De cómo surgió una buena amistad
Allí estaba el hombre, cargado de una paciencia que ni Job, con sus cañas lanzadas a la mar desde el malecón, esperando que el pez comiera la carnada y con el engaño se clavara el anzuelo para ser izado a tierra y ser objeto de su alegría.
El sol comenzaba a levantar y se miraba coqueto en el espejo del agua, pero el hombre, impertérrito, solamente tenía su mirada en el agua y en el sedal que esperaba fuera arrastrado por pez alguno, y nada de su entorno lo hacía entretenerse. Ni siquiera cuando con mi Canon disparé una cuantas veces para inmortalizar su enorme paciencia. Ni siquiera cuando con la mudanza del sol las aguas tranquilas de la noche comenzaron a remolinarse con la brisa que se levantaba. Ni siquiera cuando desde la lejanía una sirena de un vehículo sanitario rompió el silencio del lugar. Ni siquiera cuando desde el puerto deportivo un velero salió en dirección al mar abierto en busca de quién sabe qué aventura. Ni siquiera por todo ello.
Pero el hombre tuvo un gran sobresalto cuando de repente, un fuerte tirón procedente del fondo del mar, inclinó el espigón de su caña hasta casi hacerla rozar con la superficie del agua. Y aquella paciencia más propia de Job, aquella quietud ante todo cuanto le rodeaba, se transformó en energía, agarró la caña y comenzó a ir recogiendo sedal con el carrete. Sintió una gran emoción al comprobar la fuerza del animal que preso de su engaño intentaba librarse de él, y supo de inmediato que la lucha sería inmensa, que habría que arrastrar hacía sí el pez o ir soltando línea, de vez en cuando, para que el animal se cansara y mejor traerlo hacia la costa.
En ese tira y afloja más largo de lo que él pensó, las fuerzas comenzaron a flaquearle, y sabía que él sólo no podría con el pez. Y ahora sí me miró. Posiblemente supo que lo fotografié, pero quizás también ya estaba acostumbrado a que intrusos como yo hicieran lo mismo. Pero esta vez necesitaba de alguien y en sus ojos descubrí que me pedía ayuda. Me preguntó si era pescador y le dije que sí, y en aquellos ojos que yo vi como pidiendo colaboración, ahora reflejaban satisfacción, y me pidió que bajase a su lado, y que trabajase junto a él manejando el salabre.
El pez, tras un tiempo dilatado, comenzó a flaquear también, y ya se dejaba arrastrar hacia las rocas con más docilidad; por un momento lo vimos casi en la superficie, era un espléndido llobarro que pesaría, probablemente, unos seis kilos, y con esa fuerza enorme que le daba su hábitat. El hombre le daba cada vez menos línea libre y cada vez lo atraía hacia nosotros. Temimos que en la cercanía de las rocas intentase algún movimiento brusco de lo soltara del engaño, pero el hombre era experto, y por otra parte también tenía yo gran experiencia. Y alargué todo lo más que pude el salabre y el hombre con suavidad lo atrajo hacia el artilugio. Con la ligereza necesaria hice el movimiento preciso y el pez cayó dentro de la red y ya dentro de ella lo subí hacia la explanada del malecón y los dos, el hombre y yo, nos miramos con gratitud, él por la gratitud de mi colaboración, yo por la gratitud de que me dejara ser cómplice de tan agradable pesca. Al poco tiempo, y una vez más calmados por la tensión acumulada, nos presentamos.
—Me llamo El Postiguet, amigo –le dije-. Y él me respondió.
—Mi nombre es Neroncaesar.
Y desde ese día nació una buena amistad. Aquí les dejo aquella fotografía de la que les hablé al principio.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]El Postiguet