"Los señores-que-bajan-al-bar bajan al bar, se acodan en la barra metálica y piden un vaso de vino o un botellín de cerveza. No se sientan juntos, cada uno ocupa su esquina de la barra como si fuera un señor feudal, siempre la misma, y se hablan desde lejos, sin grandes aspavientos. Eso sí, se saben sus nombres. Es evidente que no tienen donde ir.
Yo bajo al bar y me siento entre los señores-que-bajan-al-bar aunque todavía no sea uno de ellos, o tal vez sí, un señorito-que-baja-al-bar. Seguro que ellos piensan que apunto maneras. Cojo la prensa generalista, que dejan siempre libre (porque ellos leen la deportiva), y hago que leo, pero en realidad les observo y les escucho. Ellos miran aburridos los toros, el fútbol, el discurrir de la vida al otro lado del ventanal. Dicen tópicos o burradas, algunos se emborrachan, pero no es lo habitual, son trabajadores en paro, jubilados, no tienen mucho dinero, a veces se invitan entre ellos. Son xenófobos de boquita, porque cuando un extranjero en carne y hueso baja al bar, y es pobre y solitario como ellos, le tratan como a uno más. En sus manos gruesas que agarran el chato de vino, como raíces viejas, hay años de currantes. Cuando uno se emborracha los demás lo aguantan con estoicismo. Hoy hay uno de acento extranjero, viejín, con ojos vivarachos, que parece un payaso triste y va un poco bebido. Son las siete de la tarde.
- Fernanditoooo - le dice a uno al otro lado de la barra - Fernanditoooo, querido amigo, cuánto tiempo, ven, dame un beso.
- Que no, que me dejes - dice Fernandito -, mira te invito a una caña.
- Un beso no de maricón, de amigoooooos.
- Que te invito a una caña, y siéntate ahí.
- Hoy no tengo dinero, pero mañana sí.
- ¿Sí?
- Mañana me va a tocar la lotería: 10.000 millones de euros.
El camarero, un cuarentón melenudo, curtido en mil batallas de barra, le sirve mirando a la lejanía, con expresión cansada. “Este ya va cargadito, se le ha echado el día encima”, comenta otro parroquiano cuando el bebedor sale a recoger las mesas de la terraza, como muestra de agradecimiento. Cuando se hace el silencio lo único que se oye son las alegres melodías de las máquinas tragaperras. Hay uno que se pasa horas echando monedas, hipnotizado con las lucecitas. Dicen que los jueves da premio fácil.
Yo bajo a muchos grasabares y los señores-que-bajan-al-bar siempre son los mismos, o lo parecen, como es la misma la ensaladilla rusa o las salchichas con patatas que se guardan tras la vitrina. Me pregunto de qué huyen ellos: de una mujer en casa a la que ya no aguantan (y viceversa) o de una soledad tan grande que hasta le han puesto nombre. Me pregunto qué arrastran por pasado, si tienen ahorros, o pueblo, o nietos o algunos cadáveres de prostitutas emparedados en la cocina de casa. Quizás algunos hayan tenido éxito en la vida, hayan sido envidiados, y ahora están aquí, varados en el bar.
El otro día bajó al bar (a uno de los bares donde bajo yo y bajan los señores-que-bajan-al-bar) uno que era un pelín más joven, pelo engominado, pinta algo macarra, bien bronceado. Dijo: “El barrio, hace mucho que no vengo al barrio, pero he vuelto. Tenía un piso, otro piso, un negocio, lo perdí todo, me divorcié… bueno me dejaron. Tenía mucho dinero, cuando iba a los bares me ponían unas rayas así de grandes, porque tenía mucho dinero. Me gasté un millón de euros en dos años. Ya no tengo nada. Ahora he vuelto. He vuelto al barrio”, dijo con voz arrastrada, y tomó un trago, y miro la tele, “así es la vida… en fin Serafín, ¿hoy echan partido?”.
Los señores-que-bajan-al-bar (esto tal vez ellos no lo sepan) bajan al bar para restaurar la red de cuidados y solidaridad que el capitalismo salvaje ha destruido. De alguna forma, una forma machirula, se dan cariño y compañía. Y se echan una mano: yo les he visto prestarse dinero e intercambiar favores. Luego vuelven a su esquina de la barra metálica, con el palillo en la boca, o salen a fumarse un purito. Cuando todos los bares sean cuquis, con zumos detox y largas mesas de madera, y bombillas vintage, y precios astronómicos, no sé a dónde van a bajar los señores-que-bajan-al-bar.
El grasabar, que llenaba nuestras calles y que va cayendo uno por uno ante la fiebre del clónico interiorismo hipster (la bicicleta colgada, la pared de ladrillo visto), es el hábitat natural del señor-que-baja-al-bar. Yo he visto cómo grasabares se reconvertían levemente y, a pesar de la intención de los nuevos dueños de mantener la clientela barrial y popular, los señores acababan huyendo en estampida. El grasabar es ese local multifacético de desayuno, menú del día, periódicos, partido y combinados alcohólicos a precios asequibles que en los centros de las ciudades está próximo a desaparecer. Cuando entras por la puerta el camarero te grita ¡joven! (tengas la edad que tengas). El gin-tonic, bebida de albañiles en vaso de tubo, fue birlado a las clases populares, a los grasabares, para meterle una ensalada dentro y convertirlo en algo distinguido. Si el hábitat del grasabar se extingue, ¿qué será de las especies que lo habitan? El Starbucks no es país para viejos.
Al anochecer los señores-que-bajan-al-bar echan unas monedillas sobre la barra y se van a casa, cada uno por su lado, sin grandes despedidas. Les imagino llegando a una destartalada buhardilla del centro, con la cama desecha, una tele pequeña, abriendo una lata de fabada Litoral. Algunos salen del bar y desaparecen en el cielo nocturno. Son Batman."
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]Quién no haya estado en un bar así alguna vez miente...Los señores que bajan al bar si les sacas a un bar con terraza en una calle principal se ponen mustios y desconfiados, no es su habitat. También echan partidas interminables al tute en mesas con publicidad de Sprite, no importa demasiado quién gana o quién pierde aunque mientras se juega es lo más importante del mundo mientras te apuntas los millos. O los garbanzos. Uno tenía un billar que servía de mueble para mirar, demasiado moderno y fuera de lugar y tan fuera del mundo como los ocupantes. Y la releche era una maquina recreativa con 5 o 6 años de desfase respecto a las novedades ¿Y eso para qué sirve,? Pa comer la cabeza a los niños, Juan.