Rara vez los pasos, por no decir nunca, pueden ser vueltos sobre sí mismos. Esa es de hecho la base de la existencia, un continuo avanzar hacia adelante, sin posibilidad de vuelta atrás. Algunas personas... Mejor dicho, muchas personas querrían en un momento dado retroceder, volver los pasos en la autopista del tiempo y caminar hacia atrás, retomar aquellas doradas etapas donde hubieran querido detenerse para siempre. Pero, ay, amigos, eso no es posible. No, no, no. I'm sorry. Hay que seguir por el camino, cuyo vigía, el tiempo, es implacable y no permite detención ni retroceso alguno. A lo sumo, en un gesto de generosidad (generosidad a veces cruel) nos concede el recuerdo como lenitivo, ese administrador reservado que proyecta de vez en cuando su caleidoscopio para de algún modo permitir que revivamos momentos pretéritos donde los pasos fueron si acaso más gratos que en otros. Pero son sólo eso, proyecciones, algunas tan intensas que generan nostalgia, a menudo demasiada nostalgia. Y demasiada nostalgia tampoco es bueno. No, no, no. Porque la nostalgia, proporcionalmente mayor cuanto mayores sean las distancias que el propio tiempo genere, tiende a hacer que las lágrimas se vuelvan amargas, como si a su natural carga salina se le añadiesen átomos de hiel.
Así que hay que seguir andando, tropezándonos a menudo los unos con los otros, porque no todos llevamos el mismo ritmo a la hora de caminar, unos son tardígrados y parsimoniosos, como tortugas, hasta el punto que incluso los hay que llevan caparazón incorporado; otros, en cambio, veloces como centellas, tanto que no pareciera sino que, en lugar de andando, van montados en un reactor supersónico. Pero el tiempo no se detiene ni para los primeros ni para los segundos, por más que su paso se antoje diferente según los casos.
Y en el camino, además de esos tropezones, también van surgiendo encuentros y desencuentros, porque al fin y al cabo así es la vida, un cúmulo de escaramuzas, de casualidades y coincidencias, de risas y lágrimas, de ascensos y descensos. Y entre esos encuentros a veces surge alguien cuya presencia obra la magia de hacer que de los pies nos broten alas, como a Hermes, el mensajero de los dioses, y nos sentimos de repente livianos y llenos de vitalidad, tanto que el camino se nos antoja entonces una especie de alfombra de seda y las nubes confortables lechos de algodón. Parece entonces que flotamos, que el mundo se pliega a nuestro deseo y que todo, cualquier cosa, nos es permitido. Y sonreímos, como si también en los labios nos brotasen alas y éstas se desplegasen en un semicírculo de luz. Son esos los mejores momentos del camino, aquellos que más gozamos, momentos en que el espíritu se alimenta de néctar y el agua con que calmamos la sed se convierte en pura ambrosía.
Pero el viaje hacia lo desconocido continúa, nunca se detiene, a los momentos felices sucederán otros de desazón, y a estos quizá unos nuevos de felicidad, y al administrador de recuerdos se le irá amontonando el trabajo, cada vez más lleno su caleidoscopio de imágenes, tantas que algunas se empezarán incluso a borrar, a difuminar en la lejanía, a perderse. Y vuelta a empezar. Irán pasando así los veranos y los inviernos, los otoños y las primaveras, los días y los años. Siempre caminando.
Así que hay que seguir andando, tropezándonos a menudo los unos con los otros, porque no todos llevamos el mismo ritmo a la hora de caminar, unos son tardígrados y parsimoniosos, como tortugas, hasta el punto que incluso los hay que llevan caparazón incorporado; otros, en cambio, veloces como centellas, tanto que no pareciera sino que, en lugar de andando, van montados en un reactor supersónico. Pero el tiempo no se detiene ni para los primeros ni para los segundos, por más que su paso se antoje diferente según los casos.
Y en el camino, además de esos tropezones, también van surgiendo encuentros y desencuentros, porque al fin y al cabo así es la vida, un cúmulo de escaramuzas, de casualidades y coincidencias, de risas y lágrimas, de ascensos y descensos. Y entre esos encuentros a veces surge alguien cuya presencia obra la magia de hacer que de los pies nos broten alas, como a Hermes, el mensajero de los dioses, y nos sentimos de repente livianos y llenos de vitalidad, tanto que el camino se nos antoja entonces una especie de alfombra de seda y las nubes confortables lechos de algodón. Parece entonces que flotamos, que el mundo se pliega a nuestro deseo y que todo, cualquier cosa, nos es permitido. Y sonreímos, como si también en los labios nos brotasen alas y éstas se desplegasen en un semicírculo de luz. Son esos los mejores momentos del camino, aquellos que más gozamos, momentos en que el espíritu se alimenta de néctar y el agua con que calmamos la sed se convierte en pura ambrosía.
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