“Al final de la jornada, aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”.
Estas palabras las repetía constantemente aquel maestro nacional que de niño tuve, burgalés, franquista y falangista, llegado a mi tierra como conquistador, y que lo padecí varios años hasta que mis padres me trasladaron de lugar cuando, al oírme aquél decir una frase en catalán, con rabia y odio incomprensible diome con la palmeta en mi mano infantil hasta casi ensangrentarla, esa regla de madera que siempre tenía agarrada como un director de orquesta hace con su batuta.
Pero es frase que se me quedó grabada en la mente, pese a los ochenta años pasados, aún está presente y fresca, quizás de tanto repetida, pero que yo, ya muy rebelde desde niño, nunca le dí la importancia religiosa que él, maestro del nacionalcatolicismo, le imprimía, sino que entendí que en la vida uno debía luchar para alcanzar, al final de la misma, lo que él llamaba jornada, los anhelos, deseos, proyectos, ambiciones que se puedan tener.
Y créanme que es fácil lograrlo si uno es perseverante, trabajador, no desmaya, y tiene claro el camino a seguir y la meta hacia donde llegar. Y aquellas personas inteligentes, que las hay por todas partes, sobresaliendo de los necios que también existen, seguro que saben por qué lo digo y a qué me refiero. Sí, al final de la jornada, he alcanzado lo que me propuse, con tesón, con coraje, sin desmayo, sin tambalear… Una vez alcanzada la meta, igual el resto ya no tiene importancia. En verdad no tiene importancia alguna.