“LA OBSTINACIÓN DEL pp POR LOS SÍMBOLOS FRANQUISTAS”
Jueves, 10 de noviembre de 2016. –OPINIÓN-
Inútiles resultaron los esfuerzos del Ayuntamiento de Barcelona por apaciguar los ánimos, conscientes de haber prendido la mecha ellos mismos al colocar en el exterior del Centro Cultural del Born una estatua ecuestre del Generalísimo. Cantado estuvo desde el primer instante que dicha obra, no llegaría sana y salva a la clausura de la exposición.
Durante los escasos cuatro días que estuvo expuesto, a Franco le fue cayendo encima la que no le cayó en todos sus años como Jefe del Estado, o sea, la de Dios es Cristo (y no Rey precisamente). Botellazos de cerveza, una puerta de balcón, una cabeza de cerdo, una muñeca hinchable y una estelada, así como huevos, tomates y mucha pintura, entre rótulos ofensivos y salpicones. Pero si algo puede afeársele a esta acción grupal, es que a Franco lo echaran abajo dando al traste también con su montura. Con lo concienciada que está la sociedad catalana con el tema del maltrato animal. Máxime si tenemos en cuenta que todo coincidía con la resolución del Constitucional de volver a permitir la fiesta nacional en Cataluña. Pobre figura equina, siempre rota, siempre víctima inocente, siempre un daño colateral en todo drama simulado, ya sean los toros, el Guernica de Picasso o una expo de la Colau.
En mi opinión, la indignación y el posterior rechazo que terminó por hacer inviable la presencia del dictador en las calles de Barcelona, aún bajo el auspicio de denunciar sus innumerables crímenes, es de aplaudir. Hay que tener muchas tragaderas para pasar junto al señor que fusiló a tu padre o te arruinó la infancia y no lanzarle un zapato a la cara. Y ole por eso, porque este derribo debería hacernos pensar a todos.
Que a día de hoy, tras más de cuarenta años, Franco siga con la pata cómodamente estirada en su Valle privado de la sierra de Madrid, después de las tropelías que cometió, no es algo de lo que podamos estar orgullosos. Y esta es solo una de las muchas ruedas de molino con las que tuvo que comulgar nuestra transición democrática. Porque es más que curioso que, llegado Franco al poder, se permitiera modificar a las bravas todas las estructuras del estado para adaptarlas a su capricho, y que por el contrario, a su muerte, los cambios fueran siempre tan lentos y faltos de valentía.
Que la existencia de una Ley de Memoria Histórica en activo no impida que el Partido Popular vuelva a gobernarnos sin haber condenado el franquismo, no ayuda en este sentido. Tampoco lo hace el que en muchas ciudades y pueblos (españoles todos), el callejero franquista continúe en activo, ni la permanencia en nuestro suelo de cientos de fosas comunes repletas de desaparecidos. Se trata de una completa anomalía histórica, algo que hemos acabado por aceptar como un hecho normal sin serlo en absoluto. Es como si se nos hubiera borrado la memoria, o todo nos importara un comino.
Ernest Hemingway, el airado autor norteamericano cuyo paso por nuestra Guerra Civil como corresponsal hizo que se declarara un absoluto detractor de la figura de Franco durante el resto de sus días, escribió una vez: “La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre”. Y Franco no fue nunca alegre, tampoco lo fueron sus secuaces. Por eso es esencial no solo acabar con la impunidad del franquismo, también con la tristeza de sus símbolos, manteniéndolos alejados de nuestro entorno.
(Martín Ariza)