MIS COSAS

—Permítame, Ernesto, que te felicite por ese su nombre, no sabe lo importante que es llamarse así en nuestra sociedad.

—No crea, Lord Arthur Savile, pues nunca seré tan famoso como vos por su famoso crimen.

—Y ¿quién dice eso?

—Lady Windermer; me lo dijo cuando fui a devolverle el abanico que la otra noche perdió.

—Indiscutiblemente es una mujer sin importancia.

—Sí, pero no me negará que su esposo es un marido ideal.

—De profundis, amigo, de profundis; sin embargo nada como tener un fantasma en tu propio castillo.

—Entonces es cierto que en su castillo de Canterville, tiene un fantasma.

—Sí, pero no el de las alas de oro, que ese pertenece a un español llamado Blasco Ibáñez.

—¿Sabría decirme, entonces, algo sobre la Duquesa de Padua?

—Sí, que al parecer tiene una Casa de granadas. Es una esfinge.

—Como decadencia de las mentiras es un buen ejemplo.

—En definitiva: Frases y Filosofías para el uso de la Juventud.

—Es que, como artista, debo ser muy crítico.

—Pues me despido de usted, recuerdos a Salomé, y aquí le dejo mi retrato: hasta siempre.

—¡Hasta siempre, mi joven Dorian Gray!

El P©stiguet

No conozco, personalmente, a esa señora o señorita llamada Distancia, pero no alcanzo a entender, tampoco, por qué es catalogada como de "el olvido”.

Ni tampoco entiendo (debe ser ese día tonto que todos tenemos alguna vez) que usted, señor mío, siga siendo cautivo de los caprichos de su corazón. Según me cuenta usted, esa Distancia supo esclarecer sus pensamientos, con lo cual entiendo que, antes de conocerla, era usted un cerrado de mollera, que aun rimando con cremallera son cosas diferentes.

Ella, al parecer por sus lamentos, le dio esa verdad que usted alguna vez soñaba ahuyentando con ella sus sufrimientos. Perdone que le diga que es usted un pusilánime, y un poco de coraje y valentía no le vendría mal.

¡Hombre, que esos sufrimientos le llegaran la primera noche que la amó, me lo presenta como muy débil! Y ahora su playa se viste de amargura, como esa calle estrecha y pina que nos lleva al Gólgota en Jerusalén, porque la barca de la señorita o señora Distancia tiene que partir, que no será un piñón lo que parte, supongo, sino una travesía por el mar buscando mares de locura. Cada cual que haga lo que mejor le parezca, pero para locura gastronómica un bocata de calamares a la romana donde una Botella pensaba invitar, al COI, a café con leche ¡qué mala leche!

Sin embargo, su consejo de que cuide no naufrague su barca, me parece muy acertado, pero lo de indicarle que cuando la luz del sol se esté apagando regrese a su lado y no vague más, creo que inoportuno, porque si ha cogido la barca y se ha ido de su lado, sería porque estaba hasta de usted el moño, que aunque rima con coño (perdón), son cosas diferentes, sin fijarnos en el pelo.

El P©stiguet

Hete aquí que cierto día, vagando por un ignoto descampado, me tropecé con una sarmentosa por calentura de varón quien resuelta preguntome si conocía a una vieja avarienta conocida por la Rosenda, lagarta recocida que moraba por aquellos andurriales a la que exigiría ciertos favores no satisfechos. Le respondí que no, y de boca palabrera comenzó a historiarme la retahíla de habladurías que por el villorrio se comentaba sobre la Rosenda.

Ausente de morbo, pero con gran aburrimiento, pie le di para que narrara para mi distracción las chácharas pueblerinas, lo que supuse haría de todas formas, y ya algo cansados de la larga caminata, nos sentamos al pie de una encina que debió servir de abrigo a otros caminantes anteriores, por las muestras que debajo de su vasto ramaje encontramos.

Al poco de la plática, un tagarote pasó por nuestro lado vistiendo extraño ropaje de cordobán, y mostrando signos de cansancio le invitamos a unirse a nuestra reunión. También, nos dijo, buscaba a la Rosenda para ajustar ciertas cuentas, confesándose ser cortejador de monjas de clausura. Al poco la sarmentosa, que Cristana se llamaba, sacó de su talego unas salchichas y una hogaza candeal, junto a una jarra de tinto. “Es bueno el avisillo”, dijo el cortejador de monjas, y entre los tres dimos buena cuenta dello mientras revolvíamos pareceres. Finalizada la última salchicha y el último trozo de candeal, levantamos la mesa y cada cual, buscando su horizonte, nos despedimos.

Recorrida una media legua, y ya lejos de los dos para no ser reconocido, me despojé de mi vestimenta masculina, capa, correajes y sombrero, que arrojé a una poza. La Rosenda era yo.

El P©stiguet

Hace mucho tiempo en las ciudades, los vecinos de cualquier inmueble de varias plantas tenían cierta admiración hacia el señor “del principal”. En todas las casa había un piso así llamado, situado entre el entresuelo y que tenía un amplio patio.

El señor del principal salía de vez en cuando al patio con el fin de regar sus geranios o limpiar la jaula del jilguero. Esto motivaba cierta envidia entre los demás vecinos de los pisos superiores. Pero había momentos en que el señor del principal se veía obligado a recoger unos calcetines, una colilla de cigarro o unas pieles de manzana lanzados desde los pisos superiores. Cuando esto ocurría, tras recogerlos, miraba hacia los pisos altos y con el puño cerrado los amenazaba. Los vecinos, bajadas las persianas o corridas las cortinas, lo miraban con regocijo. ¿Qué se habrá creído ese orgulloso?

Como los tiempos cambian, y tan rápidamente, la instalación de ascensores y la construcción de áticos, ha hecho que el señor del principal ya sea casi un don nadie. El señor del ático ha venido a suplantarlo, pues ya no sólo tiene unas macetas de geranios, sino todo un jardín, y algunos los adornan con pequeños árboles. Tienen, por lo general, un perro que se pasa las noches ladrando, y, como por su altura piensa que a nadie molesta, saca el televisor a la terraza en las noches de verano, a todo volumen, cuando no organiza una fiesta a todo tren hasta bien entrada la madrugada.

—¿Por qué no lo denunciamos al Administrador?
—Calla, hombre calla. Mejor no, ya que el señor del ático paga un alquiler superior a todos nosotros.

Y como él lo sabe, experimenta un menosprecio infinito hacia los demás vecinos.

Pero como todo no es negativo, gracias al vecino del ático el señor del principal se ha reconciliado con todos los demás vecinos, y él, agradecido, les ofrece esquejes de geranio, ya blancos, rosas o rojos, para que los trasplanten.

Y ahora, cuando los vecinos tras sus cortinas o persianas ven agacharse al señor del principal para recoger las colillas y desperdicios que lanza el señor del ático, compadeciéndose de él, suelen decir:

—¡Pobre señor! Tener que soportar a este inquilino del ático que no tiene ni un mínimo de urbanidad ni respeto.

El P©stiguet

Cuántas veces te dije, Simón, que dejaras de preguntarme tan insistentemente. Pero tú, dale que te dale, pregunta tras pregunta... Mira, Simón, has de saber que eres un pesadito y muy preguntón.

Que si qué es la luna, me preguntas una y otra vez, cuando te he dicho mil veces que es un farol, muy grande, que arriba en el cielo colgó el tata dios.

Otra vez estás con querer saber qué es la nieve. ¿Cuántas veces tengo que decirte, negrito bembón, que no preguntes tanto? ¿Qué es el sol?, ¿qué es la nieve? y ¿por qué anda el tren echando vapor? O cuando me preguntas hasta el aburrimiento que ¿quién se llevó el agua del río hasta el cielo, y que después nos la devuelve en gotas?. En realidad, Simón de las narices ¿a ti qué c**o te importa?

Y ahora, no contento con tu insistencia, me preguntas que quién dibujó el arco iris. ¿Y yo que sé?, pesado, igual fue un pintor gay al que le sobraban colores en su paleta. Deja ya de tantas preguntas, Simón, o te doy un coscorrón...

El P©stiguet

Puedes estar segura, cariño mío, de que mucho antes de que me dijeras que me querías, yo ya lo sabía. No, no es que sea adivino ni lea en el poso de una taza de café, es que con tu mirada me pusiste un telegrama que así decía:

Destino: Tu corazón.
Domicilio: Cerca del cielo:
Remitente: Mis ojos son.
Y texto: Te quiero, te quiero.

El Postiguet

Hay veces en que los humanos cometemos el error de llamar a alguien por un nombre equivocado, porque ya me dirás tú qué tienes de “salvaora”, si quien de ti se enamora se pierde para toda la vida. Es verdad que eres hermosa, como hermoso es el firmamento, pero tú posees la desgracia de tener malos pensamientos.

Por culpa de tu querer tengo a mi niño embrujado, y con toda seguridad contigo me iba a perder si yo no fuera un hombre casado. Pero con diecisiete años que tiene mi criatura ¿cómo voy a extrañarme de tanta locura? Quien te puso Salvaora, de verdad, de verdad, ¡qué poco te conocía!

Qué pena más grande, Dios mío. El alma me llora, pues no veo llegar la hora en donde las intenciones se te vuelvan buenas…, ay, ay, ay… a la Salvaora.

El Postiguet

Ella —dicen—, paseaba al asomar una noche veraniega por el puerto, y mientras el blanco faro besaba y jugaba con los veleros que buscaban la tranquilidad de la dársena, lo vio. El hombre había llegado en un barco de nombre extranjero, y ella, morena aceitunada, quedó impresionada de la hermosura del marino y de su rubia cabellera. Él, que dejaba entrever de su pecho un corazón tatuado, era de voz triste y amarga, y desde una taberna cercana salían volando las notas dolientes y cansadas de un desvencijado acordeón.

Él, o ella, pues no se sabe a ciencia cierta quién, invitó al otro a una copa de aguardiente, y sentados ante un mostrador manchado de licores e historias portuarias, el marino le fue contando, entre dientes, la vieja historia de su amor.

Arremangándose la camisa enseñole su brazo también tatuado; allí estaba escrito el nombre de una mujer, como un recuerdo de un pasado que nunca jamás podría volver. Ella —dijo él— me quiso y me ha olvidado. Sin embargo yo nunca la olvidaré, y para siempre iré marcado con este nombre de mujer.

Y como el tiempo pasa irremediablemente, y más veloz de lo que nos gustaría, el marino tuvo que marchar en el mismo barco de nombre extraño que allí lo trajo. No le dijo a ella el rumbo que tomaba, pero de sus labios dejó en los de ella impreso un beso de amante que la envenenó.

Y la mujer, ahora loca de amor, errante lo busca de puerto en puerto. No hay marinero a quien no pregunte por el rubio de color cerveza, pero nadie le da señales de si está vivo o muerto, y fiel y enamorada le sigue buscando.

Y de puerto en puerto, y de mostrador en mostrador, va sangrándose lentamente ante unas copas de aguardiente. Mirad —dice a todos—, aquí llevo en mi piel morena su nombre tatuado. A fuego lento me lo han marcado y para siempre iré con él. Quizá él me haya olvidado, en cambio yo no lo olvidaré, y hasta que no lo haya encontrado, sin descanso y fiel, lo buscaré.

El Postiguet