Ni aUn crucificado, lo dejaron en paz

Hubo una vez —¿realidad o ficción?— un hombre bueno. Jamás de su boca salió palabra alguna que ofendiera, pero sus palabras eran tergiversadas por intereses personales. Hablaba de amor entre los hombres, pero los hombres entendían de desamores y esa voz no agradaba. Hablaba de concordia, pero era la guerra lo que generaba riquezas, lo que exaltaba los egos, la idea de ser poderoso porque se tenían los instrumentos para acallar voces que no coincidían con el mandamás, y el mandamás se creía un dios y que sus decisiones eran justicia y sus leyes inviolables, y sus designios infalibles…

Y en muchedumbre —pues eran muchos— entre campos de olivos milenarios, de higueras y algarrobos, crearon un sendero que, pino y sinuoso, conducía a la cima de un monte más conocido como el de Las Calaveras. Y allí, una tarde oscura, mientras el sentenciado —pues sentenciado, que no juzgado fue por no ser como ellos— aclamaba a su padre, lo masacraron con sumo placer, con gozo y saña, pues su derrota la creyeron su triunfo y su voz, antes contundente frente la ignominia, creyeron no la oirían nunca más. Incluso el romano, hasta ese momento impasible, como que la cosa no iba con él, clavó su lanza en un pecho noble por ver si de él brotaba sangre. Y brotó. Era como los demás hombres, no cabía la menor duda, pero por mucho que de él dijeron los incorrectos, entre los atacantes y atacado había un gran trecho.

Al margen de, si muerto tres días más tarde, en cuerpo y alma subió a la casa de su Padre, lo cierto es que su memoria planificará por aquella ciudad, y alguna que otra vez, cuando sus verdugos miren hacia el Gólgota, lo verán crucificado, pero en su rostro no observarán ese odio que quisieran ver, esa inquina tan necesaria para justificar su injustificado crimen. Y él mirará a las gentes que lo maltrataron con bondad, pues sabe bien que lo hicieron, más que por venganza, por ignorancia.

Ya no vendes. Lo siento.

El rencor es el sentimiento más inútil que existe. No se comparte, no es recíproco, lo padece y sufre uno solo, y no aporta solución al conflicto que lo generó.

¡Pescado fresco de la bahía! Salmonetes de roca, dorada y llobarro de palangre… Señora ¿no quiere estos boquerones que de vivos saltan? ¿Y qué me dice de esta gamba roja? ¿Qué de estas quisquillas de Santapola?

No, ya no vendo... Me quedaré con toda la mercancía, pero, como por suerte no tengo necesidad de vender, me los llevaré a casa y allí disfrutaré de ellos.

La dorada y el llobarro, los haré a la sal. Y acompañados de un all i oli, o una salsa tártara, me daré un festín. Con la gamba roja otro tanto, asada muy ligeramente a la plancha, unas gotitas de limón, y una cervecita fría… para chuparse los dedos. La quisquilla hervida, con la sal justa y unas hojitas de laurel. Después, rápidamente, se meten en un recipiente con agua helada, y quedan…

¿Y los salmonetes? Pues con un arroz están deliciosos, y si no también a la plancha, una chorradita de aceite virgen de oliva y perejil finamente cortado por encima. Los boquerones, o a la vinagreta o fritos, no importa. De las dos maneras están de rechupete.

Nada, que pensándolo bien, cierro por hoy el puesto, no sea que alguien me los compre y los euros, sobados y sudorosos, no se comen…

Señoras, si quieren mercancía, al puesto de al lado...; este cierra.

Qué desilusión, Postiguet...

que cansino, hasta ahora no he comentado nada sobre todo el asunto, pero... que cansino, la verdad.

¡La libertad y el rey vivan!
Vivan muy enhorabuena,
que a mí nada me da pena
como en cuenta me reciban;
que yo, apartado este día
en tan grande confusión
haga el papel de Nerón
que de nada se dolía.
Si bien me quiero doler
de algo, y ha de ser de mí;
escondido, desde aquí
toda la fiesta he de ver.
El sitio es oculto y fuerte
entre estas peñas. Pues ya
la muerte no me hallará,
dos higas para la muerte.

(tocan truenos y ruidos de armas)