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Llegará un día, ya lo verán ustedes, cuando el gran estadista que es don Mariano no ocupe el sillón de la Moncloa, que lo lloraremos sin parar, porque a nadie se le escapa que los grandes hombres, cuando cesan en sus cometidos, dejan una profunda huella insustituible, y de esa casta es, no lo pongan en duda, don Mariano Rajoy.
Hombre que se caracteriza por su sensatez en todo momento; de su buen gobierno no creo que haya nadie lo ponga en cuarentena, y de su enorme carisma podemos decir que no habrá, en nuestro país, otra que la sustituya.
Mariano, don Mariano, es político envidiado por todos sus colegas, porque es muy difícil alcanzar esa magnanimidad en las acciones, ese acierto en todos sus cometidos, ese atractivo personal que hace que, si alguna vez comete un error, y no creo que se le reconozca alguno, es rápidamente perdonado por los ciudadanos, sabedores que es humano y algún defectillo pueda tener, pero que no; al menos no demostrado hasta ahora.
¿Estará tocado de la gracia divina? Esta es mi tribulación, porque tanta perfección es casi imposible en ser humano. Si, como tantos otros hombres, como por ejemplo un tal Jesús de Nazaret, ha sido o es, designado para su magisterio por el más allá, es cuando comprenderíamos su grandeza tan especial.
Pero sea como sea, que esto es lo de menos, nuestra felicidad de tenerlo dirigiendo los caminos del Gobierno, ha de ser entendido como un don. Debemos cantar aleluyas porque esto no tendrá repetición.
Y ahora les dejo, porque dos hombres, al parecer sanitarios, me esperan para colocarme un muy bonita camisa blanca, llamada de fuerza, y trasladarme en una furgoneta con lucecitas naranjas en el techo, a un sanatorio mental.
El P©stiguet