Aquella muchacha no podía dormir; daba vueltas y vueltas en la cama y el sueño no le llegaba. Se levantó y abrió de par en par la ventana. Era el mes de noviembre, y ya el tiempo frío se iba adueñando del ambiente, por lo que sintió un gran escalofrío por todo su cuerpo.
Levantó la vista y miró al cielo, ya completamente oscuro y contempló, raso como estaba, el brillo de miles de estrellas que también a ella la miraban con curiosidad. Había una que resplandecía más que ninguna, de luz blanquecina e intermitente, que a la joven pareciole ser la que con más insistencia la miraba; y de nuevo sintió otro escalofrío más intenso, y por su bello rostro una lágrima escapada de sus ojos del color azabache, comenzó a rodar. Sabía el motivo de su insomnio; sabía que no hizo bien al no acordarse de quien en silencio más la amaba, y mirando hacia esa estrella que más relucía, le preguntó
—¿Eres El Postiguet, verdad?
—Sí…
—¿Y te sientes triste por mi olvido?
—Sí…
—Lo lamento de verdad, no fue un olvido intencionado. ¿Me perdonas?
—¿Qué tengo que perdonarte, chiquilla? Nada en absoluto, como mucho rogarte que no me olvides en otra ocasión, mi muy querida Musa Batty.
El Postiguet