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Cuando Manuel puso el dinero en mi mano sentí un latigazo que nubló mi vista. Nada le pregunté, el pacto de complicidad funcionaba así, sobraban las preguntas. El sonido de los monitores que hasta entonces parecían rítmicos, ahora a mis oídos semejaba trompetas estridentes.
No era la primera vez que me tocaba ser el maestro del rito pero esta vez me pilló de sorpresa.
Junta general en mi casa. No hizo falta pasar lista.
Como de costumbre las chicas llevaron la voz cantante, en un santiamén todo quedó organizado de un modo casi militar.
Son curiosas las mujeres, en los peores momentos siempre saben reaccionar mejor que nosotros. Quizás porque los hombres somos más inconscientes, y nunca planeamos nada que sabemos que ocurrirá inevitablemente.
Ellas con su instinto milenario nada más hacer algo comienzan a analizar en qué ha fallado y cómo lo harían la próxima vez. Nosotros ordinariamente solo recordamos lo bueno de lo sucedido y olvidamos lo que falló.
Llegado el momento, Manuel no estuvo solo ni un momento.
La mirada de mi chache nos advirtió poco antes que ya se marchaba, tras recorrernos uno a uno adquirió ese brillo mágico que todos conocíamos ya.
El brillo del triunfo al comprobar que el rito funcionaba. Que todos nosotros, sin una lágrima, le devolvimos la sonrisa que nos ofreció.
Después de la caminata y con los pulmones envenenados del aire excesivamente puro del Mulhacen, al fin nos sentamos en la gran piedra de donde brotaba el arroyo.
La misma piedra bajo la cual nos esperaban Maite y Jesús, y en la que tras besarnos todos muchas, muchísimas veces, dejamos las cenizas de Manuel que formaron parte de las de los otros elegidos.
Al entrar al pueblo cogidos de la mano la gente salió a los zaguanes, cómplices de la ceremonia. Marchando tras nosotros en dirección a la única taberna del pueblo, donde congregados en torno a la gran mesa, llena de todo lo que amaba nuestro amigo, pude al fin dar paso al ultimo acto del rito.
Llené las manos de Pascual, el de la bodega, con el dinero que me legó Manuel y dándome la vuelta, ahora sí con los ojos arrasados por las lágrimas, lancé al aire el grito que todos nosotros reconocíamos como sagrado.
¡Señores... a la salud del muerto!