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Precisamente tuvo que ser aquella noche, cuando, tras visitar a muchos pacientes debido a la epidemia de gripe desatada entre la población, llegué a casa muy tarde y enormemente cansado, y tras cenar junto a mi esposa y comentar algunas vicisitudes, mías sobre el trabajo y de ella sobre el mantenimiento de nuestro hogar, pasadas las 11 de la noche el teléfono sonó insistentemente.
—Doctor —dijo una voz muy agitada— venga lo más pronto que pueda a mi casa. Mi hija se muere irremediablemente. Soy Marina de Hinojosa, de la finca Olivares.
—Mañana, a primera hora le visitaré, no se preocupe —le respondí—.
—Sí me preocupo, y mucho, mañana mi hija no vivirá, y usted como médico debe salvarla hoy mismo sin falta o se sentirá durante toda su vida responsable de su muerte. Debe venir inmediatamente y sin demora.
Supongo que se habrán dado ustedes cuenta de que soy médico, médico rural, en una población pequeña donde no hay otro galeno. Esas llamadas a altas horas de la noche no son muy frecuentes, y si las hay procuro que la visita sea al día siguiente a primera hora, pues hay días que resultan agotadores, pero esa voz de madre angustiada me dio a entender que la vida de su hija verdaderamente corría mucho peligro.
La finca Olivares dista unos nueve kilómetros de mi casa, le expliqué a mi esposa el motivo de la llamada, volví a vestirme de nuevo, cogí mi maletín y hacia la finca Olivares me dirigí, muy agotado, con mi viejo utilitario.
Víctor Hinojosa, aunque distante su finca del núcleo de la población, en la que yo solo estaba desde hacía unos pocos meses practicando la medicina pues acababa de tomar posesión, era propietario de una gran finca, una de las más grandes y fructíferas de la población y región, vecino muy conocido por todos, se comentaba ser hombre inmensamente rico pero muy avaro. Era la primera vez que los visitaba, y entendí que mi obligación, pese a la hora intempestiva, y por la angustiosa llamada de la madre, era imprescindible.
Al llegar a la puerta de la mansión, una vivienda de enormes proporciones y de unas características que demostraban claramente la riqueza de sus dueños, tras varias llamadas una mujer de mediana edad y muy nerviosa me abrió. Junto a ella dos enormes perros guardianes que no ladraban, pero me enseñaban con fiereza sus enormes y relucientes dientes. La mujer los calmó con unas palabras suaves que no entendí, y me hizo pasar al interior, yendo yo tras ella a una habitación situada en la primera planta, que se accedía por una impresionante escalinata de mármol. Allí una joven, de unos dieciséis años, acostada en su cama, presentaba a primera vista un mal aspecto. A su lado, sentado en un sillón y cabizbajo, el que debía ser su padre, Víctor Hinojosa, un hombre alto y corpulento, que me miró de malos modos al preguntarme quién era yo y qué hacía allí, en su casa, y a esas horas.
—Soy el médico rural —le dije— y vengo a visitar a la enferma, su hija supongo, que a primera vista me parece muy necesitada de mis servicios.
El hombre comenzó con gritos a maldecir, despotricar contra la medicina y los médicos, indicándome que no debía ver a su hija, que no me lo permitía, que me marchase inmediatamente, pero yo, por mi obligación de asistir a cualquier enfermo, no le hice saco y comencé a examinarla. Su aspecto demacrado, las escasas fuerzas que demostraba, su mirada perdida, y con una fiebre muy alta, me hizo temer lo peor. Tal como la voz de su madre me hizo saber por teléfono, la muerte, aparentemente, la tenía muy cercana. Al roce de su piel noté que ardía intensamente, pero no hallé trazas de erupción alguna. No tenía síntomas de fiebre intestinal. Sus pulmones estaban en perfecto estado y su corazón no presentaba ninguna alteración peligrosa. Lo que sí advertí era una leve hinchazón situada detrás de su oído izquierdo. Examinándola con mucho cuidado mis sospechas se confirmaron, la joven padecía una mastoiditis purulenta.
—Debieron llamarme hace días —les dije irritado.
—Sólo es una hinchazón —me respondió su padre—. Le hemos aplicado varias cataplasmas y untado de grasa de oca. Mañana le pondremos otras hechas de hierbas y sanará.
—Mañana, Víctor, su hija estará muerta, y usted será el único responsable si no me permite atenderla.
Al oír mis contundentes palabras, y mi gesto serio, Víctor se derrumbó, y su riostro quedó blanco y paralizado.
—Escúcheme, Víctor, y compréndame: Todo ese hueso, el mastoides, está lleno de pus. Salvo que abramos y hagamos salir toda ella, acabará penetrando en el cerebro. Si no sabe lo que significa eso yo se lo digo: antes de seis horas su hija morirá.
—Por favor —me dijo todo compungido— haga usted lo que crea conveniente. ¡Sálvela, Dios mío, por favor, sálvela!
Me puse trabajar en la propia habitación, pues el tiempo apremiaba y la joven no estaba para traslados. A la primera incisión que hice en la piel, sobre la parte posterior del oído, comprendí que el menor error por mi parte, la más leve desviación del bisturí, sería fatal pues podría penetrar en el seno lateral del cerebro. Metido de lleno en mi cometido no miraba al padre como se comprenderá, pero yo notaba tras de mí sus ojos clavados en mis manos y sus movimientos. Llegué hasta el hueso, ese hueso tan delicado que cubre el cerebro por esa parte. Los tejidos me ofrecieron una resistencia mayor de lo que yo esperaba, y lo peor para mí, no encontré rastro de pus alguno, pero insistí, y lentamente y con un cuidado esmerado y un temor inenarrable, fui profundizando la cuchilla cada vez más y más. En el mismo instante en que yo estaba convencido de que la misma llegaría hasta el propio cerebro, comenzó a brotar un denso chorro de pus. Mi alegría fue inmensa. Con gran celeridad tomé una cucharilla y concienzudamente limpié el foco de infección, seguidamente lavé la cavidad con antiséptico para como final introducir un clavo de gasa de yodo empapada. Al poco tiempo de acabada mi labor, la enferma estaba de nuevo en su lecho respirando profunda y tranquilamente, como si gozara del sueño más plácido que pudiera haber tenido. Al rato su pulso mejoró y un color natural cubrió su joven y hermoso rostro. Ya convencido de que el peligro había pasado, comencé a recoger mis bártulos para marcharme. Mi cansancio había llegado al límite, y los nervios que durante la operación no acudieron, me brotaron de sopetón.
Víctor, acabó rendido a mi oficio y ante la salvación de su hija me dio las gracias llorando, gesto que, en un hombretón como aquél, por su carácter tozudo, rudo y altivo, me pareció cosa imposible de ver.
—No me de las gracias a mi —le dije— sino a su esposa, que gracias a ella y a su llamada telefónica de urgencia e insistente me trajo aquí
—Pero ¿qué dice usted, insensato? ¿Quién dice le llamó y cómo lo hizo?
—Su esposa me llamó por teléfono, esa señora que me abrió la puerta.
—Esa señora —me respondió– es la sirvienta, que por cierto es griega y no habla una sola palabra en español. Mi mujer, por si usted no lo sabe, murió hace cinco años, y sepa también que en mi casa nunca hemos tenido teléfono.
El P©stiguet