Aceptar la muerte como parte de la vida
Hasta mediados del siglo XX el gran tabú del ser humano era el sexo, después fue la muerte y actualmente nos atreveríamos a decir que es la situación posterior a la muerte en los supervivientes: el duelo. Siempre a la muerte la encontraremos al final de nuestro camino.
En la Roma antigua, cuando un general desfilaba para ser vitoreado por el pueblo tras una gran victoria militar, un esclavo caminaba detrás de él y le repetía al oído: “Memento mori”, que significa “recuerda que has de morir”. El objetivo de ello era recordar al general las limitaciones de la vida humana y que no cayera en la tentación de envanecerse creyéndose inmortal.
¿Pero realmente es sano recordar que has de morir? ¿Es posible pensar en nuestra propia muerte? ¿Podemos morir ‘felizmente’? ¿Qué circunstancias ayudan a ‘morir a gusto’?
La muerte, hoy: un anti-valorLa muerte es un hecho biológico y universal. Nos encontramos inmersos en el paso del tiempo y en el deterioro progresivo que éste produce. A medida que vamos viviendo sentimos más cerca la proximidad de la muerte: un amigo, un ser querido, un personaje ilustre, todos son objeto de la muerte.
Por otra parte, el hombre actual contempla la muerte como el fracaso de su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza. El “hombre tecnificado” puede controlar y manipular casi todo, pero se encuentra indefenso ante el hecho innegable de la muerte.
Así, la muerte y el morir no tienen cabida en las sociedades industrializadas, no afectan esencialmente a los sistemas productivos. La muerte, la agonía y la senectud son consideradas como representación de la impotencia de la moderna tecnología biomédica.
Y esto es así porque una sociedad centrada en ‘valores’ como el consumo, la producción y la eficacia, necesariamente debe repudiar todo lo que no sea acción, rendimiento y vitalidad. La muerte, el hecho de morir, implica destrucción y negación de todos esos valores actuales y, por esto, la muerte hoy, es un “anti-valor” y, por tanto, no se acepta.
El tabú de la muerteEl hombre moderno ha superado, en parte, el tabú sexual (la educación sexual se comienza en los primeros cursos de Enseñanza Primaria), pero no ha podido neutralizar su miedo a la muerte.
En la cultura rural, hasta hace pocos años, la muerte era un acontecimiento público en el que el actor principal era el moribundo. La familia y amigos se reunían en torno al lecho de muerte, el sacerdote traía el viático, todos se iban despidiendo del enfermo y se sentía que la angustia ante la muerte era compartida.
Hoy, generalmente, se muere en el hospital, con uno o dos miembros de la familia en torno a la cama del moribundo y hasta “se prohíbe” hacer gestos de dolor (llantos o lamentaciones) para no molestar al resto de los enfermos. Es como si morirse estuviera mal visto.
En el mismo lenguaje reflejamos nuestro miedo a la muerte al utilizar sinónimos o equivalentes de la angustiosa realidad que supone el morir: “ha pasado a mejor vida”, “descanse en paz”, etc. son algunas de las frases que utilizamos en esos momentos. Incluso el duelo y la aflicción por la muerte de un familiar ya no son tan aceptados como en otras épocas.
Varios son los hechos que nos han conducido a esta situación actual de no aceptación de la muerte en nuestra sociedad. Entre los más significativos podemos señalar los siguientes (Gafo, 1984):
- Los grandes avances de la medicina han reducido a cuotas impensadas la mortalidad infantil.
- La erradicación de las epidemias, por lo menos en el mundo occidental, que en otros tiempos proporcionaban un contacto directo e inmediato con la muerte. Por eso, cuando esta situación se quiebra momentáneamente por el contagio de ébola, por ejemplo, nuestro “estado de bienestar mental” entra en crisis y se producen reacciones de pánico en nuestra sociedad.
- El incremento de la esperanza de vida, que ha hecho fantasear con una vida terrenal inmortal, como si el hombre no fuera mortal por naturaleza.
Todas esas circunstancias han alejado al niño y al hombre, en general, de la muerte y han contribuido a considerarla como “algo” no integrado en nuestra propia existencia. La muerte, pues, ha perdido su status y se la pretende ocultar y olvidar por todos los medios.
Los mismos cambios socioculturales, en relación con la muerte, están influyendo en que el hombre de hoy viva como de espaldas a la muerte. Entre esas modificaciones podemos señalar las siguientes:
- La muerte ha cambiado de ‘escenario’: hoy se muere en el hospital.
- Se ha cambiado la forma ideal de morir: antes se deseaba de manera consciente, lúcida y con un apoyo espiritual y sacramental; hoy se desea una muerte rápida y sin sufrimiento (¿sufrió mucho?, ¿se enteró?, son las preguntas más frecuentes en estas circunstancias).
- La ‘buena muerte’ de antaño ha dejado paso, en muchas ocasiones a la ‘muerte dulce’.
Hoy, se tiene experiencia de la muerte violenta, desesperada y trágica (en TV y cine nos ofrecen los horrores de las guerras, los efectos letales de virus hemorrágicos, etc.) no de la muerte en compañía y ‘com-partiendo’ esa vivencia con los amigos y familiares.
Actitudes ante la muerteCon frecuencia, cuando un enfermo terminal afirma: “Me voy a morir”, los familiares suelen contestar: “Todos tenemos que morir; nosotros también nos vamos a morir”. Pero esta respuesta no es sincera: pues el enfermo habla de “morirse” (se está muriendo) y el familiar se refiere a un proceso que dura toda la vida.
Por esto, Castilla del Pino (1995) distingue entre morir y morirse. Es decir, morir es un hecho biológico que se produce a lo largo de toda la biografía del sujeto y, por lo tanto, es una cuestión del organismo; mientras que morirse es una experiencia que sólo se adquiere cuando nos estamos muriendo. El mismo autor señala cuatro actitudes básicas ante la expectativa de la muerte (morir):
- Miedo
- Angustia
- Negación
- Afirmación
Sin embargo, la actitud en el morirse, la mayoría de las veces es de “perfecto asentimiento”. Y más adelante concluye Castilla del Pino: “La actitud de resignación ante la muerte inevitablemente próxima expresa entonces… la incapacidad del sujeto para elaborar el duelo ante la pérdida de ese objeto que es el yo ideal no logrado”.
Freud (1915), en Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte, señala que “la única manera de hablar de la muerte es negándola”, aunque al final de ese mismo trabajo concluye: “Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”. Todo ser vivo, por su misma esencia, no puede concebir su muerte, su destrucción. En definitiva,nadie cree en su propia muerte, ya que en el fondo todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.
Por esto, por mucho que intentemos representarnos nuestra propia muerte, siempre estaremos convencidos de que nuestra vida es un fin en sí misma. Es decir, la negación de la muerte no es una negación desde el punto de vista lógico (no se deja intelectualmente de aceptar el hecho de nuestra muerte), sino una actitud y, por tanto, una negación emocional. Por esto, vivimos como si no fuéramos a morir.
Por esto podemos afirmar que la muerte está en todo momento ausente de mi vida y presente en mi conocimiento. De alguna manera, y pese a nuestra negación intrínseca, la realidad de la muerte está empapando y dando colorido y sabor a todos nuestros actos. Es una ‘presencia ausente’ que tiñe todas nuestras acciones de un cierto sentido de finitud y, al mismo tiempo, nos permite seguir fantaseando sobre nuestra omnipotencia e inmortalidad.
Desde que el hombre existe, las actitudes ante la muerte han ido modificándose y adaptándose a la realidad histórica del momento. Pero, tanto el hombre primitivo como en el momento actual, siempre existe una actitud de ambivalencia, de deseo y de rechazo, de amor y de odio, hacia la muerte; no obstante, mientras el hombre primitivo encontró una salida en su animismo, al hombre actual esa ambivalencia le lleva a la culpa y consiguientemente a la neurosis.
Las actitudes ante la muerte están en función de numerosos factores. Entre ellos, cabe señalar la situación sociocultural y la edad de los individuos, además de la propia estructura de personalidad del sujeto. Pero todos los seres humanos coincidimos en una doble visión de la muerte:
- 1) Que sobreviene siempre demasiado pronto
- 2) Que morir es sufrir
La vivencia de muerte, pues, pese al mecanismo de negación, es el vector que conduce nuestra vida. Pero, esa negación emocional de la muerte puede tener diversos ‘ropajes’: desde la preocupación, la ansiedad y el temor, que son las más comunes,hasta una hiperactividad (culto al trabajo), el narcisismo (culto a sí mismo) o la confianza ciega en la ciencia para evitar la muerte (culto a la técnica médica).
El hombre actual, en su afán por aferrarse a esta vida, sacraliza el tener (en terminología de Fromm) sobre el ser. De aquí surge la hiperactividad, la hiperproducción o el “trabajo maníaco” (Yalom, 1984) como una forma de defensa de la cruda realidad de nuestra finitud. A través de poseer muchas cosas (riqueza, poder, etc.) es como el hombre contemporáneo intenta negar su caminar hacia la nada.
En otras ocasiones, es el repliegue sobre sí mismo lo que hace pensar al sujeto en su inmortalidad; es un amor desmesurado hacia uno mismo que puede tener dos manifestaciones psicopatológicas: el temor fóbico hipocondríaco o la negación de cualquier señal de enfermedad. El cuerpo se convierte en lo más importante de la vida del individuo y sobre él giran todas las demás vivencias. El cuerpo es el punto de mira de toda la actividad de la persona. El individuo se siente único, irrepetible.
La otra actitud es el contrapunto de ésta: es una huída hacia adelante, olvidando las más elementales medidas higiénico-sanitarias para prevenir la enfermedad, o minimizando las conductas de “alto riesgo” (alcoholismo, tabaquismo, etc.).
Otra salida ante la muerte es la “creencia en un salvador”, que se puede concretar en el envestimiento mágico que se hace de la técnica médica y de los hospitales. Es curioso constatar, a este respecto, como hoy día se da más valor a los instrumentos de diagnóstico y tratamiento que a la propia acción personal del médico. Los “medios técnicos” han suplantado al “ojo clínico” y a la relación personal con el profesional de la salud.
En otras ocasiones, la persona intentará refugiarse en sus creencias religiosas, éticas o filosóficas para neutralizar su angustia ante la muerte. Su alianza con un ‘dios’ o una idea superior le puede servir como sostén en sus últimos años de existencia.
Actitudes en la muerteLas razones del miedo a la muerte, sea normal o patológico, se pueden agrupar en dos apartados:
# 1.- Miedo a morir
A algunas personas lo que más les angustia no es la muerte sino el proceso de morir:miedo a dejar una tarea inacabada, al dolor físico o a la agonía psicológica con esa “soledad intrínseca” que la vivencia de morir implica. Se puede manifestar de forma muy polivante: estados depresivos, cambios de humor, irritabilidad e incluso la negación a seguir con el tratamiento médico serían algunas de las manifestaciones de ese “miedo a morir”.
# 2.- Miedo al después de la muerte
Se concreta en un temor a la corrupción corporal (miedo a ser enterrado vivo),incertidumbre del más allá, o por la angustia con respecto a los supervivientes(repartirán bien el patrimonio, o quién cuidará de ellos una vez que se produzca la muerte, etc.).
‘Morirse a gusto’Es cierto que la muerte nos hace a todos iguales: tanto el rey como el vagabundo deben enfrentarse a este hecho de vida en soledad. La muerte es la única vivencia que no podemos compartir. Pero también es cierto que este momento importante de la vida depende fundamentalmente de dos situaciones: ¿Cómo se ha vivido? Y ¿cómo se siente ante el entorno? Es decir, morir en paz no se improvisa, sino que estará en función de cómo se ha desarrollado la vida: intereses, valores y sentimientos estarán ayudando o entorpeciendo el ‘bien morir’. Pero también de cómo se realice el momento de morirse (en casa, en el hospital, con sufrimiento, lúcido, etc.) favorecerá o entorpecerá una ‘muerte digna’.
Morir en la ternura es un libro que leí hace más de veinte años pero todavía recuerdo su tesis principal: es posible morir en paz. La autora Cristiane Jomain, desde su actividad profesional en la atención a los enfermos terminales, nos confirma que el moribundo también está vivo y siente, y tiene deseos y afectos. Morirse a disgusto, según Jomain, se desarrollaría entre dos polos: la desgracia de morir en soledad y la desgracia de no tener un espacio de soledad necesario para vivir.
El primer supuesto, no morir en soledad, está amenazado en nuestra cultura pues tendemos a negar la muerte irreparable de nuestro familiar en la falsa creencia de que no se dará cuenta, pero entonces sucede que, aunque estemos junto al lecho del enfermo, éste se siente solo pues no puede ni compartir su miedo e inseguridades ante la muerte próxima.
La segunda necesidad del moribundo es la de tener un espacio psicológico para poder elaborar la eminente pérdida de la vida y poder despedirse, sin trauma y también sin agobio. En este sentido, una excesiva presencia de los familiares y de los cuidadores dificultaría el proceso de morirse a gusto.
Por mi parte, considero que habría que añadir una tercera necesidad del moribundo: la ausencia de sufrimiento inútil, que lo que único que consigue es prolongar una vida vegetal. Si se dan estas tres condiciones, entonces si que podríamos decir que se produce una ‘muerte a gusto’.
Fuente: cuidatusaludemocional.com