La desinformación amenaza el periodismo y la democracia
Durante mucho tiempo, para los periodistas los hechos han sido sagrados y las opiniones libres. Desde hace unos años, las opiniones siguen siendo libres, afortunadamente; pero algunos han decidido que también podían convertir los hechos en libres, rehacerlos, buscarles verdades alternativas, desinformar, mentir. Nada amenaza tanto como este fenómeno de la desinformación al periodismo y, en consecuencia, a la sociedad en su conjunto, al debate público, a las elecciones, a la salud de la democracia.
La inmensa mayoría de los editores de prensa vemos con una enorme preocupación el reciente fenómeno de la desinformación. Nosotros vivimos del crédito, de la confianza y de la credibilidad que tenemos ante nuestros lectores, nuestros anunciantes y nuestros proveedores. El nuestro es un negocio basado en la reputación que generamos en el entorno al que se dirigen nuestras publicaciones. Si el fenómeno de la desinformación se sigue extendiendo como en estos últimos años, su basura acabará salpicando al conjunto del sector. Buena parte del público pensará que todos somos lo mismo.
Dicen que la reputación es lo que comentan de uno cuando abandona una sala. En nuestro caso, en el del periodismo, los ciudadanos nos están diciendo a la cara lo que piensan de nosotros, no han esperado a que abandonemos la sala. El prestigio del periodismo se está perdiendo, lo vemos en cada encuesta cuando se pregunta sobre nuestro colectivo. Los de la prensa nos hemos ganado a pulso nuestra mala prensa.
La desinformación es una de las mayores preocupaciones que tenemos en el Club Abierto de Editores, CLABE, organizador de esta II Jornada contra la Desinformación. Segunda porque hace un año ya organizamos una primera Jornada en la que también participaron docenas de personalidades de la política y de la prensa.
CLABE es la mayor asociación de editores de prensa que hay en España. Somos 191 empresas asociadas: alguna, muy grande; muchas, medianas; muchísimas, pequeñas o muy pequeñas. Editamos en total unas 1.300 cabeceras diferentes. De todo tipo: generalistas y especializadas; impresas y online; de pago, de suscripción o gratuitas; agencias, diarios, semanales, mensuales, trimestrales…
También tenemos de todo entre aquellos asociados cuyas publicaciones se posicionan ideológicamente. Desde la izquierda a la derecha, desde el centralismo al independentismo. Esa variedad, esa pluralidad, tan representativa de la sociedad española, no impide que nuestras preocupaciones sean coincidentes, y la desinformación es hoy una de ellas, una de las principales.
Hasta hace muy poco tiempo, en el periodismo había una máxima incontestable, un principio que era casi un gen básico del oficio, una de nuestras principales banderas: “Las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados”. La formuló el periodista, editor de prensa y político británico Charles Prestwich Scott. “Comment is free, but facts are sacred”. Lo escribió y lo publicó hace ya más de un siglo, en 1921, en un artículo en el diario The Guardian, del que entonces C.P. Scott -que así firmaba sus artículos y así se le conocía- era el editor, el propietario, tras haber sido mucho tiempo el director.
Todo el artículo estaba lleno de sabias reflexiones sobre la práctica del periodismo y sobre el negocio del periodismo. Muchas de ellas siguen plenamente vigentes hoy, más de un siglo después. La doble condición de periodista y de editor de C.P. Scott le dan a sus textos un interés especial para nuestra mirada, en este mundo de hoy en el que muchos periodistas nos hemos convertido también en editores, en propietarios de los medios en los que ejercemos el periodismo.
Decía también C.P. Scott en ese artículo, por ejemplo: “Un periódico tiene dos caras. Es un negocio, como cualquier otro, y tiene que pagar en el sentido material para poder vivir. Pero es mucho más que un negocio; es una institución; refleja e influye en la vida de toda una comunidad; puede afectar destinos aún más amplios. Es, a su manera, un instrumento de gobierno. Juega con las mentes y las conciencias de los hombres. Puede educar, estimular, ayudar o puede hacer lo contrario. Tiene, por lo tanto, una existencia tanto moral como material, y su carácter e influencia están determinados principalmente por el equilibrio de estas dos fuerzas. Puede hacer de la ganancia o del poder su primer objetivo, o puede concebirse a sí mismo como cumpliendo una función más elevada y exigente”.
Como decíamos arriba, C.P. Scott fue periodista y político. Cuando escribió lo que acabo de reseñar ya había sido miembro durante diez años del Parlamento Británico, por el Partido Liberal. Recomendaba y hacía lo mismo en The Guardian que en la tribuna parlamentaria.
Los bulos, las mentiras, las falsedades, la desinformación… han existido siempre. Lo nuevo y grave de nuestro tiempo son dos factores. Uno, que la velocidad y la eficacia de expansión de la desinformación se ha multiplicado gracias al mal uso de la tecnología y de las redes sociales. Y dos, que la desinformación consciente, planificada, ha comenzado a ser herramienta habitual y frecuente en algunas personas, instituciones y medios que hasta ahora no practicaban ese juego sucio. Demasiada gente que teníamos por honorable ha caído en la tentación de la desinformación, de modo permanente u ocasional, fijo o discontinuo.
Que la mentira y la desinformación hayan pasado a ser consideradas como una práctica aceptable o al menos excusable en el primer nivel de la política y del periodismo es una de las peores noticias de nuestro tiempo. Que las opiniones sean libres y también los hechos sean libres, no sagrados, es una tristísima y devastadora novedad.
“Alternative facts”, “Hechos alternativos”. La frase fue usada en un programa de televisión el 22 de enero de 2017 por una consejera presidencial de Donald Trump, que dos días antes había tomado posesión como presidente de Estados Unidos. La consejera de Trump, que se llamaba Kellyanne Conway, defendía así a otro alto cargo, el secretario de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, que el día anterior había mentido en una rueda de prensa al comentar la asistencia de personas a la toma de posesión de Trump. Había afirmado Spicer que la ceremonia había atraído “a la mayor audiencia que jamás ha tenido una investidura”.
Muchos medios le habían desmentido de inmediato con datos contundentes y fotografías comparativas que demostraban que la segunda investidura de Barack Obama, por ejemplo, había sido mucho más multitudinaria. Spicer acusó entonces a los medios de manipular las fotos. La polémica fue a más.
Al día siguiente, en la entrevista televisiva a Kellyanne Conway, la consejera de Trump, el entrevistador, Chuck Todd –un periodista cabal, reconocido y multipremiado–, insistió en que Spicer había utilizado en su comparecencia una “falsedad demostrable”. Conway replicó que no, que simplemente estaba dando “hechos alternativos”. Y Todd le replicó así: “Mira, los hechos alternativos no son hechos, son falsedades”.
Spicer duró poco más de medio año con Trump en la Casa Blanca, pero las falsedades disfrazadas de “hechos alternativos” han creado escuela, han ido a más en los casi ocho años transcurridos y se han extendido a todo el mundo que aún llamamos civilizado. Y por si fuera poco, Donald Trump tiene posibilidades de volver en breve a la Casa Blanca, rodeado de nuevos o de viejos Spicer y Conway.
La desinformación no es un fenómeno pasajero. No es circunstancial. No es coyuntural. Se está convirtiendo en un mal estructural. Ha llegado con la pretensión de quedarse, y se quedará y creará una destrucción inimaginable si no actuamos pronto y con contundencia los dos grandes polos afectados y a la vez actores: los políticos y los medios de comunicación. Estos con autorregulación y con códigos éticos; aquellos, con normativa que respete escrupulosamente la libertad de pensamiento y la libertad de prensa, la discrepancia, la pluralidad, pero que corte de raíz la libertad de injuria, de mentira, de hechos alternativos, de desinformación. Normativa, por cierto, que no deje al margen de la regulación de los derechos y de las obligaciones a las plataformas tecnológicas ni a las redes sociales. Especialmente a estas últimas, a esos limbos donde impunemente se cometen tropelías sin que nadie pague por ellas.
Desde el periodismo, desde la política, desde la academia, desde las plataformas tecnológicas, desde las redes sociales o desde la ciudadanía preguntémonos qué tenemos que hacer cada uno de nosotros para que este preocupante fenómeno de la desinformación no acabe con la democracia.
https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/desinformacion-amenaza-periodismo-democracia_129_11744879.html
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