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—Sr. Ruiperez, tenía, desde hace tiempo, ganas de decirle cuatro cosas a la cara y se las voy a decir. Es usted un tirano, un negrero, un desagradecido... y me voy de su Empresa más contento que unas pascuas. No quiero ni indemnización. Métasela por donde le quepa. He trabajado muchos años aquí, ¡doce años de mi vida!, y me he entregado a mi trabajo con esmero, con total dedicación, pero usted nunca lo ha reconocido, y cuantas veces le he solicitado un aumento de sueldo, se ha reído de mí con mil escusas. Pero todo tiene un límite, y hoy le dejo con sus avaricias con todo el desprecio de mi corazón. Hoy sí puedo decir gritando, y a los cuatro vientos, que es el día más feliz de mi vida.
—Pero Martínez, escuche, yo…
—Rinnnnggg, rinnnnggg...
—¡Cállese imbécil! que ahora sigo desahogándome cuando atienda por teléfono a mi esposa. Hola, María, dime…
—Hola Juan. ¡Qué error tan grave!, no nos ha tocado la primitiva, sin darnos cuenta cambiamos un número; ni un euro Juan, ni un euro…
—Sr. Ruiperez, usted es coleccionista de armas según creo, ¿tiene una cerca y cargada?
—Sí, esta de aquí. Pero no pretenderá dispararme.
—A usted no, a mí mismo, sí. ¡Pummm!
El P©stiguet