con una manivela, en la mesa de billar con un rasgón en el tapete, en el reloj patrocinado por Mirinda que marcaba las cuatro y media, en la sonrisa conciliadora y benévola de los jugadores de cartas, el improbable mural pintado a trazos negros que representaba palmeras en una bahía de una isla del Pacífico y cabañas, la máquina tragaperras que sostenía su música, en el aire limpio que entraba desde la calle y en un súbito remolino que hizo mover un envoltorio de pipas. La realidad se fue paulatinamente rasgando y él lo observaba con curiosidad pero sin alterarse. La luz se fue volviendo amarillenta y se saturaba y el espacio se fue descomponiendo en franjas que se movían bajo el impulso de una fuerza tranquila y apacible, como si fuesen hilos delgados que colgaban tocados por una mano. Las paredes del bar que daban a la calle se desmontaron en silencio hacia el vacío y una comitiva que portaba estandartes blancos con el símbolo de dos líneas paralelas horizontales negras y rojas bajo un triángulo avanzó. Hacían sonar flautas y panderos, danzaba abriendo la marcha un hombre embutido en un traje celeste, uno de sus ojos estaba vaciado y asomaba la cabeza y el pico de un cuervo desde la cuenca mientras el pájaro revoloteaba el interior. El siguiente en una vestimenta parda con hojas verdes prendidas y así infinidad de alegorías atípicas y complicadas de desvelar o lógicas en su interpretación.
En un momento dado los integrantes de la celebración cesaron en su movimiento y se agruparon formando un círculo perfecto e invitaron al visitante a que entrase en el corro. Convocaban a su deidad, pudo entender. Lo hacían sin arrodillarse o musitar oraciones tenebrosas, como las que el árbitro había escuchado tantas veces en iglesias deprimentes e su niñez, en cambio levantaban los brazos con las manos extendidas. La tierra en el interior del círculo se disgrego y se elevó una fantástica figura de la que fueron asomando los cuernos, el inmenso ojo amarillento y el morro alargado y cilíndrico. En el cielo las nubes se apresuraron a arremolinarse en rápida sucesión y a continuación a formar una cadena circular rematada en una luna rojiza. La cabeza de la criatura tomó la luna de diadema y de corona, y el árbitro, desolado de emoción y dulzura, se lanzó a fundirse en un abrazo, sus manos eran minúsculas en el cuerpo cartilaginoso y rojizo, estaban a duras penas a la altura de la materia que componían sus pezuñas. Era como dormir en la noche protegido por buenos augurios y descansando en la quietud. Los creyentes se agolparon formando una piña y la abrazaron. El gruñido de la amable bestia se impuso, un rugido de aceptación. Todo era perfecto, no habría armonía mayor en el mundo ni podría existir jamás. Reposar con la espalda en la arena tras haber nadado con fuerza y determinación con los ojos cerrados notando el calor y los latidos del corazón. Cuando los cuchillos hicieron acto de presencia y se hundieron en la carne de la bestia y se empotraron escaleras para llegar a sus ubres y vaciarlas recogió lo que se derramaba. En el fondo, como un murmullo, se escuchaban los gritos de regocijo de la multitud, la cola de la deidad azotando la tierra y la persistente voz del dueño del bar. Éste recitaba la historia de Anguina desde sus inicios (aún cuando no recibiera ese nombre); durante el episodio de la iglesia que encerraba en su cripta un tesoro robado a los moros y la aventura del insigne Don Diego de joven entrando por accidente en el aparto alquímico que le deparó la inmortalidad perdió contacto con sus sentidos, con la cabeza pesada durmió con extrema placidez.
Estaba con un bolígrafo e indeciso enfrentado a una incoherente mesa de plástico (nada más extraño a su parecer) en la que descansaban unos pliegos de papel. Los examinó con atención, se trataba del informe de incidencias del partido destinado a la federación y a los equipos. Era su letra, pero no recordaba haberlo escrito. Recorrió con la mirada el documento extrañado y sin aprehender su contenido, cuando se serenó se le encendió una bombillita y buscó el resultado. El Anguina había perdido uno a dos contra el Villaroel.
-¿No vas a firmarlo?-preguntó Pablo, el linier.
-Sí, claro. Pero dime, ¿cómo lo hemos hecho? ¿He estado bien?-preguntó el árbitro.
-Si te refieres a tener que salir con el rabo entre las piernas con un montón de paletos rabiando y amenazando con partirnos la cara olvídate. Parecen buena gente y se lo han tomado con deportividad.
-No me refería a eso- protestó el árbitro-¿He acertado con lo que he pitado?
-Qué raro estás, tío. Yo diría que hemos hecho un gran trabajo. Venga, firma, y no iremos al bareto del pueblo. No creo que nos envenenen con la bebida.
-Claro-dijo el árbitro e hizo fuerza para que la firma quedase calcada hasta en la última de las copias del impreso del tamaño de un periódico.
Del vestuario con humedades en el techo y un ligero olor a lejía hacia el campo de futbol de tierra y con las gradas carcomidas a despedirse del presidente del equipo y entregar la copia del parte de incidencias. No les hizo ningún reproche y el árbitro se reafirmó en qué había hecho lo correcto. Miró con curiosidad inusitada el terreno, preguntándose quién habría ocupado su lugar ¿No habrían sospechado nada o sabrían perfectamente los aficionados locales lo que estaba ocurriendo? Desechó la pregunta por ociosa y se encaminó al aparcamiento.
Al llegar al bar encontraron a un joven preparándose para echar el cierre.
-Los árbitros, ¿no?-preguntó-.Para ustedes sí que puedo cerrar luego. Pasen.
-¿Y su padre?-preguntó el árbitro.
-Ha fallecido.
-¿Pero cuándo?
-Hoy mismo, antes de que se celebrase el partido. He vuelto del hospital a cerrar el bar y ordenar. Mi padre estaba achacoso, el corazón, ¿saben?, digamos que cualquier esfuerzo extraordinario lo ponía en peligro de estirar la pata. Y ese ha sido el caso-dijo el joven, dirigiendo su mirada en particular al árbitro.
Pidieron unas cervezas, pero para no incomodar al muchacho y que pudiese estar con la familia se limitaron a coger los botellines. El bar era tal y como recordaba le árbitro, de una realidad palmaria. Con lo fácil que hubiese sido que el bar nunca hubiese existido, como en las soluciones baratas de cuentos fantásticos. Se sentía de alguna forma responsable de la muerte de aquel hombre, pero no le pesaba que hubiese muerto para no obtener beneficio. Era una lástima, pero suponía lo justo y coherente.
-¿Quién se ocupará del bar?-preguntó el árbitro ya en la acera de la calle.
-Yo, por supuesto, mi hermano es un señoritingo universitario, cosa fina.
-¿Y…del resto?
-Uhm, no estoy preparado aún, pero lo estaré. Creo que vale la pena mantenerlo, ¿no cree usted?
Mientras conducía pensativo y absorto por la carretera comarcal veintidós vislumbró algo por el retrovisor. En Anguina parecía que se había producido un cambio en la luz que incidía y una curiosa forma surgía de la tierra levantando remolinos de polvo que tapaban al humo de la distante fábrica y ensombrecían la iglesia. Cuernos y una afilada trompa de elefante, vaya animales que tienen en estos pueblos dejados de la mano de Dios. Fue sólo por un momento, quizás un vínculo ilusorio.
En el interior reinaba la calma, el dueño sesteaba y unos jubilados estaban enfrascados en una partida a las cartas que discurría monótona y sin sobresaltos.
-Perdone, ¿por dónde queda el campo de fútbol?-y reparó en el cartel que anunciaba el partido decisivo que haría ascender al Anguina o al Villaroel a Tercera División. Al lado otro amarillento de los años cincuenta y la foto de unos bigotones que conformaban la plantilla. Ninguno sonreía, al fondo del grupo se notaba el humo de la fábrica que se colaba en la composición.
-Viene al gran partido, ¿eh?-dijo el dueño del bar y se colocó el paño al otro lado del hombro en un gesto innecesario-. A las afueras, tuerza en la primera a la izquierda por el camino que está por asfaltar, lo tiene señalizado ¿Es usted, por un casual, de Villaroel?
-No.
-¿El árbitro?
-Sí- y cuando dijo esto notó que hubo un cambio en la actitud de los presentes, casi imperceptible, como si le horadasen con las miradas.
-Vaya, le deseo suerte, amigo. Tengo una duda para usted, ¿cuál es su concepto de la justicia?- preguntó el dueño, el árbitro creyó no haberle entendido, le hizo repetir la pregunta.
-Hacer lo justo, lo que se debe.
-Nos ha jodido con lo obvio-dijo el dueño con vehemencia-. Veamos, lo justo puede tener muchas facetas y no ser tan obvio como usted percibe. Puede que usted tenga una división establecida para la vida cotidiana y otra para su trabajo en el campo de fútbol. Que tolere pequeñas injusticias que le parezcan minúsculas en su derecho a la tranquilidad y al conformismo.
-De eso nada-protestó el árbitro-. Si lo que tiene son dudas acerca de mi imparcialidad le advierto que puede despreocuparse. Intento ser justo en cualquier ocasión, aquí o donde sea-dijo el árbitro con convicción mientras examinaba las arrugas del dueño del bar y su mirada fija de halcón.
-Ya, lo intenta-dijo remarcando la palabra el dueño del bar como si le quemase-.Tuve esta misma conversación con el árbitro de hace treinta años, yo jugaba, fíjese, el de la segunda fila –y señaló al cartel amarillento-. No de esta manera, claro, yo era joven y confiado y no profundizaba, tenía confianza. Nos encontramos con una mala jugada que sucedió en Villarobledo.
-¡Esos cabrones del Villarobledo y sus malas artes!-intervino uno de los jugadores de cartas.
-Calma, Toribio- repuso el dueño.
-Dígame, ¿qué sucedió? ¿Perdieron por un fallo del árbitro?- preguntó el árbitro con curiosidad y prudencia, quizás se adentraba en el meollo del asunto ¿Le estarían amenazando? ¿Juzgando? Empezó a sentirse incómodo e inseguro.
-Fue un fallo del árbitro y a la vez no fue eso-dijo enigmático el propietario.
-Perdone, pero no lo puedo entender.
-Pero qué hay que entender, cojones ¡El de Villarobledo se lo hizo, ese maldito…!- interrumpió al que habían llamado Toribio, ciertamente exasperado pero conteniéndose al final.
-Digamos, señor árbitro, por abreviar, que sacaron partido de las debilidades de su compañero de profesión. En el minuto ochenta y nueve, con empate a cero, se sacó de la manga un derribo en el área, uno que supuestamente cometí…yo. No es por defender lo que carece de importancia treinta años después, pero puedo jurar por la gran deidad que ni lo rocé. Me sirvió para recapacitar y para aprender y aguardar.-el árbitro creyó de nuevo haber escuchado mal, mientras el dueño del bar hacía bailar una curiosa moneda como un prestidigitador por entre sus dedos se le escurrieron unas perlas de sudor. Una moneda que parecía antigua, con un grabado de líneas paralelas rematadas con una forma triangular en una cara y lo que parecía un animal coronado por la luna en la otra.- Le haré otra pregunta, si me lo permite ¿Qué diría que actuase la justicia como forma propia e independiente?
-Que sería imposible, alguien tendría que administrarla, por sí sola no puede manifestarse y tiene que tomar de referencia alguna norma - contestó el árbitro, sorprendiéndose de sí mismo, bebió del vaso de agua que se le ofreció.
-Ya, pero imagine que se pudiese hacer que la justicia actuase sin más impedimento que sus propias leyes y parámetros ¿Le parecería apropiado?
-No sé qué decirle, nos iría mejor con algo así, sería de agradecer, pero acaerraría conflictos nuevos, no tengo la cabeza despejada- dijo el árbitro.
-¿Entonces no estaría en desacuerdo?-preguntó el dueño del bar con apremio.
-No lo sé-dijo el árbitro, dijo dubitativo el árbitro.
-No es suficiente, céntrese en la propuesta, en esta chifladura. Sé que usted ha elegido una tarea difícil y desagradecida, lo llaman hijo de puta, lo menosprecian, si ha tenido un buena actuación nadie le felicita, excepto usted en su interior. Por ejemplo, hablemos de esa mujer-dijo el dueño del bar frunciendo el ceño, como si se estuviese esforzando-, Laura.
-¡Pero qué!- protestó el árbitro nervioso.-¿Cómo sabe usted eso? ¿Me conoce?
-No se preocupe, es sólo para aportarle motivos para que acepte la hipótesis. Beba. Usted la quería sin dobleces, lo veo claro. Pero no podía aceptar romper un compromiso de lealtad con un amigo. Su visión de lo justo era apartarse de ella , el de ella apostar por la felicidad con usted. Lo justo, desprovisto de otros adornos y matices, es que ella siguiese viva y a su lado, que no hubiesen peleado por su causa en el interior del coche. Fue una jugarreta, ¿no cree? Decidir apartarse por hacer el bien pero para que su amigo sospechase que precisamente eso formase parte de una estrategia. Los celos y la negrura que arraigaban en su corazón le aconsejaron una solución radical.
-No, fue un accidente- protestó el árbitro.
-No sea ingenuo, usted lo sabe en el fondo, conocía sus arrebatos. La vida le es más llevadera con lo del accidente, es un autoengaño para no herirse, no le censuraré. No crea que hago esto por remover viejas heridas, soy un hombre práctico y prefiero manejar hechos a divagaciones. También soy justo dentro de mis limitaciones. Sin más rodeos, ¿cree usted que con una justicia libre de interpretaciones y de su propia visión de ella habrían estado juntos? No digo felices sino juntos.
El árbitro pareció recapacitar en profundidad en lo que duró una eternidad. Al final asintió con la cabeza con lentitud y el dueño del bar le apretó las manos.
-Tenemos acuerdo, libre y fiel a sí misma entonces. Espero que no me guarde rencor al final por sustituirle-dijo, y entonces el árbitro se sintió liberado y feliz. Reparó con la mirada en la barra de mármol veteada, en la mirada franca y perspicaz del dueño del bar , en la máquina de cacahuetes que se accionaba con una manivela, en la mesa de billar con un rasgón en el tapete, en el reloj patrocinado por Mirinda que marcaba las cuatro y media, en la sonrisa conciliadora y benévola de los jugadores de cartas, el improbable mural pintado a trazos negros que representaba palmeras en una bahía de una isla del Pacífico y cabañas, la máquina tragaperras que sostenía su música, en el aire limpio que entraba desde la calle y en un súbito remolino que hizo mover un envoltorio de pipas. La realidad se fue paulatinamente rasgando y él lo observaba con curiosidad pero sin alterarse. La luz se fue volviendo amarillenta y se saturaba y el espacio se fue descomponiendo en franjas que se movían bajo el impulso de una fuerza tranquila y apacible, como si fuesen hilos delgados que colgaban tocados por una mano. Las paredes del bar que daban a la calle se desmontaron en silencio hacia el vacío y una comitiva que portaba estandartes blancos con el símbolo de dos líneas paralelas horizontales negras y rojas bajo un triángulo avanzó. Hacían sonar flautas y panderos, danzaba abriendo la marcha un hombre embutido en un traje celeste, uno de sus ojos estaba vaciado y asomaba la cabeza y el pico de un cuervo desde la cuenca mientras el pájaro revoloteaba el interior. El siguiente en una vestimenta parda con hojas verdes prendidas y así infinidad de alegorías atípicas y complicadas de desvelar o lógicas en su interpretación.
En un momento dado los integrantes de la celebración cesaron en su movimiento y se agruparon formando un círculo perfecto e invitaron al visitante a que entrase en el corro. Convocaban a su deidad, pudo entender. Lo hacían sin arrodillarse o musitar oraciones tenebrosas, como las que el árbitro había escuchado tantas veces en iglesias deprimentes e su niñez, en cambio levantaban los brazos con las manos extendidas. La tierra en el interior del círculo se disgrego y se elevó una fantástica figura de la que fueron asomando los cuernos, el inmenso ojo amarillento y el morro alargado y cilíndrico. En el cielo las nubes se apresuraron a arremolinarse en rápida sucesión y a continuación a formar una cadena circular rematada en una luna rojiza. La cabeza de la criatura tomó la luna de diadema y de corona, y el árbitro, desolado de emoción y dulzura, se lanzó a fundirse en un abrazo, sus manos eran minúsculas en el cuerpo cartilaginoso y rojizo, estaban a duras penas a la altura de la materia que componían sus pezuñas. Era como dormir en la noche protegido por buenos augurios y descansando en la quietud. Los creyentes se agolparon formando una piña y la abrazaron. El gruñido de la amable bestia se impuso, un rugido de aceptación. Todo era perfecto, no habría armonía mayor en el mundo ni podría existir jamás. Reposar con la espalda en la arena tras haber nadado con fuerza y determinación con los ojos cerrados notando el calor y los latidos del corazón. Cuando los cuchillos hicieron acto de presencia y se hundieron en la carne de la bestia y se empotraron escaleras para llegar a sus ubres y vaciarlas recogió lo que se derramaba. En el fondo, como un murmullo, se escuchaban los gritos de regocijo de la multitud, la cola de la deidad azotando la tierra y la persistente voz del dueño del bar. Éste recitaba la historia de Anguina desde sus inicios (aún cuando no recibiera ese nombre); durante el episodio de la iglesia que encerraba en su cripta un tesoro robado a los moros y la aventura del insigne Don Diego de joven entrando por accidente en el aparto alquímico que le deparó la inmortalidad perdió contacto con sus sentidos, con la cabeza pesada durmió con extrema placidez.
Estaba con un bolígrafo e indeciso enfrentado a una incoherente mesa de plástico (nada más extraño a su parecer) en la que descansaban unos pliegos de papel. Los examinó con atención, se trataba del informe de incidencias del partido destinado a la federación y a los equipos. Era su letra, pero no recordaba haberlo escrito. Recorrió con la mirada el documento extrañado y sin aprehender su contenido, cuando se serenó se le encendió una bombillita y buscó el resultado. El Anguina había perdido uno a dos contra el Villaroel.
-¿No vas a firmarlo?-preguntó Pablo, el linier.
-Sí, claro. Pero dime, ¿cómo lo hemos hecho? ¿He estado bien?-preguntó el árbitro.
-Si te refieres a tener que salir con el rabo entre las piernas con un montón de paletos rabiando y amenazando con partirnos la cara olvídate. Parecen buena gente y se lo han tomado con deportividad.
-No me refería a eso- protestó el árbitro-¿He acertado con lo que he pitado?
-Qué raro estás, tío. Yo diría que hemos hecho un gran trabajo. Venga, firma, y no iremos al bareto del pueblo. No creo que nos envenenen con la bebida.
-Claro-dijo el árbitro e hizo fuerza para que la firma quedase calcada hasta en la última de las copias del impreso del tamaño de un periódico.
Del vestuario con humedades en el techo y un ligero olor a lejía hacia el campo de futbol de tierra y con las gradas carcomidas a despedirse del presidente del equipo y entregar la copia del parte de incidencias. No les hizo ningún reproche y el árbitro se reafirmó en qué había hecho lo correcto. Miró con curiosidad inusitada el terreno, preguntándose quién habría ocupado su lugar ¿No habrían sospechado nada o sabrían perfectamente los aficionados locales lo que estaba ocurriendo? Desechó la pregunta por ociosa y se encaminó al aparcamiento.
Al llegar al bar encontraron a un joven preparándose para echar el cierre.
-Los árbitros, ¿no?-preguntó-.Para ustedes sí que puedo cerrar luego. Pasen.
-¿Y su padre?-preguntó el árbitro.
-Ha fallecido.
-¿Pero cuándo?
-Hoy mismo, antes de que se celebrase el partido. He vuelto del hospital a cerrar el bar y ordenar. Mi padre estaba achacoso, el corazón, ¿saben?, digamos que cualquier esfuerzo extraordinario lo ponía en peligro de estirar la pata. Y ese ha sido el caso-dijo el joven, dirigiendo su mirada en particular al árbitro.
Pidieron unas cervezas, pero para no incomodar al muchacho y que pudiese estar con la familia se limitaron a coger los botellines. El bar era tal y como recordaba le árbitro, de una realidad palmaria. Con lo fácil que hubiese sido que el bar nunca hubiese existido, como en las soluciones baratas de cuentos fantásticos. Se sentía de alguna forma responsable de la muerte de aquel hombre, pero no le pesaba que hubiese muerto para no obtener beneficio. Era una lástima, pero suponía lo justo y coherente.
-¿Quién se ocupará del bar?-preguntó el árbitro ya en la acera de la calle.
-Yo, por supuesto, mi hermano es un señoritingo universitario, cosa fina.
-¿Y…del resto?
-Uhm, no estoy preparado aún, pero lo estaré. Creo que vale la pena mantenerlo, ¿no cree usted?
Mientras conducía pensativo y absorto por la carretera comarcal veintidós vislumbró algo por el retrovisor. En Anguina parecía que se había producido un cambio en la luz que incidía y una curiosa forma surgía de la tierra levantando remolinos de polvo que tapaban al humo de la distante fábrica y ensombrecían la iglesia. Cuernos y una afilada trompa de elefante, vaya animales que tienen en estos pueblos dejados de la mano de Dios. Fue sólo por un momento, quizás un vínculo ilusorio.
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