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| Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros | |
| | Autor | Mensaje |
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Sukubis Veterano/a
Mensajes : 986 Edad : 56
| Tema: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 1:47 pm | |
| - Tay escribió:
- 2º Concurso Literario de Relato Breve de Todoslosforos
Bueno, dado que la organización del concurso anterior, por parte de Gloria, fue insuperable, procedo a copiar sus propias bases, con alguna pequeña variación.
Bases del Concurso:
1.- Podrán participar con sus Relatos todos los foreros que así lo deseen, con un máximo de un texto por forero.
2.- Los textos deberán llevar un título y no haber sido publicados con anterioridad. La temática de los textos será libre, con la salvedad de que será obligatorio que en el mismo aparezcan una serie de palabras elegidas por el organizador del concurso.
3.- El tamaño de los textos no será superior a 4 páginas del Word, tamaño de la fuente 11, en Times New Roman, espaciados anterior y posterior en 0 puntos, e interlineado Sencillo.
4.- Los textos se enviarán por mp a la persona que esté organizando el concurso. Esta persona podrá participar si así lo desea con su relato, pero no podrá votar. El segundo concurso lo organizaré yo, el resto los irá organizando el ganador de cada concurso. La idea es hacer un concurso al mes.
5.- Habrá tres clasificados, 1º, 2º y 3º. El premio será un diploma que hará el amigo Riveira.
6.- El plazo de presentación de textos empezará mañana, día 5 de mayo, y terminará el 25 de mayo, a las doce de la noche. Es decir, se deja un plazo de 20 días. Cuando acabe este plazo, el día 26, se publicarán los textos.
7.- Para las votaciones habrá una semana. En esta ocasión empezarán el mismo día 26 de mayo, una vez que anuncie que se han subido todos los relatos, hasta el 2 de junio. El día 3 de junio se anunciará el relato ganador, así como los finalistas. Riveira se encargará de diseñar los diplomas.
Nadie podrá votarse a sí mismo, y todos los participantes están obligados a votar. También pueden votar todos los foreros que así lo deseen.Se votará un máximo de 3 textos con 1,2 y 3 puntos. Cuando terminen las votaciones desvelaremos la autoría de los textos, quedando fijado quién será el organizador del siguiente concurso. En caso de que haya empate entre dos textos, se volverá a hacer una votación de los mismos para desempatar.
8.- Este hilo sólo se usará para la publicación de los textos y las votaciones, por favor, que nadie haga comentarios por aquí. Los comentarios se harán en el hilo "Comentarios sobre el concurso de Relatos Breves", esto nos facilitará a todos la tarea de leer los textos, las votaciones y su posterior recuento. Este es el enlace del hilo para comentar:
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Para terminar os dejo las palabras que han de aparecer en este primer concurso:
Disparate. Se puede sustituir por todas sus acepciones, como “disparatar” (o cualquiera de sus tiempos verbales a elegir, incluyendo partcipio “disparatado/a” o gerundio “disparatando”)
Rebelde. Se puede sustituir por todas sus acepciones, como “rebeldía” “rebelar” o “rebelarse” (o cualquiera de sus tiempos verbales a elegir, incluyendo participio o gerundio).
En el relato ha de aparecer nombrado en algún momento alguno, a elegir: Un perro, una bruja, un ángel, o un ornitorrinco.
Pulsar.(o cualquiera de sus tiempos verbales a elegir, incluyendo participio o gerundio) Se puede sustituir también por todas sus acepciones, como “pulsador” o “pulsación”.
Figura. Se puede sustituir por todas sus acepciones, como “figurado”, “figuradamente”, “figuración” “figurante”, “figurativo”, y “figurar” o “figurarse” (o cualquiera de sus tiempos verbales a elegir, inlcuyendo partcipio o gerundio).
Estas bases podrán ser sujetas a cambios, según sugerencias que admitiré con gusto.
Suerte a todos, espero disfrutar con vuestros trabajos como lo hice anteriormente… ¡¡o más!!! | |
| | | tay V.I.P.
Mensajes : 5719 Edad : 58 Localización : Museo del Jamón
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 2:57 pm | |
| Los veranos en Cicotero.
La última semana de Junio era especial en casa. Mi madre se levantaba por las mañanas con un brillo especial en la mirada. Un leve rubor coloreaba sus mejillas y durante todo el día estaba de buen humor, aún a pesar de que nuestras travesuras infantiles eran las mismas de todos los días y mi rebeldía natural siempre estaba ideando algún disparate que mi hermana seguía a pies juntillas. En esos días la zapatilla con la que mi madre nos amenazaba no salía de su lugar de costumbre, debajo de la cama.
Mi abuela se encargaba esos días de hacer la comida y mi madre de las compras y de preparar todas las cosas que necesitaríamos durante las vacaciones en Cicotero, un campo que estaba a unos 12 kilómetros del pueblo y que para nosotras, mi hermana y yo, era como si estuviera en otro planeta. Allí como cada verano nos esperaba la tía Josefilla y el tío José, una pareja muy peculiar. La tía Josefilla vestía de color negro de los pies a la cabeza, el traje, el delantal, las medias, los zapatos de paño grueso y un pañolón que le cubría toda la cabeza y que dejaba escapar algunas hebras de cabellos grises en las sienes. Era bajita, menuda y muy activa, siempre estaba haciendo cosas; incluso cuando estaba sentada no cesaba su actividad y se la podía ver desmigando pan, arreglando el asiento roto de una silla o desbaratando un chaleco y enrollando la lana en una pelota enorme. Tenía unos ojos acuosos de un extraño color celeste y parecía que estaba llorando por todo, aunque no sintiera ninguna pena. Mi padre nos contó que la tía Josefilla nunca había visto el mar y que tal vez por eso el color de sus ojos no era de un azul intenso y en cambio tenían esa tonalidad lechosa del amanecer en el campo. El tío José, fuerte y rechoncho, siempre llevaba chaqueta y un sombrero negro calado hasta las cejas. Fumaba mucho, siempre tenía un cigarrillo entre los dedos, aunque a veces se lo colgaba de la comisura de los labios mientras guiñaba un ojo para evitar el humo. Tenía una sonrisa ancha y desdentada. A mi hermana y a mí nos asustaba la sombra que su figura proyectaba en el suelo y el Rubio, un viejo perro que se encargaba de cuidar el ganado, también se asustaba con él, porque le ladraba cada vez que pasaba por su lado. Sin embargo nos hacía reír hasta que se nos saltaban las lágrimas el día que comíamos sopa. Sus sorbetones -srrrruuuulllpsssss- sonoros eran muy cómicos y la tía Josefilla le decía: ¡La sopa no se sorbe! Y él le contestaba presto: ¡Si no la sorbo no me gusta! Y las risas continuaban durante toda la comida.
Cuando mi padre llegaba a casa después de trabajar, mi madre le enseñaba todas las cosas que había metido en las cajas que estaban en un rincón del comedor, y que se quedaban allí hasta la hora de subirlas al carro que nos llevaría al campo. A mí me gustaba ayudar a mi padre preparando su maletín con los artilugios para pescar, su afición favorita de las mañanas en Cicotero. Me fascinaban los flotadores de distinto tamaños y colores y el sedal tan fino que tenía liado en un trozo de corcho. Nosotras también preparábamos todo lo que nos queríamos llevar al campo. Mi hermana había puesto en una talega su muñeca, un cuaderno y una caja de lápices de colores. Yo tenía listos para llevarme unas cuantas hojas de recortables, unas tijeritas de puntas romas, un cuento de tapas duras que me habían dejado los Reyes ese año y una caja con figuritas en las que había de todo, brujas, ángeles, muñecas, enanitos y Blancanieves... Pero sobre todo tenía listo un pichelito de barro rojo que mi madre me había comprado cuando acabaron las clases y nos dieron las vacaciones en el colegio. Lo venía endulzando desde hacía varios días, y a pesar de que el agua tenía un sabor a barro insoportable, yo me había enamorado de su forma, de su color rojizo tan brillante y no consentía en beber como no fuera en él.
El día de la salida nos despertaban muy temprano. Cuando terminábamos de desayunar, nos íbamos corriendo a la puerta de la calle, donde ya esperaba el carro del Pestaña. Entre mi madre, mi padre y el Pestaña, subían todos los bultos al carro. Yo me aferré a mi pichelito y le dije a mi madre que lo llevaría en mis manos, temía que se rompiese si lo dejaba en alguna de las cajas que iban cargadas con todas las cosas.
Mi abuela no venía con nosotros, se quedaba en el pueblo para atender el negocio familiar, una pequeña mercería en la que vendían de todo, desde unas finas medias, hasta pañuelos, botones, corchetes, agujas, bobinas de hilo… La tienda ocupaba una habitación de la casa, todo un universo en el que mi hermana y yo teníamos prohibido jugar. En aquellos años, encima del mostrador había un timbre que pulsaban los clientes para llamar a mi abuela cuando entraban a comprar, y ella se encontraba dentro de casa haciendo las tareas; porque era una pérdida de tiempo estar esperando a que llegara la gente con todas las cosas que había por hacer en casa.
¡Y por fin nos montábamos en el carro! Mi madre nos cantaba canciones durante el trayecto. Mi padre se sentaba con el Pestaña en el pescante y se llevaban todo el camino sin dejar de hablar. Mi hermana repetía como una letanía una nueva palabra que había aprendido, ornitorrinco, ornitorrinco, ornitorrinco… Hasta que mi madre le puso música a la palabra y todos terminamos cantándola, incluso el Pestaña, con todo lo serio que parecía terminó muerto de risa con nosotros.
Los mulos que llevaba enganchado el carro tiraban de él a un buen ritmo, pero el llano se fue convirtiendo en cuesta y el caminar de los mulos se hizo más lento y cansino, hasta que el Pestaña nos dijo que nos bajáramos para que los animales pudieran subir sin tanta dificultad. Mi padre me bajó y me puse delante del carro y empecé a andar por el camino. El Pestaña arreó a los mulos y estos empezaron a subir la cuesta trabajosamente. Entonces empecé a acelerar mi paso, temerosa de que los mulos me atropellaran. Llevaba aún mi pichelito fuertemente sujeto y por mucho que aligeraba el paso, el carro cada vez lo tenía más cerca de mí. Mi madre me decía que me apartara del camino y yo no sabía cómo hacerlo, porque bordeando el carril había unas enormes matas de jara que simulaban una pared infranqueable. Sentí mucho miedo y empecé a correr. En mi alocada carrera terminé rodando por los suelos y lo peor de todo fue que el pichel se rompió. Empecé a llorar con tanta pena que el Pestaña detuvo el carro. Mi padre me cogió en brazos y me consolaba diciéndome que cuando regresáramos al pueblo me comprarían otro pichel. Pero mi pena era inconsolable, sollocé durante el resto del camino.
A la casa se llegaba por una trocha en la que el carro no se podía adentrar. Allí nos esperaba como todos los años el tío José con su burro provisto de amplios serones. El primer viaje del burro era para nosotras, mi hermana y yo nos metíamos una en cada serón y nos encantaba el movimiento de vaivén que producía el caminar del burro. Lástima que la trocha fuera tan corta, pues no tardábamos casi nada en llegar a la casa.
Recuerdo nuestros juegos como si el tiempo no hubiera pasado. La tía Josefilla nos dio una manta vieja, roída, de color rojo desvaído y sobre ella nos tendíamos debajo de los árboles. A la sombra de ellos mi madre se llevaba la radio y oía su novela y un programa que le gustaba mucho de canciones dedicadas. Mi hermana dibujaba muy bien y a medida que pasaban los días las hojas del cuaderno se iban llenando con árboles, perros, el burro del tío José, el arroyo que pasaba cerca y en el que nos bañábamos en las horas de más calor. A mí me gustaba recortar las muñecas de papel y los vestiditos que traían las láminas de recortables. A veces mi hermana y yo nos poníamos la manta por encima e íbamos en busca del Rubio para asustarlo, pero al final éramos nosotras las que terminábamos despavoridas corriendo del perro que nos perseguía ladrando.
Al lado de la casa había un horno de pan. Tenía una puertecita pequeña de hierro herrumbroso. En la trasera de la casa estaba el gallinero, aunque casi siempre estaba vacío, porque las gallinas campaban libres por todas partes. Sólo entraban en él cuando la tía Josefilla les echaba varios puñados de trigo. Con su voz ronca las llamaba:
- ¡Pita, pita, piiiiitaaaa!
Y al momento se llenaba el gallinero de gallinas que devoraban el trigo en un santiamén.
Todas las mañanas salíamos a dar paseos por los pinares vecinos. Mi padre iba provisto de un palo muy largo con una puntilla saliente en la punta. Con él llegaba hasta las piñas de los pinos. Con la ayuda de la puntilla tiraba de ellas y las caía al suelo. Nosotras corríamos a cogerla y la resina medio derretida por el calor terminaba pegada a nuestras manos. ¡Qué olor más agradable tenía! Ya en la casa nos sentábamos en el porche y con una buena piedra que tenía la forma de una tortuga, partíamos los piñones y nos dábamos un banquete con ellos.
Por las noches nos sentábamos al fresco. El cielo engalanado con su manto estrellado captaba nuestra atención. Si lográbamos ver una estrella fugaz, dábamos gritos de alegría. Imposible contarlas todas, había miles y a mí me hacían sentirme más pequeñita aún. Nunca más en todos estos años que han transcurrido desde entonces, he vuelto a ver un cielo igual: tan luminoso y enorme… El Rubio se echaba a nuestros pies y se pasaba las horas dormitando, mientras un concierto de grillos amenizaba la velada.
Así pasamos muchos veranos de mi niñez. Dejamos de ir a Cicotero cuando murió la tía Josefilla. El tío José no pudo soportar el vacío de su ausencia y se fue al pueblo a vivir con una hermana. Desde entonces la casa de campo cerró sus puertas para siempre.
Años después el Pestaña nos contó que un rayo había quemado el tejado y que ya sólo quedaban en pie los muros exteriores de la casa. | |
| | | tay V.I.P.
Mensajes : 5719 Edad : 58 Localización : Museo del Jamón
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 2:58 pm | |
| Diario de una peseta.
Mi historia comienza en 1925, fecha en la que me acuñaron en la Casa de la Moneda y Timbre de Madrid. Fui, sin ser presumida, una de las primeras monedas de mi generación, y estuve en circulación mucho tiempo. Veinticinco pesetas valía entonces y 5 duros valgo ahora. Ese mismo año, dos semanas después de mi creación, dos semanas que pasé en una caja fuerte en el Banco de España, me trasladaron en un viejo furgón blindado Citroën hasta una tienda de ultramarinos en la concurrida calle Sol. Tan sólo estuve allí tres días, aburrida en la polvorienta caja registradora que tenía más años que la guerra de Cuba, hasta que una señora de bien, suegra de un ministro de Primo Rivera, que acompañaba a su criada a comprar el mejor café colombiano, se topó conmigo en el cambio. Tras ella, pasé tres años entre tiendas y cafés, e incluso, hasta una refinada casa de alterne donde debo reconocer que, ruborizada, noté mucho traqueteo. Conocí a cuatro mendigos, uno de ellos me consiguió en un infame asalto, y a más camareros de los que pueda recordar. Debo decir que gocé del trayecto normal de una moneda hasta 1936, año en que mi recorrido comenzó a ser de disparate. España cambió radicalmente, aunque la posguerra también fue muy dura. Pase de cambiar de dueño honradamente y cotidianamente, a provocar peleas por mi posesión. El día que estalló la sublevación rebelde, yo me encontraba en el monedero de la hija de un alcalde en Mejorada del Campo. En medio de unas revueltas en una de las cuestas del pueblo, la pobre niña murió aplastada por la marabunta campesina que había sido presa de la psicosis del levantamiento. Una labradora avispada agarró el bolso y echó a correr, me cambió a los 3 días por 8 barras de pan. Durante un año entero formé parte en transacciones de todo tipo, e, incluso, de un soborno. Al comienzo del peor día de mi vida, yo me encontraba en el bolsillo de una camisa de un suboficial sublevado en Jaén, era agosto del 37, y había llegado a sus manos la noche anterior a cambio de 25 rubios. Durante esa noche, no paré de agitarme en aquella maldita estancia textil, escuchando fuertes disparos. Alrededor de las 2 de la tarde del día siguiente, cuando los republicanos habían retrocedido, escuché a un soldado cantar la captura de dos supuestos milicianos en el bosque cercano al pueblo, uno de ellos herido, eran padre e hijo, los dos reclamaban su inocencia. El hijo se había negado a abandonar a su padre. El suboficial, carente de cualquier atisbo de humanidad, alcanzó a pensar una macabra idea; jugarse sus vidas a cara o cruz, y yo, iba a ser el triste juez. Si tuviera pulso, se me habría parado. Juro por lo más sagrado, que hice lo imposible para caer de cara, pero salió cruz. No tardo ni 3 segundos en contemplar mi amarga sentencia para desenfundar y eliminar al padre y al hijo como si de dos simples figurantes se tratasen. Me maldije y me odié por ello durante muchísimos años. Pasó el tiempo y pasó la guerra, recuerdo que el día oficial de la extinción del conflicto yo estaba en el poder de un afamado futbolista del Athletic de Bilbao. Me cambió, junto a otras tantas compañeras, por un billete de tren para escapar hacia Auxerre. Durante la posguerra fui objeto de hurtos y numerosos atracos, hasta tal punto que mi posesión llegó a provocar una muerte. Cambiaba de mano en mano otra vez frenéticamente, e, incluso, hubo un momento en que la aparición de los cupones de racionamiento me llegó a devaluar. En Febrero de 1947 yo descansaba en un pañuelo, dentro de la maleta de un joven pastor que volvía al pueblo después de faenar en la construcción de una nueva iglesia en un pueblo cercano a Aragón. Su carro se despeño trágicamente por un barranco que escoltaba el camino, al asustarse el borrego que tiraba de él cuando dos lobos les asaltaron en plena noche. El cuerpo fue retirado, pero la maleta paso 15 años en la ribera de un río, durante ese tiempo, he de confesar que me oxidé muchísimo, debido a las crecidas de cada estación. En 1962, un par de críos que pasaban el verano bañándose en el río con su perro, encontraron el desaparecido equipaje, o lo que quedaba de él. Al abrirla encontraron un festival de insectos y de mal olor, pero nada tontos se quedaron conmigo y con mis compañeras a las que había cogido cariño después de tantos años. Los muchachos no tardaron en cambiarme por regaliz en un bar de su pueblo. El hostelero me entregó a un camionero que había parado a comer un cochinillo y este me transporto en su vaquero hasta Alicante. Acabé en el aeropuerto en menos de una semana, y en tres días llegue a las manos de dos turistas ingleses que regresaban a su Liverpool natal. Pasé 5 años olvidada en su cajón de recuerdos, digamos, que yo también tuve mi particular exilio. Estuve parada hasta que la hija de la casa, se embarcó de nuevo a España en viaje de fin de curso, y decidió llevarme. Nada más llegar de nuevo a Valencia, la joven me cambió por un café descafeinado. Circule durante un año por Valencia y durante los dos siguientes recorrí Extremadura, hasta que regresé a mi querida Madrid. No la veía desde la guerra, y para mi felicidad, había cambiado bastante. Tuve la suerte de circular durante una maravillosa década, mi última en circulación, por toda la maravillosa capital, entre terrazas, bares y hasta llegué a acceder al Santiago Bernabéu. Pasé la transición en Madrid. Con 55 años comenzaba a quedarme anticuada, y los estragos del tiempo comenzaban a hacerse cada vez más visibles, lo que no me impidió disfrutar del divertido mecanismo de las primeras máquinas recreativas. Mi última transacción monetaria se produjo en un kiosco en la céntrica calle de José Abascal, me cambiaron por un Marca, en el cuál, Severiano Ballesteros se enfundaba su primera americana verde. En diciembre de 1981 una joven pareja, que acababa de prometerse, me lanzó como ofrenda a la buena suerte, a una mística fuente del Parque del Retiro. Pasaron 4 años hasta que se hizo la limpia de la fuente, y, en agosto de 1985 caí en las manos de un veterano de la Guerra Civil, que al descubrir mi fecha de nacimiento, me tomó cariño. Me limpió y me restauró para guardarme durante 10 años en una vitrina, hasta que en marzo de 1996, me utilizó como tope de la cuerda para la peonza de su nieto. El anciano le advirtió a su nieto que yo era una moneda muy antigua y que había vivido mucho, y que de alguna manera él, se sentía identificado conmigo, y, que debía cuidarme bien. Puedo asegurar que el nieto cumplió con creces. Hoy, Septiembre del 2023, a punto de cumplir cien años, vuelvo en la mano del ya no tan joven nieto, a la Casa de la Moneda y Timbre, para ocupar un puesto relevante en su museo, al lugar donde nací. El ya crecido niño, le dijo a su hijo antes de entregarme, “La de cosas que habrá visto ésta moneda”. Tenía razón. | |
| | | tay V.I.P.
Mensajes : 5719 Edad : 58 Localización : Museo del Jamón
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 2:59 pm | |
| Amantes
Los demás pensaban que era una bruja, pero era su carácter indómito y rebelde el culpable de ese disparate. El pulso se le aceleró cuando vió la figura de su amante dirigirse hacia ella. | |
| | | tay V.I.P.
Mensajes : 5719 Edad : 58 Localización : Museo del Jamón
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:00 pm | |
| La mirada penetrante.
Esperaba ansioso en el andén la llegada del tren. No soporto estos tiempos perdidos en los que parece que se te va la vida sin provecho; tampoco disfruto con observar la idas y venidas de los demás, ni me deleita escrutar sus vestimentas ni el empalago de sus aburridas tertulias. Además, hacía el mismo trayecto dos veces por semana, en el que empleaba una hora de camino, por lo que traté de suplir esa monotonía con algo de interés. Así, que, en cuanto se acercó a la parada, me lancé al borde de la vía y pulsé insistentemente el botón de apertura incluso antes de pararse del todo. Necesitaba tomar asiento y continuar la lectura del libro en que estaba enfrascado momentos antes. Tuve suerte de pillar uno vacío al lado de la ventanilla e, inmediatamente, abrí el libro de bolsillo por donde indicaba un bello marca-páginas, decorado con un ramo de flores en tono pastel y que, como único texto, aparecía debajo escrita a lápiz la frase: “para un ángel”. En su portada, con una mirada penetrante y enigmática, aparecía la figura de un rostro hipnotizante encuadrado en una sucesión de espejos que se difuminaban.
El interés del estudio estribaba en conversaciones con personas presuntamente dotadas de poderes psíquicos y realizadas por un periodista italiano en los años de postguerra llamado Enzo, recibiendo el encargo de un célebre semanario italiano con el fin primordial de indagar y destapar el velo de lo oculto y lo mágico, si es que por ventura esos individuos seleccionados poseían algo de ello, o más bien se trataba de embaucadores o ilusionistas aprovechados de la incredulidad ajena. Concertaba sus citas a través de terceras personas de confianza, y para trasladarse a sus lugares de residencia utilizaba el transporte ferroviario. En el trayecto consultaba los datos que poseía y la manera de acercarse a ellos sin crear reticencias, mientras describía con detalle la geografía y costumbres de la región. En ocasiones yo levantaba la vista y creía estar contemplando idénticos escenarios, campos sinuosos y pueblos apartados, gentes sencillas que saludaban a los viajantes, y compartía un cierto temor con el autor de que no pudiera vencerse su lógica hostilidad hacia un extraño de corte inquisidor y que los parapsíquicos prefirieran ocultar celosamente sus facultades. No obstante, fueron apareciendo ante el entrevistador personas que por sus cualidades inexplicables, demostraban en su intimidad una especie de certeza al considerar, como trascendental para la existencia, la opción de que el mundo tal como lo vemos es nada más que una pequeña parte de la realidad que nos envuelve, y que en conjunto supone aceptar que están en juego otras fuerzas y energías más poderosas, de carácter rebeldes y escurridizas, no visibles ni entendibles para el resto de los mortales.
Así, en tanto el periodista, de corte un tanto escéptico y precavido, iba interrogando a los supuestamente “dotados” que eran la base de su artículo, se estaba operando en él una seria transformación, cambio que igualmente trasladaba al lector, tanto que yo mismo fui envolviéndome cada vez más hasta quedarme ausente de todo lo exterior; tal era la intensidad de lo tratado que perdí un poco la noción del tiempo. Enzo fue comprobando tras algunas visitas que los hechos que se les narraban y los experimentos a los que él mismo fue sometido, distaban mucho de ser considerados disparates de gente excéntrica y alucinada, sino que sucedían ante sus ojos _mejor dicho, ante su mente pensante_ fenómenos del todo inexplicables que se escapaban de la esfera de lo razonable.
Tan metido estaba en el asunto que por poco me paso de mi apeadero; se abrieron las puertas justo cuando el autor entrevistaba al cineasta Federico Fellini _cuyas vivencias en el ámbito paranormal intentó plasmarlas en sus películas casi como una obsesión_, en el momento preciso en que el artista confesaba: “hay una parte de nosotros que puede estar en desacuerdo con lo que hace el consciente”. Entonces dando saltos, un poco atolondrado por las prisas, al salir del vagón, que era el último del vehículo, se me deslizó el libro entre los raíles. El tren reinició su marcha y seguramente se percató del hecho un operario de la estación, que vi avanzar hacia mí haciendo gestos con la mano, indicándome que esperara. No quise comprobar sus intenciones, en cuanto partió el tren me deslicé hacia las traviesas para recuperar el libro. No sé aún qué explicación tiene el suceso, pero la maquinaria del tren lo había aplastado y ennegrecido, mientras hojas sueltas se desparramaban por doquier, haciéndose añicos la imagen de portada, pero de la que se salvó curiosamente un fragmento como cortado a cuchillo, justo donde aparecían los ojos con la mirada penetrante. | |
| | | tay V.I.P.
Mensajes : 5719 Edad : 58 Localización : Museo del Jamón
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:01 pm | |
| Rafael
Hay noches como esta que lo recuerdo bien. Su cara era similar a la de un ángel, sus ojos verdegris, su piel blanca, su cabello rubio, cayendo en rizos a los lados de su cara. Era casi un hombre, tenía apenas diecisiete años. Entre sus brazos yo descubrí la alegría del merengue, el compás de dos cuerpos, la euforia de los giros de una pista de baile. Era también mi secreto, el primero, el mejor guardado. Cómo sucedió, no lo supe. Poco a poco fui atesorando el pulso de nuestros días de colegio, los juegos del patio, los roces desprevenidos mientras me lanzaba el balón en los entrenamientos. Se sentaba a mi lado y al girar hacia él me sonreía, con los ojos inundados de luz. Esos ojos me hechizaban y no había contra para tal mal, salvo sucumbir a su mirada y sonreírle. Era tan alto que, cuando él daba un paso, yo tenía que dar dos. Para ayudarme me tomaba de la mano, con sus dedos larguísimos y yo me sonrojaba tímidamente, sintiéndome el centro de todas las miradas. Éramos dos críos, vaya disparate pensar en amor con tan corta vida. Sí, me dirán que el amor no tiene edad y todas esas cosas, quizás tengan razón, definitivamente era una clase de amor. Ese tipo que se da sin lagrimas, sin despedidas, que nos acompaña tranquilamente, que se da sin más y que nos deja con una sonrisa en la cara al recordarlo. Con él compartí mis proyectos, ya no éramos niños, pero seguíamos haciendo el mismo juego "¿qué serás tú cuando seas grande?". Él deseaba ser biólogo marino y yo reportera. Estábamos en esa delgada línea que divide nuestra niñez de la edad adulta, la frontera de la emancipación, del uso de nuestro poder de decisión sobre nuestro propio destino. Viendo en perspectiva, me doy cuenta que una de las decisiones más importantes que tomamos corre enteramente por nuestra cuenta. Ese momento de asumir la responsabilidad de decidir qué haremos en resto de nuestra vida. Admiré la manera como mi amigo decidió su destino, él sería biólogo marino, para hacerlo debía irse a vivir fuera de la ciudad, a Oriente. Para mí era un paso enorme, vivir lejos de mi familia, mis padres, mis hermanos. Ya lo había vivido con mi hermano mayor, que decidió ser médico y tuvo que irse al interior del país y luchar por un cupo en la universidad pública, que esto en nuestros países subdesarrollados de América latina, no es fácil. Admiré a mi hermano y admiré a Rafael. Rafito para los amigos. Yo en cambio no fui fiel a mi sueño, coqueteé con posibilidades. Lo bueno de esa edad es que puedes equivocarte, cambiar de idea, replantearte el sueño, volver a la casilla de inicio como en el monopolio. Éramos sin lugar a duda parte de la élite que lograba, en un barrio pobre, coronar sus años de escuela con un título de bachiller y no con un prontuario judicial o peor, con una cruz en un cementerio. Es lo malo de la pobreza, jóvenes como yo, como Rafael, se habían quedado atrás. No eran malas personas, eran como nosotros. Lamentablemente muchos delinquían antes de tener la mayoría de edad. El tráfico de drogas, el hurto y el robo, las riñas y las pandillas "graduaron" a más chicos antes que el liceo. Da tristeza. Aun hoy en día me acuerdo de aquellos que se equivocaron al decidir el camino aparentemente fácil y terminaron muertos antes de los veinte. ¿Qué hacía de Rafael y de mí personas diferentes? Sería una buena pregunta para un estudio sociológico. Entre las paredes del liceo, -casi siempre- éramos todos iguales, jugábamos al caer de la tarde, nuestras madres iban al mismo mercado y se saludaban al cruzarse por la calle. Sonreíamos con la esperanza de salir adelante y nos abrazábamos en la consciencia de que compartíamos algo más que la membresía escolar. Mientras el mundo seguía girando y los días transcurrían entre libros y tareas, mi amistad con Rafael se hacía más estrecha. Él era de los pocos que tenía entrada en mi casa, mi hermano y su hermana eran amigos también, su mamá era la enfermera de la escuela, -por lo que mis padres la conocían-. En fin, todo era favorable para unirnos. Así que ese amor chiquito, fue creciendo, hasta que un día se nos reveló de golpe y nos dio en la cara como una ráfaga inesperada. Rafael fue el primero en darse cuenta, en alterarse. "Somos amigos, yo quiero quererte como amigo". Al principio yo sólo quería que me llevara de la mano, sentarme entre sus piernas y recostarme en su pecho plano. Pasar el día juntos y buscarlo con la mirada para sonreírle. No entendía por qué él había cambiado y se mantenía distante. Me hacía sentir triste notar que prefería no coincidir conmigo. Se me notó en la figura la tristeza, y así de la misma manera que un día se distanció, un día se acercó y me preguntó qué sucedía. "Tengo frías las manos" respondí. Tomó mis manos entre las suyas, grandísimas y sopló en mis dedos su aliento cálido y dulzón, luego las llevó a su axila y me dijo, "guárdalas aquí, es uno de los sitios más calientes del cuerpo". Sonreí trayendo mis manos hacía mis mejillas sonrojadas, y él sonrió, como siempre, con ese brillo que aclaraba más sus ojos. Recosté mi cabeza de su brazo, y caminamos por las calles del barrio, viendo el cielo teñirse de colores rojizos y brindarnos el contraste de los árboles a lo lejos. Luego, vinieron muchos bailes, risas, conversaciones sobre proyectos, la rebeldia de llevar el uniforme y el acto de grado postergado. Después, una puerta se cerró, terminó el tiempo del liceo, terminaron las tardes en el patio y en la cancha, los pasos de los profesores entre las filas, mis paseos tomada de la mano con Rafael. Él se fue a Oriente, a estudiar biología, yo me quedé en la capital a estudiar derecho y él cumplió su promesa, año a año de venir a visitarme. La última vez que lo vi tenía el cabello cortito, casi al ras, no quedaba ninguno de sus rizos rebeldes, usaba lentes para leer y su rostro, habitualmente pálido, estaba tostado de sol. A pesar de su edad, la sal había marcado grietas en su cara, su voz se había hecho más profunda y había adquirido el aspecto de hombre maduro rápidamente. Yo seguía siendo aquel proyecto de mujer con las manos frías. Nuestros caminos terminaron por distanciarse cuando supimos de la muerte del "Zurdo", amén de las circunstancias, su muerte era la constatación de nuestra efímera presencia en la vida. Íbamos a mitad de carrera, y la vida, la rutina nos llevó al desencuentro. La consciencia -recien adquirida- de lo breve que es nuestro camino nos montó para siempre en una avenida hacia el futuro. Sin embargo, en noches como esta me acuerdo de él, de sus ojos brillantes y su cálida sonrisa y una puerta se abre al pasado. | |
| | | tay V.I.P.
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| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:02 pm | |
| Atrapada por un pie.
Maldita lluvia. Había entrado agua por la ventana durante toda la noche, la suficiente para instalar un spa en mitad de mi salita. Olvidé cerrarla antes de ir a dormir; maldita cabeza. Me gustaba siempre airear un poco la casa después de la cena, para asegurarme oxígeno en cantidad para el sueño, maldita manía, hiciera frío o calor, y así me pasó. Y maldito frigorífico, que no tenía fruta que ofrecerme para el desayuno. Hasta el gusano de la manzana había fenecido de inanición, y por allí andaba. Café y tostada, como antaño, qué íbamos a hacer; mi organismo no se depuraría hasta la hora del almuerzo.
Me duché antes de hacer pereza. Busqué, mientras desayunaba, un canal que me vaticinara sol radiante para afrontar el día, pero no hubo medio de hallar más que frentes fríos y lluviosos por todo mapa televisado que se personara ante mí.
Mercado. No me quedaba más remedio que ir, si no quería morirme de hambre en pocos días. No me apetecía en absoluto; empero mi carro de la compra me miró con ojos tristes desde un rincón de la cocina, y no supe negarme.
El espejo de la entradita me brindó la imagen de la perfecta maruja: Cabello de mecha quemada y mediocre moldeado, cutis necesitado de urgente reparación, michelín traicionero, cartuchera rebelde, y sujetador que nada sujetaba. Arreglada pero informal, chándal, deportivas, bolso, carro y bufanda, me dispuse a salir de casa, con la lista de la compra en la mente, lechuga, col, cebollas, fruta, y sobre todo, perejil y limones, que siempre se me olvidaban, puñeta.
El edificio donde residía en régimen de alquiler tenia dos salidas (o entradas, según se mire), una principal, iluminada y amplia, de pasillos largos, ascensor con espejo, un mostrador para conserje y unas jardineras, llenos de polvo, por cierto, y otra secundaria, más cerca de mi puerta, por la que normalmente sólo accedían los operarios de la compañía de electricidad para leer los contadores, o los transportistas de gasoil para llenar el tanque. La puerta de la calle era pequeña y sin cristales, de aluminio galvanizado. En más de una ocasión pensé que cualquier espabilado podría abrirla cualquier día con un abrelatas, esconderse en el interior, y darle un susto a alguien sin peligro de ser descubierto, porque desde que despidieron al portero, aquella era una zona desierta y casi nunca transitada, salvo por los operarios anteriormente citados. Ahi no habia ascensor, sino montacargas, que sólo se diferenciaba del primero en el nombre, la utilidad, y la ausencia de espejo, ya que en lo demás eran completamente iguales. Había también una escalera pequeña que daba acceso a los pisos, y era la que yo escogía para bajar cuando mi carro de compra estaba aún vacío, cargándolo a modo de bolso, como hice aquella mañana.
Cuando giré en el último descansillo, antes de llegar a la planta baja, y visionando desde arriba el último tramo de escalera, advertí que bajo el último escalón había una tabla de aproximadamente treinta por treinta centímetros, estratégicamente colocada sobre el suelo para cubrir a saber qué. Pensé que se habría roto posiblemente alguna baldosa, y alguien la habría puesto ahí, a la espera de que el problema pudiera ser subsanado. Mientras descendía por los escalones con el carro colgado del antebrazo, revolví mi bolso para asegurarme de que había cogido todo lo necesario: El monedero, el móvil, la documentación y el paraguas plegado en su funda.
Tan plana e inofensiva ví la tabla, que no se me pasó por la cabeza rodearla, y, planté el pie sobre ella de modo decidido, sin sospechar, ni por asomo, lo que después me depararía.
La madera cedió, crujió, y se partíó como si de una tableta de chocolate se tratara. Bajo ella, no solamente no había baldosa, tampoco había, literalmente, suelo, y mi pie se hundió hasta el tobillo, con zapatilla deportiva inclusive, para ser engullido por completo, atrapado entre trozos de tabla astillada y, para más desdicha, entre dos tuberías que pude reconocer como tales, sin equívoco, por debajo de ella. Quedé malsentada sobre el primer escalón, dolorida. Quise mantener la calma, respirar unos minutos, y aprovecharlos para intentar evaluar daños y ubicar todas mis cosas.
El carro había quedado caído de lado frente a mi, junto a la puerta de la calle. Un primer vistazo, y supe que no podría alcanzarlo de ninguna manera. Mi bolso quedó tirado también, abierto, y algo más cerca que el carro, pero demasiado lejos para poder prenderlo estirando el brazo. De manera que me centré en mi pie atrapado. Sujeté los trozos de tabla para tirar de ellos, pero estaban encajados de manera que no podría retirarlos sin lesionarme la extremidad seriamente. Sería un arriesgado disparate insistir en ello. Además, bajo la madera, había clavos con los que mis dedos se rasparon y terminaron sangrando, no de manera copiosa, pero sí para plantearme que en un rato tendría que ir a vacunarme a un centro médico, cuando lograra salir de allí, claro está. Quise tirar de las astillas, mas la mano se me resbalaba, la madera era muy dura, la tabla, gruesa, y las esquirlas, traidoramente lacerantes. Opté por no hacerme más daño. Sonó el teléfono móvil desde las profundidades del bolso. Con toda seguridad sería mi amiga Reme, que más que amiga, era una agregada a la que en ocasiones tenía que esquivar en pro de mi salud emocional, pero tenía que admitir que también me daba compañía. Recordé que la tarde anterior quedó en llamarme para venir a casa aquella mañana, y yo olvidé advertirle de mi ausencia. Una vez enmudeció King África (politono descargado por mi hijo en un arrebato de amor), tiré todo lo que pude de mi pierna, asiéndola incluso con ambos brazos por debajo de mi muslo, pero solamente conseguí caer hacia atrás y clavarme un escalón en los riñones. En esta postura me quedé, mirando al techo, un buen rato; no sé si esperando que se produjera el milagro de que ese día tocara leer los contadores en el edificio, no sé si intentando creer lo que me estaba pasando, porque aquello comenzaba a cobrar tintes de alucinación, sin duda. Me llegó el momento-incredulidad: -Esto no me está ocurriendo; debe ser un mal sueño…
El pie me dolía cada vez más; algo serio me había hecho, seguro. Temí que el tobillo se hinchara y entonces ya fuera imposible sacarlo de ahí. Tenía que pensar algo, pero me permití, débil que es una, romper a llorar y autocompadecerme un poco, qué más daba, nadie me veía, sólo un poquito, para quedarme a gusto. De modo instintivo cogí con la mano sana mi bufanda para secarme las lágrimas.
¡La bufanda! ¡Claro!, la bufanda me ayudaría. Pero la prenda sola no me serviría para alcanzar el bolso. Tenía que buscar algo que hiciera peso, para poderla lanzar. La descolgué de mi cuello, y el punto se enganchó en la cruz de Caravaca que acostumbro a llevar siempre. Con cuidado de no estropear la prenda, maniobré con los dedos. Me fijé en la cruz. En la base tenía dos ángeles. Nunca antes me había percatado de ese detalle.
-Caray,- pensé-. Este Cristo lleva refuerzos, a ver si hubiera suerte…
Concluí que la cruz era demasiado pequeña para utilizarla de pesa, y seguí buscando en mí misma y a mi alrededor algo que me pudiera servir. En el empeño, mi pulsera chocó contra uno de los barrotes de la barandilla. “Bien… aquí está”. Era ancha, rígida, pesada, hortera hasta rabiar, pero sería mi salvación, o eso pensaba. La extraje de mi mano, y la anudé en la bufanda, al extremo. El teléfono comenzó a sonar nuevamente, y lo ignoré, qué remedio quedaba. Ensayé en el aire un par de lanzamientos con mi improvisada herramienta, y apunté directamente al bolso. Como era de esperar, no lo enganché; mi invento no era lo más apropiado para pescar bolsos. Aun así, me obstiné, proyectando la pulsera hacia allí una y otra vez, con el otro extremo de la bufanda firmemente agarrado, con la fe de que quizá con esa táctica podría mover el bolso de alguna manera, y acercarlo hacia mí.
Nada. Me rendí y me tumbé de nuevo sobre la escalera. Cerré los ojos y recé, asiendo mi cruz con la zurda. Permanecí de aquella manera poco más de diez minutos. De no ser por el dolor progresivo de mi pie, podría terminar quedándome dormida incluso con los escalones clavados en mi espalda. Miré al techo. Sobre él, se me antojó una sombra de extraño contorno. Busqué alrededor para adivinar qué era lo que sombreaba el paramento de aquella peculiar guisa: Era un aplique luminoso de pared, pero estaba demasiado alto; no llegaría a él ni utilizando la bufanda. Bajo él había un cuadro colgado que mostraba una amarillenta reproducción de un desnudo a carboncillo. El cuadro era plano; tampoco me serviría. O sí…
¡La moldura! La moldura podría hacer las veces de gancho, si pudiera alcanzarla. Llevada por un primario instinto, arrojé la pulsera enganchada con la bufanda, a fin de golpear repetidamente el cuadro hasta conseguir descolgarlo. No sólo pude con el cuadro, también con la escarpia y una buena ración de yeso, que cayeron a plomo sobre mi. Suerte que me cubrí la cabeza con los brazos a tiempo de no ser lastimada. Cogí el cuadro, y lo contemplé, esperando que él me diera la idea de cómo romper el marco. Pero era mudo, de forma que eché otro vistazo alrededor, buscando la respuesta en otro lado. Pared… escalones, barandilla…
¡La barandilla! El tope del pasamanos, ¡¡claro!!!. Ahí está, prominente y sólido. Pareciera haberse fabricado expresamente para ese instante. Sin pensar en la posibilidad de ser herida por los cristales, qué mas daba ya, asesté al cuadro la mayor paliza de su vida, probablemente la única que jamás recibiera, y logré, en apenas un minuto, tener la moldura limpia entre las manos. Con el mismo extremo de la barandilla, hice palanca y partí el cerco en dos. “Perfecto”,- pensé-, “dos ganchos en noventa grados a mi disposición”. No escogí; ambas mitades eran iguales. Liberé la pulsera del nudo de la bufanda, que até entonces con fuerza alrededor de uno de los extremos del marco partido. Ya tenía mi arpón, si podía llamarse así, y lo arrojé contra el bolso, esperando engancharlo por las asas.
Ni por ésas. Algo fallaba. Lo arrojaba una y otra vez, pero el nada práctico ángulo en “L” y el tamaño de las maderas, de no menos de medio metro de larga cada una, hacían imposible la maniobra. Me desesperé de nuevo y rompí a llorar otra vez, rendida, reclinando la cabeza sobre los brazos, con éstos apoyados, a su vez, sobre las rodillas. Mi móvil sonó por vez tercera. Reme ya me tenía frita. Aun sabiendo que no me escucharía, no pude por menos que gritar. -¡Por Dios cállate ya, pedazo de mema! ¡Vas a acabar con la batería! ¡Eres estúpida! ¡Si eres más estúpida, no naces!
Debió escucharme, porque se hizo el silencio.
Mi bolso parecía lamentarse de no poder colaborar. Allí, abierto y algo malherido a causa de los golpes, quiso hablarme, o eso creí figuradamente, claro, aún no me había vuelto majareta, a Dios gracias:
-Mira, aquí lo tienes, no te rindas ahora. ¿No lo ves? -¿Qué puñeta es lo que tengo que ver?- increpé, como si pudiera entenderme. -El paraguas…
¡Dios mío, tengo que alcanzarlo! El marco no me valía, estaba claro. Pero si conseguía terminar de sacar el paraguas que asomaba del bolso, con toda probabilidad podría cogerlo. Hurgué de nuevo en mi improvisado almacén. La pulsera recobraría su papel protagonista. Deshice el nudo que aseguraba la bufanda a la moldura, y volví a atar la pulsera. Llevada por una ilusoria prisa, me dispuse a proyectarla de nuevo sobre el bolso, en esta ocasión con otra intención, la de extraer el paraguas del interior, para poder darle alcance, ya vería entonces cómo hacerlo.
Me cansaba. Sudaba, y mi respiración acusaba el esfuerzo. Utilicé la bufanda para secarme la exudación del rostro. No más rendición. No más claudicación a una suerte nada esperanzadora. Instintivamente me agarraba a la cruz, pidiendo la ayuda de Cristo y sus ángeles, y de nuevo me abalancé, todo lo que mi anatomía me permitió, sobre mi objetivo, al que golpeé con saña y reiteradamente. No conté los tanteos, mas finalmente fue posible. No sólo eso. En mi último impulso, no sé cómo, el paraguas, ya sobre el suelo, quedó prendido de la pulsera.
Me detuve. No podía ser. Semejante prodigio de la puntería no podía haberme ocurrido a mí. Tomé aire y descansé por un par de minutos. No era momento de dejarme llevar por la angustia. Tendría que empezar a tirar de la bufanda con precisión quirúrgica para no estropear el trabajo.
Cuando quise darme cuenta, estaba desmontando el paraguas. Las varillas, finas y flexibles, se convertirían en las mejores ganzúas del mundo. Doblé una a modo de garfio, no sin herirme la mano de nuevo, la até a la bufanda, apartando antes la pulsera, claro está, y me lancé a la nueva tarea de intentar atrapar las asas del bolso. Tres intentos fueron suficientes. Mi bolso quedó casado a la varilla del paraguas como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo, diría incluso que ayudándose, aferrándose a ella como quien se aferra a un salvavidas. Poco a poco llegó hasta mí mano como un perrillo hambriento, arrastrándose por el suelo y ofreciéndome, vencido, su interior, para que encontrara en él mi móvil, y pudiera salir, por fin, de aquella pesadilla. Incapaz de marcar el número de urgencias; mis dedos, ensangrentados y sudorosos, resbalaban al intentar pulsar las teclas. Sentí que estaba a punto de desfallecer. Paré por un instante y me tumbé sobre la escalera. El frío y prominente escalón donde apoyaba mi cabeza se me antojó la mejor de las almohadas.
Di gracias Gracias a mi cruz, a los ángeles, a mí misma, y no recuerdo bien si a la bufanda, al cuadro, al paraguas, a la pulsera y, finalmente, al bolso. Di gracias a todo.
-Emergencias, dígame…
Suspiré, y acaricié los ángeles de mi cruz de Caravaca. | |
| | | tay V.I.P.
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| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:03 pm | |
| Asael
La luna está en su plenilunio e ilumina con su plateado resplandor la azotea del edificio en el que vivo, un inmueble sito en el casco histórico de Madrid. Una suave brisa acaricia mis cabellos y el sedoso vestido que llevo puesto. Las luces de la ciudad brillan como diamantes invitándome a tocarlas, las del firmamento titilan susurrando mi nombre… Siento la frialdad de la cornisa en mis pies desnudos y los alocados latidos de mi corazón que palpita incitado por el miedo. Trago saliva al mirar al vacío, el vértigo se adueña de mi ser, la transpiración perla mi frente, mi estómago se contrae, mis piernas tiemblan… Asael, mi ángel protector, me ofrece su mano y me dice: -No tengas miedo, Lola, yo estaré a tu lado. Salto al abismo. Mi grito es amortiguado por los cláxones de los automóviles que circulan a esas intempestivas horas por la avenida. “Voy a estrellarme contra el pavimento…”, me digo en esos aterradores segundos en los que mi cuerpo se precipita hacia su fin y las dudas y los pensamientos disparatados acuden a mi mente; aun cuando Asael me sujeta con fuerza mi mano izquierda tal como me prometió… Veinticuatro horas antes, yo era una mujer relativamente feliz. Me dedicaba a analizar los síntomas y manifestaciones patológicas de los pacientes que acudían a mi consulta y aunque reconozco que era complicado descubrir el significado inconsciente de los sueños, fantasías y delirios de estas personas, yo adoraba mi trabajo. Sin embargo, en mi adolescencia, mis padres y hermanos declaraban que mi espíritu era tan rebelde que nunca encontraría una profesión adecuada a mis intereses. Se equivocaron. Freud y el psicoanálisis aportaron a mi vida sensatez y conformidad, dos palabras que en aquellos años de braques bucales, espinillas y enamoramientos diarios habían desaparecido de mi vocabulario. Mi vida cotidiana transcurría plácidamente hasta que Asael entró en mi consultorio. Eran las siete de la tarde. No podré olvidar nunca esa hora ni tampoco su impactante figura. “¡Qué hombre tan guapo! ¿Qué le sucederá…?”, pienso sonriéndole. -Siéntese, señor… -Me llamo Asael –me contesta devolviéndome una sonrisa seductora. -Un nombre curioso, ¿qué significa? –le interpelo pulsando las teclas de mi portátil con habilidosa rapidez-. Pero antes dígame sus apellidos… -“Dios lo hizo” –pronuncia mirándome fijamente a los ojos-, y no tengo apellidos. “¿Cómo que no tiene…?”, me pregunto desconcertada por su respuesta y por su acariciante mirada azul. Me quedo unos segundos sin habla. Reacciono cuando oigo las campanas de la Almudena que tañen alegremente llamando a los parroquianos a misa. Carraspeo antes de decir: -Bien, señor Asael… ¿En qué puedo ayudarle? ¿Qué problema psíquico tiene usted? -Ninguno. -¿Ninguno…? Entonces, ¿qué hace en mi consulta? -Eres Lola Beltrán, ¿verdad? -Así es –afirmo quitándome las lentes con las que reafirmo mi imagen de doctora en psicoanálisis y psicoterapia. -Soy tu ángel protector, Lola, y estoy aquí para ayudarte. -¿Cómo? -Tienes que venir conmigo y… -¡No voy a ir a ningún sitio! –exclamo poniéndome de pie. -No soy un paranoico, Lola –manifiesta imitándome-. Dios me ha enviado para… Aprieto el interfono para comunicarme con mi secretario, pero el maldito aparato no funciona. Me considero una persona de carácter inalterable, sin embargo, en esos instantes el nerviosismo hace mella en mí, lo confieso. Asael coge mi mano y una corriente de energía misteriosa aplaca, como por arte de magia, mis crispados nervios. Le miro atónita, impactada aún por esa extraña sensación. -¿Qué quieres? –le interrogo con la respiración entrecortada. -Sólo quiero que me acompañes y que veas lo que te tengo que mostrar… Asiento con un leve movimiento de mi cabeza. Una sonrisa se dibuja en la comisura de sus labios. Cierro los párpados y me dejo llevar… Al abrirlos nuevamente me encuentro en un lugar en el que fui muy dichosa: la casa de veraneo de mis abuelos. Sonrío. Me veo en la habitación que compartía con mis primas mayores, pero ese día estoy jugando sola. Parpadeo. No, hay alguien conmigo: mi amigo invisible. -¡Eres tú! –profiero asombrada. -Siempre he estado a tu lado, Lola. Pero al crecer me olvidaste. Asael vuelve a asirme de la mano y ahora me veo rodeada por mis compañeros de la facultad. Mis padres y hermanos me felicitan porque acabo de terminar la carrera de psicología con Cum Laude. Estoy radiante, contenta, satisfecha... La voz del ángel me devuelve al presente: -Tu niñez y la época universitaria fueron las más felices de tu vida, ¿verdad, Lola? -Sí –le confirmo con la añoranza vibrando a mi alrededor. -Ven. Tenemos que ir a otro sitio… Entrelazo sus dedos con los míos y suspiro. Esta vez al abrir los ojos me sobresalto. Nos encontramos en la cornisa del edificio en el que vivo. -¡Dios mío! ¿Qué ocurre…? -Tranquila, Lola, no te va a pasar nada. -¿Por qué me has traído hasta aquí? –le pregunto con el corazón desbocado. -Porque tienes que contemplar esto… -Asael señala un punto y en ese instante visiono una lluviosa madrugada, a un conductor ebrio que se salta un semáforo en rojo, el choque brutal de los dos coches, mi rostro ensangrentado… -¿Estoy muerta…? -Sí, falleciste en el accidente. Mis labios tiemblan por el desconcierto. -¡No es cierto! ¡Mi corazón late, respiro, hablo, sueño…! –profiero negando lo que él me acaba de revelar-. ¿Cómo puedes decir que estoy…? –enmudezco al contemplar por primera vez sus alas níveas, gigantescas, hermosas… -¿Las ves? –me interpela acariciando mis macilentas mejillas-. Sólo las pueden percibir aquellos que han muerto como tú, Lola. -No te creo, Asael. ¡Yo estoy viva! –grito enloquecida. El ángel suspira. -Te voy a demostrar que no te miento. Dame tu mano, Lola, y ambos nos arrojaremos al vacío… -me dice con seguridad. No sé por qué accedo a su petición. Mi último pensamiento es amordazado por la debilidad, mis lágrimas se reducen a la nada, mis cuerdas vocales se atrofian, mis piernas y brazos se convierten en lenguas de fuego, mis ojos sólo ven el asfalto que se acerca y que me conmina a ser parte de él… De repente la velocidad disminuye y mi cuerpo se detiene. Asael me sonríe agitando sus prodigiosas alas junto a mí. Fascinada vislumbro los apéndices alados que, asombrosamente, han surgido de mi espalda y que me mantienen flotando en el aire. -Tu destino se cumplió y ahora tienes que ayudar a los demás… ¡Eres un ángel, Lola! –musita sonriente-. Un niño te necesita, ¿quieres ser su protectora, su amiga invisible? -Sí –le contesto aceptando mi situación. Más tarde, observo a David, un pequeño que juega en su habitación. Asael me insta para que entre en el cuarto. El niño me mira fijamente. -¿Eres mi ángel? –me pregunta sin un atisbo de miedo en su cándida mirada. -Sí, me llamo Lola y desde hoy nunca estarás solo. Nos sonreímos. Asael despliega sus alas al sentir la llamada. Otra alma le requiere para asumir su nueva condición… | |
| | | tay V.I.P.
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| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:03 pm | |
| Nuestro barrio
Estación de San Acisclo. Iván sale del Metro. Ya no llueve. El asfalto se está secando y los charcos, como grandes gotas de mercurio, reflejan las luces blancas de las farolas. Entre las nubes, sobre el fondo negro del cielo, asoma la luna. Iván camina hacia el barrio, quizás por última vez, y recuerda cuando recorrió ese camino al llegar a la ciudad.
Dejaron el pueblo una luminosa mañana de primavera. Su padre mandó una postal desde la capital diciendo que había encontrado trabajo, que había alquilado una casa, que fueran a reunirse con él. Más tarde su madre guardó aquella postal, con todo el colorido del palacio destacando sobre las flores del parque, en la cajita de puros donde almacenaba los tesoros de su vida: el ramito de azahar de su boda, una foto de cuando eran novios, una imagen de la Virgen… Al hacer el transbordo casi se perdieron. Ella fue a preguntar a una joven pareja ¿saben el tiempo que se detiene el tren en la estación? justo en el momento en que anunciaban su salida. Él se sintió avergonzado. Después fueron en el Metro hasta el barrio. Al salir, la luz del sol en la cara les deslumbró.
Avenida de la Plata. La mole negra de los viejos edificios le espera amenazante. Atraviesa la avenida y entra en las calles, sin pensar donde va. Sus pies saben el camino, le llevan como el caballo lleva a su amo de vuelta al hogar. Va sin prisa, no como al volver de la escuela cuando niño.
Le costó adaptarse al colegio, los niños pueden ser muy crueles y él era el nuevo, el extraño. En cambio en el barrio le recibieron como a uno más, conocían la historia de su llegada porque a su manera era la historia de cada uno de ellos. Le invitaron a jugar en el parque, a subir a los árboles, a dar patadas a un balón. Pronto se integró en el grupo: Gonzalo, de buena familia, Patricia y Matías, los eternos novios, Lupe, la francesa Bene, Martín, los demás. Y Nadia.
Plaza de las Tres Cruces. Zigzagea entre los charcos mientras atraviesa la plaza en diagonal. Desde la puerta de un bar le mira con desconfianza la figura de un mendigo envuelto en cartones, mientras come un bocadillo. El bar está cerrado porque un camarero mató a otro y después se suicidó en el campo. Fue un crimen pasional entre gays. Es lo que le contaron en la cárcel.
Gonzalo y él estaban en el bar de la plaza cuando se lo soltó. ¿Vas a salir con Nadia o no? Él, sorprendido, dijo que no. Ah, vale, porque yo sí quiero salir con ella, pero antes que nada somos amigos, ¿verdad? Después de eso vio como Nadia y Gonzalo se hacían novios. Gonzalo se lo contó a Peter, el escritor que después se volvió loco, y por él todos se enteraron de lo que dijo, que no quería salir con ella. Nadia fue derecha a los brazos de Gonzalo. Iván no pudo quejarse.
Calle de Mentija. Recorre su calle alternando entre la blanca luz de las farolas y las zonas oscurecidas por las bombillas fundidas. Solo se ve a lo lejos la silueta de un perro vagabundo. No ha cambiado nada. Sin verlos reconoce cada portal, cada bache, cada árbol. Es el camino que recorría para verla, para oírla, para estar con ella. Pero sin estar con ella.
A Lupe no le importó. Cuando empezó a salir con ella no fue por amor sino porque era la mejor amiga de Nadia, siempre juntas, inseparables. Así tendría que verle, que aceptar su compañía. En cambio Lupe sí le amaba, sin esperanza, resignada a su suerte sabiendo que él estaba enamorado de Nadia. Aceptó salir con él pensando que tal vez acabaría queriéndola como ella le quería.
Número 37, portal. La madera negra del zaguán parece una prolongación de la oscuridad de la calle. El ascensor, con su puerta de rejilla, está estropeado, no pasó la última revisión y así quedó, como un testigo inmóvil de las subidas y bajadas por la escalera. A un lado está cerrada la portería de doña Estrella, la que les contaba de niños aquellas historias en las que siempre era una heroína de la Guerra Mundial, da igual cual guerra. Cuántas veces les echó a escobazos de madrugada.
Los jóvenes buscaban un refugio discreto, como han hecho siempre los jóvenes. De noche, en el portal, dos parejas se abrazaban en diferentes tramos de escalera. Lupe, pensando en Iván. Iván, pensando en Nadia. Nadia, pensando en Gonzalo. Gonzalo, pensando en su abuela.
Entresuelo. Las dos puertas le observan pasar desde la negrura de sus mirillas de celosía. Aquí nada ha cambiado desde que Ricardo, el de los libros raros, se echó una novia extranjera, una tal Loli y desapareció con ella. Cada paso que da le acerca inexorable a su destino. Los crujidos de los peldaños de madera vieja le acompañan en la subida. Le recuerdan el sonido de la silla de ruedas de Gonzalo ante el tribunal.
La pelea comenzó y terminó con el mismo puñetazo. Gonzalo no se lo esperaba. Empezó diciendo que la culpa era de ella, que no tuvo cuidado. Él se aseguraba bien de que el piso de su abuela estuviera vacío, esperando que fuera la hora de la novena y tuvieran tiempo de sobra para ellos. Tomó todas las precauciones excepto la más importante. Le contó que Nadia estaba embarazada, que eso era lo que ella iba buscando, un buen partido. Que no pensaba cargar con el niño, que igual ni era suyo. El golpe imprevisto le lanzó contra los escalones. Algo crujió en su espalda.
Principal. La puerta derecha está igual. Esa madre posesiva que vio partir a la hija sigue consumiéndose en su soledad. En cambio la izquierda ha cambiado. En lugar de la puerta de madera oscura ahora hay una de seguridad, gris metálico, moderna, funcional. Nuevas familias que llegan al barrio reemplazando a las que se van. Como la suya. Volvieron al pueblo para morir allí, con su hermano, que al quedar solo heredó todo y poco a poco se fue embruteciendo. No ha vuelto a saber nada de él.
Le condenaron porque no quería seguir luchando. No tuvo un buen abogado, el que le tocó de oficio, en cambio la familia de Gonzalo contrató al mejor. Su compañero de celda le enseñó a vivir de nuevo. Era un asesino, había matado a su amante en el jacuzzi, aunque afirmaba, como todos, que era inocente y todo fue un montaje de su mujer para quedarse con el dinero. Le decía que fue tonto, que debió defenderse en el juicio. Que debió decir que el testimonio de Nadia, el que más daño le hizo, era falso, en vez de quedarse callado, mirándola.
Segundo, tercero, cuarto. Ve pasar los pisos como en un sueño. Los recuerdos se amontonan en su mente, convocados por los objetos cotidianos que creía olvidados: el pasamanos con la muesca de aquel raspón, el rodapié desconchado, la quemadura de su cigarro en el escalón. Ya no queda casi nadie de la pandilla. Pedro se fue a trabajar lejos, a Austria, cree, y Martín acabó saltando desde el quinto piso cuando no le veían. Pero ella no, ella se quedó aquí, esperándole. Eso quiere creer.
Al salir de la cárcel vagó mucho tiempo sin rumbo, sin objetivos. Sentía que estaba poseído, que era un juguete en manos de otras personas. Hizo muchos disparates hasta que un día algo se rompió dentro de él. Reunió el poco dinero que le quedaba y volvió a la ciudad. No estaba seguro de sus sentimientos, pero si no era amor, sería perdón. Decidió que era el momento de la última oportunidad.
Buhardilla. Pulsa el timbre, deseando y temiendo que no haya nadie. Tras una espera interminable oye pasos. Se abre la puerta y se le quedan mirando dos ojos grises, implacables. Finalmente ella dice: Entra, y se echa a un lado para dejarle pasar. Sobre el gesto severo de la boca Iván ve como los ojos de Lupe, rebeldes, dejan escapar un brillo de alegría.
A la mañana siguiente Lupe fue al parque, al banco donde siempre escribía sus penas. Dejó el diario como quien corta un ancla. No sabía cuánto tiempo duraría esta vez la felicidad, pero estaba dispuesta a aprovechar cada uno de los minutos que tuviera con él. | |
| | | tay V.I.P.
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| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:07 pm | |
| Bueno, adjunto los nombres de todos los autores participantes:
Amantes..................... Marapez La mirada penetrante..................Manulondra Rafael.................... Sukubis Asael.................. Sirafer | |
| | | tay V.I.P.
Mensajes : 5719 Edad : 58 Localización : Museo del Jamón
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 3:11 pm | |
| os comunico que el ganador y dos primeros finalistas han sido:
"NUESTRO BARRIO" de Mmonchi como ganador del concurso
"DIARIO DE UNA PESETA" de Raulista1992 como primer finalista
"LOS VERANOS EN CICOTERO" de Gloria, como segundo finalista.
Mi enhorabuena especial para ellos, no solamente por los textos presentados, de gran calidad y preciosamente redactados, sino por el bienhacer de los tres, soportando con paciencia de santos lo acontecido, y a Raúl, especialmente, por haberse disculpado con los afectados en este lío.
Mmonchi, te paso el testigo para que convoques el "tercer concurso de relato breve de Todoslosforos".
A los demás, mi felicitación también por haberme ayudado. Espero vuestra nueva participación en concursos venideros, bien presentando vuestros textos, bien votando.
Sobre todo, que sigamos disfrutando del gran talento que nuestros foreros derrochan en estas páginas. Ése es, para mi, el mejor premio para todos, como dije.
Un abrazo y encantada de haber sido la organizadora del segundo concurso. | |
| | | Sukubis Veterano/a
Mensajes : 986 Edad : 56
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Lun Sep 05, 2011 6:55 pm | |
| - Tay escribió:
- Bueno, ¡¡¡ya tenemos los diplomas!!!
Nuestro Rive se demoró un poquito, tenía ocupaciones prioritarias, pero no hay nada que una ración de Guijuelo no arregle... :aiwebs_017:
Enhorabuena, ganadores, os envío un abrazo a los tres :wink:
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| | | manulondra Veterano/a
Mensajes : 764 Edad : 65 Localización : Sevilla
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Vie Sep 09, 2011 1:08 pm | |
| Una preguntita, Suku... ¿el último concurso pendiente de relatos de todoslosforos lo trasladamos aquí? | |
| | | Sukubis Veterano/a
Mensajes : 986 Edad : 56
| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros Vie Sep 09, 2011 4:01 pm | |
| Asi es Manu, por cierto bienvenido... | |
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| Tema: Re: Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros | |
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| | | | Segundo concurso de Relatos Breves de todos los foros | |
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