De la mentira original
«ESPAÑA es el único país del mundo que tiene que lidiar simultáneamente con crisis bancaria, económica, de deuda soberana, política y constitucional». Esta afirmación de un consultor londinense al Herald Tribune dice mucho de cómo nos ven fuera. De la alarma que generamos en unos observadores que observan atónitos el deterioro general de España en un lustro. Pero con todo, se les olvida la principal crisis que arrastramos y que es clave de todas las demás. Nuestra crisis fundamental es una crisis moral y de valores. No sabemos desde cuándo exactamente. Nadie puede poner fecha al momento en el que se convirtió en hegemónica en este país la idea de que todo es y vale lo mismo, de que nada merece un esfuerzo, que nada debe ser sagrado y todo puede ser despreciable. Probablemente sucedió cuando la mayoría aceptó gustosa que se difamase y se ridiculizase a todo aquel que pretendía defender una verdad, quizás una verdad que resultaba incómoda para esa mayoría. Entre las verdades más incómodas para la mayoría está esa, tan incuestionable y terca como poco recordada, de que Franco murió en la cama. Y de que en las encuestas después de su muerte una inmensa mayoría de la sociedad española mostraba una profunda gratitud al difunto. En esta verdad cabe también que la oposición real al franquismo fue muy minoritaria. Que más allá de movimientos elitistas liberales y democristianos, la única oposición real no era democrática sino comunista. Y que si en los años cuarenta y cincuenta este hecho se debía a una represión feroz, a partir de los sesenta no fue así. Es una mera teoría. Pero creo que, pese a todos los logros de la transición -el primero que los cambios fueran relativamente pacíficos-, la democracia llegó a caballo de esa gran mentira que la izquierda convirtió en dogma que era el mito de la sociedad antifranquista.
Esta monumental mentira que pretende que existía en España un pueblo que había luchado sin compromiso contra Franco durante cuarenta años ha resultado aún más tóxica que para Francia su no menos tremebunda mentira de la resistencia a los nazis. Quizás porque la sociedad francesa es mucho más sociedad que nosotros, entonces y ahora. Quizás una ocupación extranjera hace más llevadero el conflicto con la realidad. Aquí obligó a la mayoría a asumir esa mentira. El dogma de la sociedad antifranquista fue impuesto por la narrativa hegemónica de izquierdas y aceptado por una derecha cobarde, culpable y acomplejada bajo las sombras del franquismo. Y así, este pacto mentiroso otorgó toda la legitimidad histórica y la supremacía del discurso a una izquierda que, salvo el PCE, surgiendo de la nada, el oportunismo y mucho de la impostura. Por supuesto, esta mentira era doblemente grotesca en Cataluña o el País Vasco por el mito de la resistencia nacionalista, tan falso como el izquierdista, salvo en el terror de ETA. A partir de ahí, la verdad dejó de tener valor de referencia. Es más, la verdad era un inconveniente proscrito. Y quien la enarbolara era aplastado por el inmenso rodillo de la nueva historia oficial y la nueva clase política, principal beneficiario de la mentira consensuada. Mentirasy medias verdades se sumaron hasta crear una realidad que sólo el máximo relativismo es capaz de digerir, de aceptar sin conflicto. Y sobre ese relativismo absoluto, implacable y brutal, que niega la existencia de verdades, han crecido para sumarse a las lacras tradicionales de la ignorancia, la mezquindad y la envidia, todos estos monstruos que ahora nos acosan, desde la corrupción, la pobreza de espíritu, el desprecio a la excelencia, el delirio tribal, la soberbia desbocada y la impostura.