Hay un pasaje en el Evangelio de Mateo que suele llamar la atención, o peor aun, que choca literalmente a muchos lectores. Es el episodio en que un discípulo a quien Jesús le dice que lo siga, le pide al Maestro que le permita primero enterrar a su padre.
Para comprender cómo la respuesta de Jesús debe haber sorprendido fuertemente al discípulo -así como nos sorprende a nosotros- hay que tener en cuenta que, para los judíos de entonces -como lo es para todos- una de las obras de misericordia más encomiables era precisamente la de enterrar a los difuntos. Ése era un deber de amor filial que el discípulo, como buen hijo, quería cumplir con su padre fallecido.
Sin embargo, Jesús le responde: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ven y sígueme.” (Mt 8:21,22; Lc 9:59,60).
El discípulo debe haber entendido lo que Jesús le decía, pues no se registra que le desobedeciera. El discípulo entendió sus palabras. Pero ¿nosotros?
¿Qué cosa quiere decir Jesús con eso de que los muertos entierren a sus muertos? ¿Cómo puede un muerto enterrar a otro muerto? ¿Quiénes eran esos muertos que según Jesús debían enterrar a sus muertos?
La frase suscita una multitud de interrogantes que se aclaran en parte si pensamos que Jesús debe haber empleado la palabra "muerto" en dos sentidos diferentes en la misma frase. Los "muertos" que entierran a sus "muertos" no están muertos en el mismo sentido en que están muertos los que son enterrados. Obvio. Pero ¿en qué sentido están muertos los primeros, si son capaces de enterrar a los segundos?
El apóstol Pablo escribió a los cristianos de Éfeso: "Él -esto es, Jesús- os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados." (Ef 2:1). Están muertos en vida todos aquellos que llevan una vida de pecado, "siguiendo la corriente de este mundo" (v. 2), como agrega Pablo. Es decir, viviendo como vive la mayoría de la gente, a su manera y a espaldas de Dios.
Deja que tus parientes -que están muertos por la vida de pecado que llevan- entierren a tu padre, que cumplan ellos ese deber. Pero tú, que ya no estás muerto, sino vivo, ven y sígueme.
¿Cómo es que ese joven estaba vivo, y ya no muerto, como sus familiares? Hablando de Jesús, San Juan en el Prólogo de su Evangelio, escribe: "En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres." (Jn 1:4). El discípulo de Jesús estaba vivo porque estaba en contacto frecuente con Aquel en quien estaba la vida; no estaba muerto porque se le había contagiado -por así decirlo- esa vida que Jesús tenía.
Pues bien ¿cómo se le había contagiado? ¿Cómo había recibido esa vida?
Las Escrituras, querido lector, son como un rompecabezas compuesto de millares de piezas de tamaño y forma diferente, que encajan unas con otras, y que se encuentran dispersas a lo largo y ancho de todas sus páginas; y que, una vez, colocadas en su lugar, forman una bella serie de cuadros armoniosos. Busquemos las piezas que llenen los vacíos que quedan, para que podamos ver la imagen completa del asunto que estamos tratando.
En su primera epístola el apóstol Pedro escribió que los creyentes han "renacido no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre." (1P 1:23).
Han renacido, esto es, han vuelto a nacer, engendrados por una semilla incorruptible, que es la palabra de Dios, de la que brota una nueva vida. Estos son los que "han sido rescatados de su vana manera de vivir que recibieron de sus padres" (1P 1:18), en la que estaban muertos, aunque parecía que vivían.
Vemos pues que tanto Efesios como la primera epístola de Pedro, hablan de la misma cosa: del haber estado muertos en delitos y pecados y del haber renacido a una nueva vida, mediante una semilla, no corruptible, como la semilla humana natural de la que surge la vida física, sino de una semilla incorruptible, por la que se recibe la vida imperecedera del espíritu.
Eso nos recuerda la famosa conversación de Jesús con el fariseo Nicodemo, que vino a buscarlo de noche -para que sus colegas no se enterasen- y que empezó diciéndole: "Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer esas señales que tú haces, si Dios no está con él" (Jn 3:2).
A este hombre cuyos conceptos han sido cuestionados por las cosas que dice y hace Jesús, y que, siendo un sabio de Israel, está intrigado por la enseñanza nueva que ha escuchado de labios de Jesús, el Maestro, sin darse por aludido por el elogio, le dice sin muchos miramientos: "A menos que uno nazca de lo alto -o de nuevo, según otra lectura del texto- no puede ver el reino de Dios." (Jn 3:3).
Frente a la sorpresa del fariseo que contesta: "¿Puede acaso un hombre viejo como yo volver a entrar en el vientre de su madre para volver a nacer?" (Jn 3:4), Jesús sin responderle directamente, le reitera en términos ligeramente diferentes el mismo pensamiento: "A menos que uno nazca de agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios". (v. 5).
Es como si Jesús le preguntara: ¿Tú quieres entrar en el reino de Dios, tal como tú y tus compatriotas, como buenos judíos, ardientemente desean? Pues bien, tienes que volver a nacer, tienes que nacer de nuevo, pero esta vez no de tus padres mortales, como ya naciste, sino de agua y del espíritu.
Y Jesús le explica para que el hombre no siga perplejo: "Lo que es nacido de la carne, es carne; lo que es nacido del espíritu, es espíritu." (v. 6). A la semilla que produjo el primer nacimiento corresponde el cuerpo físico que ahora tienes y que surgió de ese nacimiento. A la semilla espiritual del segundo nacimiento, corresponde un cuerpo espiritual, que aún no tienes, pero que necesitas para poder entrar en el reino de los cielos. Ambos cuerpos son de naturaleza diferente: una, es carne y sangre; la otra, divina. "No te maravilles que te haya dicho -añade Jesús- que tienes que nacer de nuevo." (3:7). A la naturaleza de cada reino, corresponde metafóricamente un cuerpo adaptado a ese reino.
Al reino material de este mundo, corresponde el cuerpo material que ahora tienes. Al reino de Dios, que es espiritual, corresponde un cuerpo espiritual (Nota), sin el cual no puedes ver ni entrar en ese reino, esto es, la naturaleza divina de la que hemos sido hechos partícipes (2P1:4).
En el mismo evangelio Juan escribe que Jesús "vino a los suyos -es decir, a su pueblo- y los suyos no le recibieron. Pero a los que le recibieron -esto es, a los que creyeron en su nombre- les dio la potestad (o el derecho) de ser hechos hijos de Dios." (Jn 1:12). Y sigue diciendo:"los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios." (v. 13).
Obviamente aquí está hablando de un nacimiento de otro orden, que no tiene su origen en un deseo carnal humano, sino que proviene directamente de lo alto, es decir, de Dios. Es un nacimiento de carácter espiritual, que convierte al que lo experimenta en hijo de Dios, algo que no era antes.
Esta afirmación puede sorprender a quienes estén acostumbrados a pensar que todos los seres humanos son, por definición, hijos de Dios. Pues no lo son, en el sentido del Nuevo Testamento.
Hijos de Dios son aquellos que -según la epístola a los Gálatas- reciben el espíritu de adopción por el cual pueden exclamar. "¡Abba! ¡Padre!" (Gal 4:6). Abba en el griego coloquial de entonces es como si dijéramos: Papá.
En otras palabras: Nadie es hijo de Dios por nacimiento; nadie nace siendo hijo de Dios. Somos hechos hijos de Dios cuando somos adoptados como tales por Dios. Esto es, cuando creemos en el nombre de Jesús, según explica el versículo de Juan que hemos citado hace un momento. Recordemos que el nombre de Jesús (Yehóshua en hebreo) quiere decir: "Dios salva" (propiamente "Yavé –o Jehová- salva").
Este punto requiere de una explicación. En la epístola a los Efesios, poco después del verso que hemos leído al comienzo, Pablo escribe que hemos sido salvados por gracia -esto es, gratuitamente- mediante la fe. Y que esto es un don de Dios. No es de ninguna manera por obras, es decir, por ninguna cosa que haga o pueda hacer el hombre (Ef 2:8,9), pues de lo contrario tendría de qué jactarse.
¿Qué quiere decir haber sido salvados, si aún estamos vivos? La salvación de que aquí se habla no es una salvación futura –post mortem- sino una salvación presente, la regeneración, de la que escribe Pedro; el nuevo nacimiento del que habla Jesús a Nicodemo; el haber sido hecho hijo de Dios, de que habla el prólogo de Juan.
Es creyendo en Jesús, es creyendo en su obra redentora, como somos perdonados, justificados, regenerados, esto es, salvados del pecado en que vivíamos, con todas sus consecuencias, incluyendo la condenación eterna. No es por ninguna obra que hayamos hecho, ni por ningún mérito nuestro. Es algo enteramente gratuito, es obra de la misericordia de Dios.
¿Y cómo viene esa fe que nos permite recibir esa gracia de la salvación? ¿Acaso por investigar, o por pensar mucho? ¿O por repetirme, como dice la canción: “Yo tengo fe, yo tengo fe”?
No. Dios ha previsto una manera más sencilla, accesible a todas las personas, aun a las más ignorantes: Por oír simplemente. Eso es todo. ¿Nada más que por oír? Así es.
"La fe es por el oír y el oír, por la palabra de Dios." (Rm 10:17) dice una famosa frase del apóstol Pablo, que seguramente alguna vez habrás leído o escuchado.
Esto es, la fe viene cuando escuchamos hablar acerca de Jesús y algo sucede en nuestro interior, que recibe, que acepta aquello de que se habla, y que nos hace creer en lo que escuchamos. Esa palabra escuchada y creída se convierte en la semilla incorruptible que nos hace renacer, y que, analógicamente, hace las veces de la simiente que hace brotar una nueva vida de orden espiritual en nosotros.
Lo que es nacido de la carne -este cuerpo- es carne; y lo que es nacido del espíritu -mi nueva vida- es espíritu. Ya lo hemos leído (Jn 3:6).
En una ocasión Jesús dijo: "En verdad, en verdad os digo: El que oye mis palabras y cree en el que me envió, tiene vida eterna; y no viene a condenación, sino que ha pasado de muerte a vida" (Jn 5:24).
Fíjense que dice: "tiene vida eterna", la tiene ya en tiempo presente. No se trata de algo futuro. Es ahora.
¿Tienes tú vida eterna? ¿Has creído en Jesús? ¿Has pasado de muerte a vida, como el discípulo del que hemos hablado al comienzo? ¿Estás seguro de ello? ¿Tienes la seguridad de que Cristo habita en ti? Si no la tienes, necesitas tenerla para ser salvo y escapar del infierno. Sí, del infierno, algo tan terrible que no se lo deseo ni al peor de los criminales.
Esa es la cuestión más crucial de toda la existencia, porque, como dijo Jesús, ¿de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma? (Mt 16:26).
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