Mariano Rajoy se ha quemado més en 150 días de gobierno que cualquier otro presidente de Gobierno que ha habido en el periodo democrático español en estos últimos treinta años, a pesar de que en la mayoría de los conflictos ha intentado que fuesen sus ministros los que diesen la cara para que fuesen ellos los que sufriesen las consecuencias del desgaste.
Frente a otros presidentes que han necesitado hasta una legislatura para dar los primeros síntomas de desgaste (caso de José María Aznar como presidente popular o José Luis Rodríguez Zapatero, como presidente socialista) el caso de Mariano Rajoy, es un caso insólito en la política española, probablemente por la situación económica que ha heredado, y por las duras medidas que se ha visto obligado a tomar.
Sin embargo, ha sido su empeño en no dar la cara, en no explicar a la opinión pública las principales decisiones y medidas impopulares que está tomando, lo que le ha conducido, nada más empezar la legislatura, a una situación en la que, teniendo a su favor a la mayoría de los medios, las criticas le han situado en una posición en la que no ha estado otro presidente a estas alturas de la legislatura.
Hábil en la pelea dialéctica, con buena capacidad para la comunicación, con la imagen de un administrador serio aunque aburrido, no se entiende ese afán y esa obsesión por esconderse, por no dar la cara, por no conectar con la ciudadanía para realizar una labor mínima de pedagogía, especialmente en unos momentos de miedo generalizado por una crisis económica que parece no tener fin y de la que la mayoría de esa ciudadanía tiene, probablemente la visión más pesimista.
Desde su juramento como presidente del Gobierno, el comportamiento de Mariano Rajoy. ha sido huidizo a pesar de que en una de sus escasas entrevistas, la realizada a la Agencia EFE el pasado 10 de enero, afirmaba que estaba dispuesto a dar la cara, a decir siempre la verdad, y aportaba como prueba, el mismo hecho de que había decidido desde el principio, asumir la coordinación del equipo económico, desde la presidencia de la Comisión Delegada que se reúne semanalmente en el Palacio de la Moncloa, probablemente, una simple excusa para no nombrar un vicepresidente económico, quizás por el miedo a decidir entre el ministro de Economía y Competencia, Luis de Guindos, a quien ha destinado para la misión de colocar los mensajes económicos fuera de España, y el ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, el hombre que realmente maneja las cuentas del Estado y señala los objetivos políticos a cumplir.
Pero a pesar de esas promesas de dar la cara, durante estos cinco meses ha huido de todo, se ha negado a dar la cara en el Parlamento para explicar en su conjunto las reformas y ajustes puestos en marcha, no admitió ningún tipo de preguntas cuando presentó su Gobierno, ha sido incapaz de dar la cara para justificar la subida de impuestos, el copago sanitario o el retoque del IVA, no ha querido siquiera hablar de los Presupuestos Generales del Estado e, incluso, ha huido a lo Urdangarin por los pasillos del Senado, cuando asediado por los periodistas, le pedían una explicación sobre la gravedad de la situación económica ante los rumores de una intervención por una disparada prima de riesgo.
Estos días el debate sigue estando en su decisión de no acudir al Parlamento para dar cuenta del “estado de la Nación” y suspender un acto que ya forma parte de la tradición política nacional. Todo un síntoma de una actitud, de un comportamiento que parece que no tiene propósito de enmienda porque el personaje es como es. Aunque lo malo es que están apareciendo en su personalidad síntomas hasta ahora desconocidos: la soberbia y el autismo.