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Elvira era una mujer sesentona, soltera, que vivía con su gata persa de ojos verdes, y sola. Tenía muy poca relación con sus vecinos, sin decir por ello que fuera insociable, sino porque se sentía desplazada en las reuniones de mujeres, ya que el tema principal en las conversaciones de éstas o eran los hijos, los nietos quienes los tenían, o los maridos. En más de una ocasión se sentía dolida cuando de estos temas, tan habituales, se trataba, y tenía que escuchar frases como “Elvira de esto no puede opinar, ya que no ha estado casada, o no es madre o no es abuela…”. También cuando era interrogada si había tenido alguna relación de joven con algún hombre o tuvo novio. No le gustaba mentir, pero tampoco ser motivo de observación y notar ciertas risicas cuando se ponía colorada o tartamudeaba. Pero en aquella población, pequeña, donde todos se conocían, un día comenzó a cambiar todo en la manera de relacionarse. Nadie osaba preguntarle nada, pero todo el vecindario sabían por Martín, el cartero, que Elvira recibía semanalmente una carta de un hombre de la capital, y que ella, al recibirla ponía cara de entusiasmada, como enamorada, y que normalmente no viajando casi nunca a la capital, salvo para hacer algunas compras especiales, ahora viajaba con frecuencia. Las cartas tenían como remitente a un tal Juan Montesinos de las Heras, capitán de fragata, y las vecinas sentían ya excesiva curiosidad, aunque no se atrevían a mencionarlo en su presencia, para no descubrir al cartero, y ella, muy discretamente, dejaba entrever, cuando su bolso abría con algún pretexto, un sobre de los que recibía orillados con una cenefa azul y roja al ser de correspondencia urgente.
Aquella noche preparaba su pequeño maletín, pues viajaría por la mañana siguiente, como casi todas las semanas a la capital, y metió en él un sobre, orlado con los colores rojo y azul propio de la correspondencia urgente o por avión, remitida a ella misma que acababa de escribir desfigurando su letra y que semanalmente dejaba en un buzón capitalino con el remite de un imaginario Juan Montesinos de las Heras, capitán de fragata. Y maliciosamente sonrió.
El P©stiguet